sábado, 26 de marzo de 2016

La historia de un hombre que no se conformó con podar bonsáis

Temática: Hombre y naturaleza

Palabras: Planta, Arena, Parásito

Takahiro miró hacia atrás, cansado. Apenas se podían vislumbrar ya sus profundas pisadas, engullidas ansiosamente por la fina arena. Sus ojos le dolían, atacados por el sol, al igual que su piel, seca por el calor, y que sus huesos, desgastados por la edad. Sí, todo le dolía, pero no iba a salir una sola queja de su boca. Ese dolor era parte de él, y lo había aceptado hacía tiempo ya. Además, estaba convencido de que estaba llegando a su destino por fin, así que no importaba. Ya casi estaba.

Además, a pesar de todo, se sentía fuerte. Estaba bastante seguro de que muy pocos septuagenarios podrían presumir de hacer lo que él. Mientras ellos estaban postrados en sus camas de hospital, reuniendo todas sus fuerzas para corretear tras sus nietos, podando sus bonsáis o echando silenciosas partidas de shōgi. ¿Y él? Él estaba en otro continente, viviendo la última aventura de su vida en el desierto del Sáhara. Y no sólo eso, sino que estaba ofreciendo su vida a algo que para él era un propósito mayor que él mismo, y no podía ser más feliz.

Efectivamente, no podía ser más feliz mientras carraspeaba para aliviar su reseca garganta, mientras los granos de arena se paseaban por las partes más íntimas de su cuerpo o mientras sus articulaciones sufrían como si les estuviesen pegando la paliza de su vida. Qué más daba, seguía pensando. Para lo que quedaba… Sintió entonces unos retortijones en el estómago. Los pequeños tenían hambre. Bueno, a ellos tampoco les quedaba mucho, así que tendrían que aguantarse.

Horas después, Takahiro empezaba a arrepentirse. No llegaba a su destino, y esos movimientos en su tracto digestivo no le dejaban en paz. Sólo quería que se acabase todo de una vez. En parte se sentía mal porque no estaba tomando una decisión solamente para sí mismo, sino también para sus pequeños huéspedes intestinales. Pero no podían quejarse, había dedicado los últimos años de su vida a ellos sin pedir nada a cambio. Todo lo contrario realmente.

Sus hijas habían estado totalmente en contra. Normal, si lo pensaba bien. Si Momoko o Ryōko le dijesen que se iban a… Una nube de arena naciendo en el horizonte le impidió decidir qué pasaría. Llevaba tiempo suficiente en el desierto como para saber que no era natural, y para darse cuenta que se dirigía hacia él. Estaba seguro de que no eran quienes podían estar buscándole, así que lo más inteligente sería posar su cansando trasero en el mullido suelo y esperar.

En apenas unos minutos ya estaban ante él. Takahiro siempre había pensado que los tuareg iban acompañados de una majestuosidad que nadie esperaría encontrar en el desierto, y al verlos tan de cerca lo confirmaba. Era un grupo de una docena de hombres con sus respectivos dromedarios, ataviados con un turbante azul que apenas poco más que sus ojos. Uno de ellos, el que parecía el líder de la partida, descendió con agilidad de su montura y se acercó al anciano.

Confundido seguramente porque el nipón llevaba un ropaje similar al suyo, le saludó en su idioma. Al comprobar que no le entendía, probó con el francés, y Takahiro negó con la cabeza. Entonces vio como el tuareg hacía un gesto al grupo, y de entre ellos emergía una menuda figura. Hasta que se encontraba a un par de metros de él y vio que llevaba la cara descubierta, no se dio cuenta de que era una mujer, la única que parecía encontrarse entre ellos.

Ella le habló en un simple inglés adornado con su exótico acento, y Takahiro asintió. Sí, la entendía. La joven se lo comunicó a los hombres, y recibió unas órdenes que enseguida transmitió al cansado anciano. Que se descubriese la cara. Vale, querían comprobar cuánto tenía de extranjero. Y en cuanto lo descubriesen… Pero bueno, tenía que obedecer.

En cuanto se destapó, pudo sentir los doce pares de ojos recorriendo sus evidentes trazos asiáticos. Y como poco a poco asimilaban la información. La traductora dio un par de pasos hacia atrás, y el líder en cambio se adelantó de golpe. A Takahiro ya le habían contado como iba el asunto, así que no se resistió, y permitió que el hombre lo inmovilizase, lo descalzase bruscamente y que examinase su planta del pie. Ni siquiera se molestó en ocultar su expresión de asco, pero no pasa nada. Lo entendía. Era difícil de comprender. El hombre lo soltó enseguida, le lanzó una cantimplora y se dio la vuelta para montarse de nuevo en su dromedario. En unos minutos se habían convertido de nuevo en poco más que una nube de arena.

