Palabras: Escalada, Escafandra, Lluvia,
Papiro, Triquinosis
Ya estaba ese dichoso sonido otra vez. Era como una lluvia, como unas gotas repicando en el interior de su oído. Iratxe
sacudió la cabeza. Ya pasó. Ahora sólo tenía que preocuparse por el frío, la cara congelada, las capas de ropa que apenas le daban calor, la
nieve en los ojos. Hacia arriba sólo podía ver el trasero y las piernas de la
menuda Pem, que se movía como un leopardo montaña arriba. Hacia abajo estaba la cara
enrojecida de Rafa, al borde del llanto. Pobre, se había
retirado del alpinismo, pero la oferta que le había hecho Iratxe era muy
tentadora. Más abajo aun estaba el otro sherpa, Umba, que no sacaba los ojos de la
nuca de Rafa, como una madre vigilando a su hijo en un parque lleno de
desconocidos. Mejor, no se sentiría segura si no sabía que alguien
estaba constantemente pendiente de él.
La noche fue espantosa. Iratxe había escalado la mayoría de los ochomiles, pero nunca había sufrido tal ventisca. Se suponía que el resto del grupo debería haberlos alcanzado, pero el tiempo lo hizo imposible, así que tuvieron que
acampar los cuatro solos, sin posibilidad de dar marcha atrás. Iratxe apenas
sentía la mayor parte de su cuerpo, a pesar de todas las capas de ropa que
llevaba encima y de los otros tres cuerpos abrigados que la rodeaban. El calor ya no existía en su vocabulario. El sonido
del viento devolvió a sus oídos esa maldita lluvia que no dejaba de
atormentarla desde aquel encuentro con la muerte, pero aun así, logró quedarse
dormida.
Se despertó de repente, no mucho después, cuando notó que
alguien se movía. Sólo había otras dos personas con ella, que también acababan
de salir del mundo de los sueños, Pem y Umba. ¿Dónde estaba Rafa? Les preguntó
a los sherpas si vieron algo, pero el vendaval se llevaba sus palabras y apenas
podía entenderles. Umba señaló en una dirección, y la alpinista les pidió que
no se moviesen, ella iría a buscarlo.
Sus pisadas ya habían sido cubiertas por la nieve, pero afortunadamente
pudo escuchar su voz. Estaba diciendo que… No, estaba gritando. Pedía ayuda.
Iratxe gritó auxilio hacia los sherpas, esperando que la escuchasen, y se
dirigió corriendo hacia la voz de Rafa. Llegó a un risco y no lo vio. ¿Dónde
demonios estaba? Entonces escuchó su voz de nuevo. Miró hacia abajo, y
distinguió un par de manos de tela negra agarradas al borde de la roca. Dios
santo.
La mujer se lanzó rápidamente a sostenerlo, pero en cuanto lo
agarró se dio cuenta de que no sabía si sería capaz de subirlo. Miró hacia
abajo, y vio su cara, asustada, con los copos de nieve y las lágrimas
peleándose por sitio en su mejilla. Ella lo había obligado a acompañarla al
Annapurna, no iba a dejarlo morir. No. Ancló su cuerpo como pudo en la fría
roca y tiró con todas sus fuerzas. Sus brazos estaban a punto de desgarrarse, sus músculos lloraban a más no poder, sus piernas le suplicaban que parase. Pero no lo iba a hacer. Rafa le estaba
diciendo algo, seguramente que le dejase caer, pero la lluvia volvía a inundar
sus oídos y no fue capaz de entenderle. Aun así, tampoco le habría hecho caso.
Vamos Rafa, ya casi estaba. Con un último y hercúleo esfuerzo,
Iratxe fue capaz de subirlo hasta el saliente en el que se encontraba. Al
hacerlo, perdió el equilibrio, y sintió impotente como su cuerpo perdía el
apoyo y se precipitaba hacia abajo. Intentó agarrarse a algo, pero no fue capaz. Toda ella fue recorrida por una sensación que solo había conocido en sus
peores pesadillas. El mundo se hizo jirones a su alrededor mientras caía, su mente no podía asimilar que iba a morir, de que eso era todo.
Quizás fuese porque eso no pasó. Había tenido una suerte
asombrosa, solamente un molesto dolor de espalda, y una lluvia más atronadora
que nunca en su cabeza. Pero nada más. Se apoyó para incorporarse, y miró hacia
arriba. Si Rafa o los sherpas estaban buscándola, iba a serles imposible verla.
No sabía a cuanta distancia se encontraba exactamente de ellos, pero la
ventisca impedía que viese nada.
Así que estaba sola, por su cuenta. Hasta que acabase el
temporal, ninguno de ellos podría bajar a rescatarla. Le había pasado lo imposible, así que tampoco podía quejarse. Cualquier otro no habría sido capaz
de salvar a Rafa ni mucho menos de sobrevivir a la caída. Pero estaba
viva, y Rafa también, y eso era lo importante. Ahora tendría que refugiarse y todo se acabaría solucionando.
