domingo, 20 de diciembre de 2015

Nunca llovió que no escampara

Palabras: Escalada, Escafandra, Lluvia, Papiro, Triquinosis

Ya estaba ese dichoso sonido otra vez. Era como una lluvia, como unas gotas repicando en el interior de su oído. Iratxe sacudió la cabeza. Ya pasó. Ahora sólo tenía que preocuparse por el frío, la cara congelada, las capas de ropa que apenas le daban calor, la nieve en los ojos. Hacia arriba sólo podía ver el trasero y las piernas de la menuda Pem, que se movía como un leopardo montaña arriba. Hacia abajo estaba la cara enrojecida de Rafa, al borde del llanto. Pobre, se había retirado del alpinismo, pero la oferta que le había hecho Iratxe era muy tentadora. Más abajo aun estaba el otro sherpa, Umba, que no sacaba los ojos de la nuca de Rafa, como una madre vigilando a su hijo en un parque lleno de desconocidos. Mejor, no se sentiría segura si no sabía que alguien estaba constantemente pendiente de él.

La noche fue espantosa. Iratxe había escalado la mayoría de los ochomiles, pero nunca había sufrido tal ventisca. Se suponía que el resto del grupo debería haberlos alcanzado, pero el tiempo lo hizo imposible, así que tuvieron que acampar los cuatro solos, sin posibilidad de dar marcha atrás. Iratxe apenas sentía la mayor parte de su cuerpo, a pesar de todas las capas de ropa que llevaba encima y de los otros tres cuerpos abrigados que la rodeaban. El calor ya no existía en su vocabulario. El sonido del viento devolvió a sus oídos esa maldita lluvia que no dejaba de atormentarla desde aquel encuentro con la muerte, pero aun así, logró quedarse dormida.

Se despertó de repente, no mucho después, cuando notó que alguien se movía. Sólo había otras dos personas con ella, que también acababan de salir del mundo de los sueños, Pem y Umba. ¿Dónde estaba Rafa? Les preguntó a los sherpas si vieron algo, pero el vendaval se llevaba sus palabras y apenas podía entenderles. Umba señaló en una dirección, y la alpinista les pidió que no se moviesen, ella iría a buscarlo.

Sus pisadas ya habían sido cubiertas por la nieve, pero afortunadamente pudo escuchar su voz. Estaba diciendo que… No, estaba gritando. Pedía ayuda. Iratxe gritó auxilio hacia los sherpas, esperando que la escuchasen, y se dirigió corriendo hacia la voz de Rafa. Llegó a un risco y no lo vio. ¿Dónde demonios estaba? Entonces escuchó su voz de nuevo. Miró hacia abajo, y distinguió un par de manos de tela negra agarradas al borde de la roca. Dios santo.

La mujer se lanzó rápidamente a sostenerlo, pero en cuanto lo agarró se dio cuenta de que no sabía si sería capaz de subirlo. Miró hacia abajo, y vio su cara, asustada, con los copos de nieve y las lágrimas peleándose por sitio en su mejilla. Ella lo había obligado a acompañarla al Annapurna, no iba a dejarlo morir. No. Ancló su cuerpo como pudo en la fría roca y tiró con todas sus fuerzas. Sus brazos estaban a punto de desgarrarse, sus músculos lloraban a más no poder, sus piernas le suplicaban que parase. Pero no lo iba a hacer. Rafa le estaba diciendo algo, seguramente que le dejase caer, pero la lluvia volvía a inundar sus oídos y no fue capaz de entenderle. Aun así, tampoco le habría hecho caso.

Vamos Rafa, ya casi estaba. Con un último y hercúleo esfuerzo, Iratxe fue capaz de subirlo hasta el saliente en el que se encontraba. Al hacerlo, perdió el equilibrio, y sintió impotente como su cuerpo perdía el apoyo y se precipitaba hacia abajo. Intentó agarrarse a algo, pero no fue capaz. Toda ella fue recorrida por una sensación que solo había conocido en sus peores pesadillas. El mundo se hizo jirones a su alrededor mientras caía, su mente no podía asimilar que iba a morir, de que eso era todo.

Quizás fuese porque eso no pasó. Había tenido una suerte asombrosa, solamente un molesto dolor de espalda, y una lluvia más atronadora que nunca en su cabeza. Pero nada más. Se apoyó para incorporarse, y miró hacia arriba. Si Rafa o los sherpas estaban buscándola, iba a serles imposible verla. No sabía a cuanta distancia se encontraba exactamente de ellos, pero la ventisca impedía que viese nada.