Antes de calzarse, Takahiro no pudo evitar mirarse la planta del pie. Hacía tiempo que no se fijaba, la verdad, pero ahí seguía estando. Una alargada y fina cicatriz que la recorría diagonalmente casi por completo. La marca que lo identificaba como un loco para la mayor parte de la población. Y es que, ¿qué podía decir? Si hace años le hubiesen dicho de dejarse infectar por unos parásitos para salvarlos de la extinción, habría preferido mil veces pasar la vejez podando sus bonsáis.

Pero con la muerte de su amada Miyuki… Podía decirse que su percepción de la vida y la muerte, de la naturaleza misma y su responsabilidad sobre ella, había cambiado por completo. Su esposa había pasado años regentando un refugio de animales de forma completamente gratuita, y jamás la había comprendido. Hasta el momento en que la vio allí, tendida sobre el hielo seco en ese frío ataúd, con sus muertos dedos buscando un apretón que jamás iba a recibir… Algo había hecho click en su interior, y lo había comprendido. Demasiado tarde, quizás, pero a tiempo para perpetuar su legado.

Con ayuda de sus hijas había mantenido el refugio, pero pronto se le antojó insuficiente. Necesitaba hacer más, mucho más. Pero su trabajo como un chupatintas más de una oficina cualquiera de Osaka le impedía hacer todo lo que el querría. Hasta el momento en que llegó su jubilación. Había buscado mil formas de colaborar, pero su pensión tampoco era nada del otro mundo. Hasta que lo había encontrado. Solamente necesitaba pagar un billete hasta Rabat, y a partir de allí la organización se haría cargo. En aquel momento le había parecido la mejor forma de honrar a Miyuki. ¿Sacrificar su integridad física por mantener con vida a una especie? No le habría extrañado nada que ella le hubiese ido con esas.

Y allí llevaba diez años, conviviendo con un grupo de locos, como los llamaban sus hijas, y unas pequeñas criaturas en su interior, en un poblado al sur del Sáhara. Estarían locos pero no eran tontos. Esos frágiles parásitos eran incapaces de infectar a nadie bajo un ambiente tan seco, así que allí no había riesgo de que entrasen en alguien que no se hubiese ofrecido voluntario.

A lo largo de esa última década había presenciado a docenas de personas ir y venir, dejando que aquellos incomprendidos seres penetrasen por una apertura en su planta del pie para que se alojasen en su tracto digestivo, y arrepintiéndose poco después. Pero él no. Él era una de las pocas constantes en el campamento. Hasta ahora. Era demasiado mayor, le habían dicho. Llevaba dos infartos y un fallo renal, lo mejor para él sería olvidarse de eso, volver al mundo civilizado y despedirse de su familia. Pero se había negado. En cuanto había llegado al desierto, ya había asumido su destino.

Así que allí estaba, vagando, cada vez más lentamente, por ese océano de arena. Había dejado la cantimplora atrás, a pesar de que agradecía a los tuaregs el detalle, no necesitaba ese té para nada. Sus huesos no podían más, pero su corazón y su cerebro se negaban a hacerles caso.

Hasta que se topó con un pequeño cactus, un cactus que crecía solo y sin nadie que le enseñase a ser un cactus en medio de la nada. Se tumbó bajo su corta sombra y cerró los ojos. Sí, este sería un buen sitio. No era más que otra solitaria criatura que necesitaba su ayuda, y ¿qué mejor alimento que un anciano que necesitaba algo por lo que morir? Una vocecita en su interior le llamó loco.

-Sí, seré un loco. Pero yo he elegido ser un loco, y he elegido morir como un loco. Así que déjame dormir.

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"Tengo una pregunta que a veces me tortura: estoy yo loco o los locos son los demás." 
Albert Einstein

martes, 8 de marzo de 2016

En el aleteo de una libélula

Temática: Crítica al capitalismo

Palabras: Libélula, Ginseng, Epíteto

Aunque el aire amenazaba con dejar caer su gorra en lo más profundo de las estepas de la inmensa China Popular, el estruendo provocado por el movimiento de las hélices de la tambaleante bañera de hierro que era el helicóptero en el que volaba no lo ensordecía como a sus compañeros. No, más bien podía decirse que lo arropaba. La mente de Raúl se dejaba bañar por él, se dejaba llevar por esa mezcla de ruido y viento a lo más recóndito y feliz de sus recuerdos, a aquellos días de verano en esa pequeña aldea del interior gallego.

