Palabras: Yihad, Camión,
Fosforescencia, Colágeno, Programada
Iria golpeó la puerta con los
nudillos una y otra vez. Podía escuchar perfectamente la televisión encendida,
pero Itzíar no le respondía. Vamos mujer, si había sido ella, quién había dicho
la palabra, ¿por qué no le abría?
Cansada, anunció en voz alta a que
esperaría a que estuviese lista en el salón, que tenía todo el tiempo del
mundo. Ya tumbada en el sofá, abrió el móvil y vio el último mensaje que le
había enviado su compañera de piso. “Colágeno”.
Esa clave se remontaba a cinco años
atrás, cuando llevaban ya tres viviendo juntas. Prefería no recordar la
situación por la que había surgido, no había sido un buen momento ni de lejos.
Lo importante era que las dos se habían dado cuenta de que necesitaban una
clave, una palabra que decir a la otra que diese entender que se encontraba en
un problema muy importante y necesitaba ayuda. Desde entonces la habían usado
tres veces, y las tres la otra lo había dejado todo y había acudido
inmediatamente al rescate.
Así que esa mañana, cuando Iria vio
el mensaje en su móvil mientras hacía la ruta de reparto con el camión de
Danae, había dejado todo para acudir junto a ella. Desafortunadamente,
sumergirse con un mastodonte como su vehículo en el tráfico de Madrid no
era trabajo fácil, y había tardado una hora en llegar.
Y ahora lamentaba que fuese
demasiado tarde, y que Itzíar hubiese cambiado de idea y haya preferido
guardárselo para ella. La conocía, era lo peor que podía hacer. Si había llegado
al extremo de usar colágeno, era imposible que fuese una tontería.
Dios, ¿por qué no salía? No podía
con los nervios. Sus dedos pulsaban un botón del mando tras otro, sin ser capaz
de atender a ninguno de los canales, y su culo y su espalda se recorrieron el
sofá de cabo a rabo, sin encontrar una postura cómoda. ¿Y si estaba haciendo
alguna locura? ¿Y si no contestaba porque…? No, no sería tan tonta. No,
¿verdad?
Pero le fue imposible sacarse esa
idea de la cabeza, y apenas treinta segundos después estaba aporreando la
puerta de Itzíar con furia. Al ver que seguía ignorándola, hizo aún más fuerza,
e ignorando el dolor que sentía en puños y pies, se dispuso a echarla abajo. La
primera embestida hizo temblar las bisagras, e iba a por la segunda cuando se
abrió.
Semanas después, los nudillos de
Iria volvían a entrar en contacto con la puerta de Itzíar, con más suavidad esta
vez. La voz amortiguada de Itzíar le contestó que no podía salir, que estaba
ocupada, y al preguntarle qué hacía, no recibió respuesta. Miró la hora.
Mierda, tenía que irse, no podía insistir más. Ya lo haría esa noche.
Atrapada con su camión entre los
cientos de coches que abarrotaban las vías de la ciudad, no podía dejar de
pensar en lo que había pasado desde el último “colágeno”. Cuando su amiga por
fin se había decidido a hablarle, le sorprendió ver lo tranquila que estaba.
Tranquila, fría y vacía, eran las palabras que mejor definían ese estado.
Parecía un aburrido profesor de
historia leyendo sus apuntes al pie de la letra mientras le contaba que Kike
había muerto en un accidente de coche. Había contado con consolarla, abrazarla,
cuidarla y hacerle compañía día y noche, pero no fue así. Ella fue la única que
lloró, y durante un tiempo pensó que quizás era normal. El dolor que sentía
Itzíar era demasiado fuerte como para poder expresarlo con lágrimas.
Sin embargo, pronto se hizo
evidente que las cosas no iban bien. A partir del día del funeral, dejó de
salir de casa, dejó el trabajo, dejó de verse con sus amigos. Ellos habían
preguntado a Iria qué le pasaba, por qué los ignoraba, y no sabía que
responderles. Apenas hablaba con ella, solamente le dirigía la palabra para
hablar de la lista de la compra, las tareas y poco más. Incluso a las horas que
no estaba en casa, y con suerte se cruzaban una vez cada dos días. Un
ordenador, una cama y una silla era lo único que existía en el mundo de Itzíar.
Pero ella no se cansaba. Todos y
cada uno de los días llamaba a su puerta, trataba de hablar con ella, incluso
tenía conversaciones que eran escuchadas únicamente por las paredes. Las frases
más largas que recibía de su amiga eran los asuntos de las transferencias
bancarias electrónicas cada vez que hacía falta un pago. Al principio sus
amigos le aconsejaban que le dejase su espacio, que la muerte de su novio era
algo muy duro y que seguramente necesitase asimilarla a su manera. Pero en
cuanto llegaron los tres meses, los consejos cambiaron, y lo que le decían era
que buscase otro piso, que no podía hacer nada, que llamase a un psicólogo.