Se giró y distinguió una pequeña cueva escavada en la roca. La suerte parecía seguir de su parte. Se adentró en ella rápidamente,
pero no se atrevió a alejarse mucho de la entrada, ya que no se veía nada más
que oscuridad. Sólo le quedaba sentarse y esperar. Otro golpe de suerte más, la
lluvia había parado.
Llevaba años sufriendo ese mal, desde que por un estúpido
banquete de jabalí mal cocinado había contraído triquinosis cerebral. Había
estado al borde de la muerte, pero al ser detectada a tiempo los médicos la
habían salvado. Sin embargo, esa molesta lluvia había nacido desde entonces en su
cerebro, y despertaba cuando le venía en gana para recordarle lo cerca que
había estado de dejar el mundo de los vivos. "Bueno, pues de nuevo, te
he retado muerte. Y he ganado. A ver si ahora me traes con algo mejor que
un sonidito molesto. Puedo con todo".
Intentó dormir, pero no fue capaz, así que se limitó a fijar
la mirada en la roca que tenía delante y a soñar despierta. Y entonces su propio grito retumbó en el interior de la montaña.
¿Qué demonios? Una escafandra de metro noventa había aparecido ante ella,
saludándola como si de un niño pequeño se tratase. Iratxe abrió y cerró los ojos
varias veces, se pellizcó, se pegó una bofetada. Pero seguía estando ahí. No
hacía nada, solo saludaba. Poco a poco, se levantó y acercó su mano con cuidado. Estaba a punto de tocarlo cuando la escafandra respondió moviendo un
brazo, e Iratxe gritó y salió disparada como una bala de cañón.
Corrió hasta encontrarse de nuevo con que el suelo se
acababa. Mierda, estaba en otro pequeño saliente. Quizás si bajase... Se dio la
vuelta, y el susto estuvo a punto de hacerla caer de nuevo. Allí estaba otra vez, la escafandra, pero ya no le saludaba. Esta vez le estaba ofreciendo
algo con la mano, una especie de hoja de papel. Iratxe avanzó de nuevo hacia ella, lentamente. Sus ojos le dijeron que se trataba de un papiro con algo dibujado en él,
su cerebro que lo cogiese y lo mirase, y su corazón y sus piernas que escapase
sin mirar atrás. Finalmente hizo caso a su cabeza, y agarró el papiro. Dios
mío.
El dibujo más realista que había visto en su vida
representaba a Rafa, tumbado sobre la nieve, en una postura imposible. Nadie
podía tener el brazo en esa posición, y las piernas en esa otra, y seguir con vida. Entonces un
río de color rojo empezó a nacer en el papiro. Salía de la cabeza y de
la boca de Rafa, y bañaba la blanca y pura nieve. Antes de que su cabeza fuese
capaz de hilar lo que estaba pasando, las lágrimas ya estaban cayendo de sus
ojos. Miró a la escafandra, y su boca se abrió en un mudo grito. La cabeza de
Rafa estaba allí donde segundos antes se encontraba el casco. El hombre sonrió,
y de un ágil movimiento, su mano se apoyó en su pecho y la inmóvil mujer se
sintió caer de nuevo.
Abrió los ojos, y la lluvia de sus oídos se vio acompañada por sus propios gritos, causados por un dolor inconmensurable que llegaba hasta la punta de sus pestañas. En su vida había sentido tal dolor. Solo quería que acabase, no le importaba como. No podía mover más que un brazo y el cuello, y cada vez que lo
hacía sentía miles de cuchillos incandescentes clavándose en su congelada carne. Tardando lo que le parecieron siglos, logró girar la cara hacia arriba, para poder divisar a Rafa, Pem y Umba
asomados al borde del risco, observándola. Tenía que ser evidente para ellos
que no le quedaba mucho.
No podía jurarlo, pero estaba segura de que sus extremidades estaban en posturas imposibles, de que la nieve bajo su cabeza estaba tiñéndose de rojo. Pero oye, por lo menos, la lluvia estaba desapareciendo. Sí, la estaba dejando tranquila por fin. Como solía decir su abuela: "Nunca llovió que no escampara". "¿En serio mi último pensamiento va a ser un refrán?", pensó mientras su última sonrisa se dibujó en sus labios.
No podía jurarlo, pero estaba segura de que sus extremidades estaban en posturas imposibles, de que la nieve bajo su cabeza estaba tiñéndose de rojo. Pero oye, por lo menos, la lluvia estaba desapareciendo. Sí, la estaba dejando tranquila por fin. Como solía decir su abuela: "Nunca llovió que no escampara". "¿En serio mi último pensamiento va a ser un refrán?", pensó mientras su última sonrisa se dibujó en sus labios.
**************************************************************
"Es feliz el que soñando, muere. Desgraciado el que muere sin soñar."
Rosalía de Castro
No hay comentarios:
Publicar un comentario