Así que estaba sola, por su cuenta. Hasta que acabase el temporal, ninguno de ellos podría bajar a rescatarla. Le había pasado lo imposible, así que tampoco podía quejarse. Cualquier otro no habría sido capaz de salvar a Rafa ni mucho menos de sobrevivir a la caída. Pero estaba viva, y Rafa también, y eso era lo importante. Ahora tendría que refugiarse y todo se acabaría solucionando.

Se giró y distinguió una pequeña cueva escavada en la roca. La suerte parecía seguir de su parte. Se adentró en ella rápidamente, pero no se atrevió a alejarse mucho de la entrada, ya que no se veía nada más que oscuridad. Sólo le quedaba sentarse y esperar. Otro golpe de suerte más, la lluvia había parado.

Llevaba años sufriendo ese mal, desde que por un estúpido banquete de jabalí mal cocinado había contraído triquinosis cerebral. Había estado al borde de la muerte, pero al ser detectada a tiempo los médicos la habían salvado. Sin embargo, esa molesta lluvia había nacido desde entonces en su cerebro, y despertaba cuando le venía en gana para recordarle lo cerca que había estado de dejar el mundo de los vivos. "Bueno, pues de nuevo, te he retado muerte. Y he ganado. A ver si ahora me traes con algo mejor que un sonidito molesto. Puedo con todo".

Intentó dormir, pero no fue capaz, así que se limitó a fijar la mirada en la roca que tenía delante y a soñar despierta. Y entonces su propio grito retumbó en el interior de la montaña. ¿Qué demonios? Una escafandra de metro noventa había aparecido ante ella, saludándola como si de un niño pequeño se tratase. Iratxe abrió y cerró los ojos varias veces, se pellizcó, se pegó una bofetada. Pero seguía estando ahí. No hacía nada, solo saludaba. Poco a poco, se levantó y acercó su mano con cuidado. Estaba a punto de tocarlo cuando la escafandra respondió moviendo un brazo, e Iratxe gritó y salió disparada como una bala de cañón.

Corrió hasta encontrarse de nuevo con que el suelo se acababa. Mierda, estaba en otro pequeño saliente. Quizás si bajase... Se dio la vuelta, y el susto estuvo a punto de hacerla caer de nuevo. Allí estaba otra vez, la escafandra, pero ya no le saludaba. Esta vez le estaba ofreciendo algo con la mano, una especie de hoja de papel. Iratxe avanzó de nuevo hacia ella, lentamente. Sus ojos le dijeron que se trataba de un papiro con algo dibujado en él, su cerebro que lo cogiese y lo mirase, y su corazón y sus piernas que escapase sin mirar atrás. Finalmente hizo caso a su cabeza, y agarró el papiro. Dios mío.

El dibujo más realista que había visto en su vida representaba a Rafa, tumbado sobre la nieve, en una postura imposible. Nadie podía tener el brazo en esa posición, y las piernas en esa otra, y seguir con vida. Entonces un río de color  rojo empezó a nacer en el papiro. Salía de la cabeza y de la boca de Rafa, y bañaba la blanca y pura nieve. Antes de que su cabeza fuese capaz de hilar lo que estaba pasando, las lágrimas ya estaban cayendo de sus ojos. Miró a la escafandra, y su boca se abrió en un mudo grito. La cabeza de Rafa estaba allí donde segundos antes se encontraba el casco. El hombre sonrió, y de un ágil movimiento, su mano se apoyó en su pecho y la inmóvil mujer se sintió caer de nuevo.

Abrió los ojos, y la lluvia de sus oídos se vio acompañada por sus propios gritos, causados por un dolor inconmensurable que llegaba hasta la punta de sus pestañas. En su vida había sentido tal dolor. Solo quería que acabase, no le importaba como. No podía mover más que un brazo y el cuello, y cada vez que lo hacía sentía miles de cuchillos incandescentes clavándose en su congelada carne. Tardando lo que le parecieron siglos, logró girar la cara hacia arriba, para poder divisar a Rafa, Pem y Umba asomados al borde del risco, observándola. Tenía que ser evidente para ellos que no le quedaba mucho. 

No podía jurarlo, pero estaba segura de que sus extremidades estaban en posturas imposibles, de que la nieve bajo su cabeza estaba tiñéndose de rojo. Pero oye, por lo menos, la lluvia estaba desapareciendo. Sí, la estaba dejando tranquila por fin. Como solía decir su abuela: "Nunca llovió que no escampara". "¿En serio mi último pensamiento va a ser un refrán?", pensó mientras su última sonrisa se dibujó en sus labios.

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"Es feliz el que soñando, muere. Desgraciado el que muere sin soñar." 
Rosalía de Castro

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