Rememoraba la luz del sol cegando sus ojos, el sabor de las peras recién caídas, los pequeños saltamontes intentando huir de la prisión que era su mano, el característico olor del calor en la hierba... Y, con especial cariño, ese sonido tan similar al que inundaba sus oídos en ese momento, que solía pasearse cada amanecer y atardecer fugazmente entre las plantas de perejil y romero que crecían a la vera de la sencilla casa de sus abuelos.

Sus pensamientos se veían acariciados por las fuertes y arrugadas manos de su abuela posándose en su hombro, mientras su rasposa voz, cansada por los años, le indicaba que observase atentamente a esa pequeña y esbelta figura que se paseaba ante él. Helicóptero, lo llamaba su abuela, cuya anciana mente había olvidado ya el nombre por el que la conocía en su juventud. Como siempre, la libélula no tardó en desaparecer de su vista, esta vez cuando una gran sacudida lo sacó de sus ensoñaciones. 

El sonido de las alas metálicas se vio acompañado por los gritos de sus compañeros de viaje, mientras el piloto pedía que mantuviesen la calma. Raúl no sabía si se debía a que realmente era más valiente de lo que jamás habría pensado, o si simplemente no era capaz de asumir que quizás estuviese a punto de perder la vida, pero su garganta se mantuvo en silencio y su cuerpo no se movía más de lo imprescindible para no precipitarse al vacío.

Minutos después, el hombre se encontraba sentado sobre la seca hierba mientras escuchaba Sean, el piloto, juraba en un incomprensible inglés con acento australiano intentando reparar el helicóptero que a duras penas había conseguido aterrizar. A un par de metros de él, Helena, su fotógrafa y compañera de trabajo, y Hu Meiyu, la intérpetre, discutían entre susurros a saber sobre qué.

Raúl se incorporó y sus ojos se volvieron a fijar en el poblado que se distinguía a un par de quilómetros de allí, y supuso que estarían debatiendo si ir allí a por ayuda o no. En su opinión, no tenía pinta que la gente que viviese en esa rústica población pudiesen ayudarles mucho. No, lo que él esperaba era que Sean arreglase rápido el helicóptero de las narices para poder volver a su trabajo. Ser periodista de la revista científica Epíteto Específico no es que le resultase muy rentable, y menos aún si no conseguía siquiera el material para el artículo que le habían pedido, Saiga tatarica, sobre las manadas de los susodichos antílopes que estaban desapareciendo de manera apabullante en el país.

Pero ya fuese gracias al karma o a Murphy, horas después los cuatro viajeros se encontraban a las puertas de una de las desgastadas casas de la aldea, con los nudillos de Meiyu golpeándola con suavidad en busca de ayuda. Era la tercera puerta a la que llamaban, y estaban empezando a sospechar que el pueblo había sido abandonado hacía tiempo.

Mientras aguardaban con impaciencia, Raúl se fijó en que Helena no pudo evitar sacar su cámara y fotografiar unas pequeñas plantas con unos extraños racimos de bayas rojas que crecían junto a la vivienda. Meiyu dijo que deberían probar con otra casa, que esa también parecía abandonada, pero Raúl la detuvo y señaló a las plantas. Sean lo ignoró, pero sus compañeras tardaron apenas unos segundos en fijarse en lo mismo que él. Alguien las estaba cultivando, no se trataba de plantas salvajes. Meiyu de hecho las identificó, Panax ginseng, cuyas raíces solían usarse a lo largo de China para preparar gran variedad de remedios medicinales.

Habiendo comprobado su teoría, Raúl volvió a la entrada de esa casa y golpeó la puerta con fuerza, hasta que la traductora lo detuvo y le indicó que prestase atención. El periodista agudizó sus oídos y sonrió. Podía oírse como unos ligeros pies se arrastraban por la madera al otro lado de la puerta.

Resultaba que no se trataba de una aldea abandonada al fin al cabo. Unas cuantas familias, lo que venían siendo sobre unas cuarenta personas, vivían ocultos en esas casas que parecían abandonadas. Lo que más llamó la atención a Raúl fue que una gran parte no eran más que niños. Meiyu se comunicó con ellos como pudo, ya que apenas media docena de ellos tenían ciertas nociones de mandarín, y transmitió a los demás que se negaban a dejarlos a la intemperie, que prometían acogerles entre ellos el tiempo que fuese necesario.