Iria los ignoraba. No se iba a
rendir. Era su amiga, y no la iba a dejar tirada. Le daba igual que le costase
tres meses superarlo, como si le costaba tres años. Pero no iba a dejarla sola.
Hacía tres meses que había dicho “colágeno”, y en su cabeza, todavía seguía
cumpliendo el juramento que ello conllevaba. Apoyarla, ayudarla, y dejarlo todo
por ella.
Pero el tiempo seguía pasando, y
cada vez estaba menos segura de qué hacer. Tras dos años juntos, Pablo le había
ofrecido mudarse con él, huir del pozo tóxico en el que se estaba convirtiendo
su relación con su mejor amiga. Meses atrás se habría negado, era demasiado
pronto, y no querría dejar a Itzíar sola. Pero ahora las cosas eran distintas,
así que tenía mucho que plantearse.
Día y noche intentaba reunir valor
para contarle a su compañera lo que estaba intentando decidir, pero era muy
difícil. Ya era difícil saludarla como para intentar tener ese tipo de
conversación con ella. Ni siquiera era capaz de atreverse a imaginar cómo contárselo,
ya no la conocía. Pero no fue necesario.
Iria llegó corriendo al piso, sin
cerrar la puerta siquiera, imperiosa por alcanzar el baño antes de que fuese
demasiado tarde. Afortunadamente llegó justo a tiempo, y aliviada, escuchó un
ruido apenas camuflado por el de la lluvia que nacía en su entrepierna. Un
portazo. ¿Itzíar había salido de casa? ¿Qué?
Salió corriendo del servicio sin
apenas limpiarse, colocándose la ropa mientras corría para intentar alcanzarla.
Pero antes de llegar a la entrada, sus ojos se quedaron atrapados en la visión
de su habitación abierta. No podía no mirar qué había dentro. Quizás fuese su
única oportunidad, quizás incluso espiar un poco le ayudase a descubrir qué le
pasaba. Y así fue.
Los ojos de Iria estuvieron a punto
de salirse de sus órbitas al verlo. No podía ser cierto. Había leído que eso
podía pasar, había un par de casos de mujeres así cada poco tiempo en los
periódicos… Pero no podía pasarle a Itzíar. No, a su amiga no. ¿Qué hacía?
¿Llamar a la policía? Eso arruinaría la vida de Itzíar para siempre, tal vez si
la alcanzaba podría convencerla de no hacerlo. No tardó en encontrar colgado en
la pared un mapa de la ciudad, con un círculo pintado con un rotulador fosforescente
rodeando la Puerta del Sol.
Minutos después, Iria saltó a toda
prisa de su camión, sin importarle dejar la puerta abierta. Se estaba dando
cuenta de que era un error no haber llamado a la policía, pero por algún motivo
era incapaz de hacerlo. Pero ella podría parar a Itzíar, podría hacerlo.
Evitó mirar a la gente que paseaba
por la plaza, prefería no verles las caras en caso de… No, no iba a pasar. Se
detuvo un momento, nerviosa, intentando encontrar a Itzíar. Hacía tanto que no
la veía, que lo único que aparecía en su mente cuando pensaba en su nombre eran
esos fosforescentes trazos sobre el plano de Madrid. Entonces fue consciente de
cuánta gente había allí, y de que quizás no sería capaz de salvarlos ella sola.
Así que gritó, gritó lo que sabía, y que llamasen a la policía.
Apenas un par de personas hicieron
caso y huyeron, el resto la miraron con temor, como si de una loca se tratase. Mierda,
tendría que haberlo hecho antes. Cogió el teléfono, lista para llamar, cuando
vio a Itzíar a apenas unos metros de ella, observándola en silencio. Nunca
había visto algo tan… inexpresivo.
Necesitó unos segundos para
asimilarlo, y entonces corrió hacia su amiga. Estaba a punto de agarrarla
cuando un gesto de su mano la instó a detenerse, a apenas un metro de ella. Vio como con
la otra Itzíar sostenía el detonador, así que no se atrevió a moverse. No
quería asustarla, no quería provocar que hiciese algo de lo que arrepentirse. Así que sólo se le
ocurrió una cosa que decir.
-¿Colágeno?
La expresividad regresó a Itzíar
durante unos instantes, unos segundos durante los cuales Iria creyó haberlo
logrado. Pero entonces una solitaria lágrima se deslizó hacia los labios de su
amiga, y sus ojos se desviaron al detonador. No… Iria hizo lo único que se le
ocurrió, lanzarse contra ella, y de repente todo era fuego, dolor, y un grito
que resonó en sus oídos antes de que su conciencia se sumiese en la nada.
-¡Al·lahu-àkbar!
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"Sólo se muere una vez. ¡pero por tan largo tiempo!"
Molière
Molière