lunes, 11 de julio de 2016

Verde y azul, y más

Palabras: Película, Cámara de fotos, Asesino, Campeonato, Bosque
|Continuación de Verde malaquita y Azul indignado|

Marta se sumergía en ese bosque de gente que eran las calles de Barcelona, haciendo lo posible por retener sus lágrimas. Todo el esfuerzo malgastado en encontrarlo había sido en balde, todo por culpa de una ilusión estúpida propia de una película de Disney. Chocó contra un hombre que caminaba a toda prisa hacia ella, y se agacharon los dos para recoger la carpeta que había caído de sus manos. Él le pidió disculpas, pero ella no fue capaz de articular palabra ninguna a cambio. Una fotografía se había caído de su carpeta, y unos indignados ojos azules le devolvían la mirada, enmudeciéndola por completo.

Esos mismos ojos observaban horas después con curiosidad el jabalí estampado en el paraguas que acababa de encontrar junto a la puerta de su casa. Carlos se dispuso a coger su teléfono para llamar al número que había en la etiqueta, pero se lo pensó dos veces. Estaba hambriento, no le apetecía nada hablar con un desconocido en ese momento. Quizás al día siguiente.

Marta estaba tumbada sobre su cama, boca arriba, sosteniendo con delicadeza la fotografía, intentando establecer una conexión con esos ojos azules. No sabía por qué, quizás podría sentir alguna especie de cierre, una despedida. Suspiró. Menuda patraña, quizás veía demasiado la tele. Intentó dormir, pero no fue capaz. Sólo quería encontrarse de nuevo con esa familia feliz de ojos verdes y azules que habitaba en sus sueños, nada más. Lo necesitaba. Pero todo lo que consiguió fueron horas de vueltas en la cama, sudor y miles de pensamientos paseándose por su mente.

A varios kilómetros de allí, la noche de Carlos no era muy distinta. No entendía qué pasaba, nunca tenía problema para dormirse, sumergirse en sus recuerdos y encontrarse con ese par de ojos verdes de verano. Sentía ganas de llorar, de gritar, de arañar las paredes. Sólo quería verla, era lo único que tenía en su vida, no podían arrebatárselo. Se sentía como si alguien hubiese sido el asesino de sus sueños, alguien que había cometido el crimen perfecto y a quién jamás podría hacérselo pagar.

Marta se levantó con el sonido de la vajilla desde la cocina. No había dormido nada, pero sabía que a su tía no le haría ninguna gracia que se pasase la mañana en la cama. La mujer, después de observar asustada sus enormes ojeras, le preguntó dónde había dejado el paraguas de Olivia. ¿Qué paraguas? Oh, mierda… Recordaba dejar el paraguas y la carpeta mientras timbraba donde creía que vivía Carlos, y al ver que no contestaba, sólo había recogido la carpeta…
Al mismo tiempo, Carlos escribía en su teléfono el número que había encontrado en la etiqueta del paraguas con el jabalí estampado. Nada, no cogía nadie. Probaría en un rato.

Mientras Marta prometía a su tía que volvería con el paraguas, que recordaba dónde lo había dejado, las dos escucharon como sonaba el teléfono. La mujer fue a cogerlo, pero llegó demasiado tarde. Número desconocido le dijo a su sobrina. Quizás debería devolver la llamada, podría ser algo importante. Marta le aconsejó que no lo hiciese, si era importante volverían a llamar. Se puso los auriculares y se sumergió de nuevo en el bosque barcelonés, camino a un lugar al que habría preferido no volver nunca.

Carlos volvió a llamar unos minutos después, y esta vez una mujer cogió el teléfono. Se ofreció a ir ella misma a buscar el paraguas, pero tras preguntarle su dirección se ofreció a llevárselo el mismo. No le apetecía mucho, pero le quedaba de camino para ir a la tienda de móviles que necesitaba.

Marta caminaba con los ojos fijos en el suelo, juzgando los zapatos de la gente, mientras se sentía embriagada por la música que escuchaba. Hasta que, de repente, Somebody Told Me se detuvo para dejar sonar el tono predeterminado de su teléfono. Su tía. Suspiró. Querría recordarle que por la tarde tenía que ir al campeonato de patinaje de Olivia. Qué pesada llevaba toda la semana con el tema, por dios, no se le iba olvidar. Colgó, no le apetecía que le lo repitiese por milésima vez. Si preguntaba luego, le diría que estaba ocupada y pista.

Carlos estaba nervioso mientras subía las escaleras de ese edificio desconocido. Podría ser una tontería, pero no le gustaba nada tratar con desconocidos. Aunque fuesen un par de palabras. Se sorprendió a si mismo incluso, por haberse ofrecido a ir hasta allí. Pero bueno, ya no había marcha atrás. Le esperaba una puerta entreabierta, pero aun así la golpeó con los nudillos. Ni de coña iba a meterse sólo en una casa desconocida.