Y el tiempo que fuese necesario se había convertido en una larga, extraña y quizás exótica semana. Tras la primera noche, dos de los hombres del poblado habían partido a pie con Sean y Meiyu en busca de la ciudad más cercana, en la que esperaban encontrar cobertura y ayuda. En cambio, Raúl y Helena se habían quedado allí, en parte porque sabían que solamente entorpecerían su viaje, y en parte porque sentían una enorme curiosidad por ese grupo de gente que parecía haberse distanciado de la civilización por decisión propia.

En un principio su estancia se había visto definida por la falta de comunicación y el asombro de los niños que nunca habían visto a ningún extranjero, pero el internacional lenguaje de los gestos resultó ser tremendamente eficaz, como siempre, y los pequeños olvidaron pronto la sorpresa. Pero ellos dos no. Las cámaras que había en el equipaje de Helena trabajaban sin descanso, intentando almacenar cada ápice de su vivencia. Las mañanas trabajando en los huertos, las tardes de juegos fruto de la desbordante imaginación de los niños, las noches bebiendo ginseng preparado de mil formas distintas.

No les faltaba de nada. Raúl no podía sino conmoverse al ser consciente de que esa gente no tenía nada, y de alguna manera se las apañaban para darles todo. Comida, bebida, un lecho en el que dormir, entretenimiento. Y era consciente de que si hablasen su mismo idioma, tenían cientos de historias que compartir, con las que podría alimentar quilómetros de libros hasta que el planeta se quedase sin tinta para contarlas. Sí, había sido una larga semana, pero cuando escucharon el aleteo de una libélula gigantesca sobre sus cabezas, se dio cuenta de que no podía haber sido más corta.

No fue hasta que se habían despedido entre besos y abrazos que todos y cada uno de sus acogedores hospedadores y habían subido en un gran helicóptero con la bandera China en su costado, que Meiyu les contó su historia. Hacía una treintena de años, una empresa estadounidense se había asentado en el valle, dando trabajo, o más bien, esclavizando, tanto a adultos como a niños por un dinero que apenas les llegaba para subsistir, pero que era lo único que tenían. Aunque les pareciese mentira, para ellos era la panacea económica, nunca habían tenido tales riquezas en su haber.

Como siempre, el trabajo atraía trabajadores, y la población había crecido poco a poco a lo largo de los años. Pero unos cinco años atrás, la empresa había visto que trasladar la producción a Camboya les salía mucho más barato, y allí se habían ido de un día para otro. ¿Qué más daba que dejasen a todas esas familias a su suerte, sin trabajo ni dinero? La mayor parte de la población había acabado emigrando a otras villas o ciudades en las que buscarse la vida, y los que los habían cuidado estos últimos días eran los pocos que habían preferido quedarse, subsistiendo con su esfuerzo, su imaginación y sus plantas de ginseng.

Aún no habían aterrizado, el zumbido de la libélula seguía retumbando en sus oídos, y ya tenía pensado hasta el título del artículo. Panax ginseng, para seguir la tónica de Epíteto Específico. Esperaba que la revista le dejase publicarlo, y que llegase a toda la gente posible. Tenía que saberse. El mundo tenía el derecho, la obligación de conmoverse con esa historia. Tenía que hacer lo posible por ayudar a esas personas que lo habían cuidado como si fuese uno más, tenía que ser para ellos algo más que esa libélula que aparece y desaparece en un instante de tu vida.

Ya lo tenía casi listo. Solamente le quedaba repasar la ortografía y encajar las fotografías que había seleccionado de Helena, y ya podría enviarlo a la redactora jefe. Estaba inmerso en una intensa lucha con Word para darle el formato que quería a una imagen de esas llamativas bayas rojas de ginseng cuando recibió la llamada. Era una importante editorial. Habían oído su historia, y querían que pasase de un simple artículo para Epíteto Específico. Querían que publicase un libro con ellos, basado en hechos reales, contando las desavenencias de ese pequeño poblado del noroeste de China. Las cifras eran…

Raúl pidió que le diesen un par de días para pensárselo. El artículo ya casi estaba, en una semana podría volverse viral por toda la red y ayudar a toda esa gente mucho antes que cualquier libro. Eso era lo que él quería, no necesitaba embolsarse una enorme cantidad de dinero, lo justo era lo mismo que habían hecho ellos, ayudarles sin pedir nada a cambio, simplemente por el hecho de hacer algo bueno. Volvió a observar todos esos ceros seguidos del símbolo del euro que había apuntado en la esquina de un papel, cogió el teléfono de nuevo y llamó a Helena.