Marta, cansada de pulsar una y otra vez el mismo botón del telefonillo para de nuevo no recibir respuesta alguna, probó con otros pisos. Un “¡Cartera comercial!” fue suficiente para que una amable señora le abriese el portal. Subió al trote las escaleras para encontrarse con que el paraguas ya no estaba allí. Mierda, su tía la iba a matar…

Carlos se sorprendió cuando fue recibido por una niña de unos… ¿Siete? ¿Cinco? ¿Cuatro? Se le daba fatal calcular edades de niños. Tartamudeando, le preguntó si estaba su madre en casa, a lo que respondió que estaba en el baño. Bueno, daba igual, se lo podría dar a la niña igualmente. Mejor, así se ahorraba que le tocase alguna de esas señoras a las que les encantaba hablar. Le preguntó si le sonaba el paraguas, y la pequeña respondió que sí, que era suyo. Y entonces se quedó pensativa, mirándolo fijamente, y Carlos se sintió muy incómodo.

En apenas un par de días volvería a casa. Era lo único en lo que podía pensar Marta mientras sacaba foto tras fotos de la pequeña Olivia ansiosa por usar sus patines. ¿Pero qué haría al volver? ¿Habría espacio en la vida de Gabriel para ella? Y lo más importante, ¿de verdad quería ella que lo hubiese? Que no hubiese encontrado al chico de sus sueños no implicaba que sus sueños no pudiesen cambiar. Oh, era el turno de Olivia, mejor ponerse en otro día para fotografiarla mejor.

Carlos estaba muy confuso. Aquella extraña niña, a cambio del paraguas con el jabalí, le había entregado una arrugada foto suya, con su dirección, y le había dicho que debería acudir esa misma tarde a su torneo de patinaje. Debería haber esperado para hablar con su madre del tema, para averiguar de que iba todo aquello, pero en el momento había decidido irse. Podría haberla llamado, lo sabía, pero algo le decía que no tenía nada que ver con aquella mujer. Y se había planteado pasar de todo, claro, pero allí estaba, observando como un montón de niños presumían de sus torpes dotes sobre ruedas.

A Marta estuvo a punto de caérsele la cámara de fotos de las manos. ¿Había visto…? No podía ser. Se olvidó completamente de su prima, y buscó la última foto sacada con la cámara. Zoom. Zoom. Más zoom. Allí estaban. Bajo ese flequillo rizado, unos confusos ojos azules observándola. Alzó la mirada.

Carlos no tenía ni idea de que estaba buscando. No conocía el sitio, y nadie le resultaba familiar excepto por la niña que acababa de salir a la pista de patinaje. Miró para todas partes, y se quedó mirando para una chica cuya cara estaba oculta por una cámara de fotos de esas negras tan buenas. Oye, pues no estaba mal la muchacha. A ver si podía verle la cara. Pero ella tenía otra idea, y su melena dorada cayó sobre su rostro cuando se agachó para comprobar algo en la cámara. Y entonces, cuando Carlos ya iba a apartar la mirada para dejar de sentirse un acosador, ella alzó la cabeza y sus ojos se cruzaron. No podía ser. Hacía siglos que no veía ese color fuera de sus sueños. Verde malaquita.

Los pies de Marta se fundieron con el suelo durante unos instantes, siendo incapaces de reaccionar. Y sus ojos no podían enfocar nada que no fuesen los ojos azules de aquel chico, que ahora tenía la boca abierta de la sorpresa. Supuso que la suya tendría el mismo aspecto. Y se echó a correr. Esta vez, no había nada en ese bosque de personas que la rodeaba que pudiese interponerse en su camino.

Carlos la vio, corriendo a toda prisa hacia a él, pero no fue capaz de moverse. No era capaz de asimilarlo. El asesino de sus sueños estaba ante él. Y no podía odiarlo. Era todo lo que siempre había soñado, literalmente. Literalmente, y más.

Y allí estaba él, parado ante ella.

Y allí estaba ella, parado ante él.

Todo pasó entre ellos como en un buen libro, o como en una no tan buena película. Sueños de presente y futuro se habían encontrado, y se habían asesinado entre ellos, para dejar lugar al presente. Al único y bendito presente. Y los sueños se hicieron realidad. Y la realidad asustó. Pero gustó. Los dos se miraron, y el verde y el azul se hicieron indistinguibles uno del otro. Era tal como lo recordaba, y más. Era tal como la recordaba, y más. Y eso también dio miedo.

Los dos se giraron, espalda contra espalda. ¿Y si los sueños, sueños son? ¿Y si se había engañado? ¿Y si era mejor la ficción que la realidad? ¿Y si no era más que el final de la primera mitad de la película, en la que todo saldría mal? ¿Valdría la pena arriesgarse? Quizás no, pero, ¿quién sabe? Ellos eran los guionistas, los directores y los actores. Y a ellos les correspondía descubrirlo. 

Así que, de nuevo, verde y azul se fundieron, y eso fue todo, y más.


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"No hay realidad que no nazca de un sueño." 
Autor desconocido