-Oye, ¿qué opinas de “En el aleteo de una libélula” como título de un libro?


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"Poderoso caballero es don Dinero." 
Francisco de Quevedo

martes, 1 de marzo de 2016

A prueba de balas

Palabras: Oculto, Apocalipsis, Supervivencia, Ruinas, Salvación

Cuando Eve Drumont era una niña pequeña, solía jugar con las muñecas que confeccionaba su madre adoptiva en sus ratos libres. Le encantaba vestirlas, peinarlas, pasearlas por toda la casa. Había algo en esa promesa de tratarlas con sumo cuidado que le hacía sentirse importante, como si fuese la única persona lo suficientemente delicada como para que se le permitiese usarlas.

Ahora, con más de veinte años a sus espaldas, apenas era capaz de recordar esa sensación. Sobre todo en momentos como este, cuando podía notar con se rompían los huesos del puño que golpeaba su estómago. Su piel podía ser más densa y resistente que un muro de piedra, pero seguía teniendo un sistema nervioso que no le permitía olvidar qué era el dolor. Aun así, estaba tan acostumbrada a ello que apenas necesitó unos segundos para recuperar el aliento y que la suela de su bota besase la cara del atacante.

Eve se giró rápidamente, pero no tanto como para evitar que la hoja de la navaja del otro atracador se doblase al intentar hundirse en su carne. Aprovechando el estupor de éste, le rompió la nariz de un codazo y, con una entrenada floritura, se colocó tras él, lo inmovilizó, cogió las esposas que llevaba enganchadas en el cinturón y ató una a una de sus muñecas y la otra a la metálica barandilla que separaba la acera de la carretera.

Escuchó entonces un grito proveniente de la mujer que acababa de rescatar de ser robada, y corrió hacia ella pensando que el otro ladrón había ido a por ella. Pero no, la anciana solo la estaba alertando de la huida del malhechor. Un superhéroe de los del cine habría ido corriendo tras él, o incluso volando, y lo habría detenido. Pero Eve no lo era. Así que se limitó a mirar a la mujer, sentada en el suelo, abrazando su bolso mientras la lágrimas manaban bajo el amparo de las lentes de sus gafas, y le indicó que debería llamar a la policía.

La anciana necesitó que se lo repitiese un par de veces para reaccionar. Sus sentidos no daban para mucho, para ellos solo existía la intimidación causada por esa esbelta joven enfundada en cuero negro, cuya identidad ocultaba con un antifaz. Esa indómita figura de larga cabellera negra que acababa de salvar lo poco que tenía, quizás hasta la vida. Logró marcar el número de emergencias con unos dedos temblorosos, y tartamudear una petición de ayuda. En cuanto colgó la llamada, cerró los ojos, suspiró y se dispuso a dar las gracias a su heroína, pero ésta ya se había desvanecido en la noche.

Minutos después, en un pequeño y húmedo cuarto de baño de un desvencijado apartamento del Londres más profundo, esa misma heroína se encontraba arrodillada sobre el retrete, vomitando entre gemidos lastimeros. Hacía tiempo que no le golpeaban muy fuerte, y la pelea de esa noche no había consistido precisamente en una barra libre de caricias. ¿Qué sentido tenía poseer una piel indestructible si no podía evitar el dolor?

Eve se incorporó con cuidado, temblorosa, y se secó las lágrimas mientras tiraba de la cisterna. Poco a poco se acercó al espejo, se quitó la cazadora de cuero y levantó la camiseta negra. Como siempre, ni una sola marca que correspondiese al daño que le habían hecho. Se quitó el antifaz y la peluca negra, y se lavó la cara una y otra vez tras enjuagarse la boca para librarse de ese dichoso regusto a bilis.

Se miró al espejo, y unos ojos castaños inyectados en sangre y a punto de ser ocultados por un largo flequillo pajizo le devolvieron una mirada inmensamente cansada. Cada vez que veía esos ojos recordaba a su familia. Siempre habían sido el recordatorio de que no pertenecía a ella de verdad. Decenas de fotos con cuatro pares de ojos verdes rodeando los suyos, haciéndolos destacar, haciendo evidente que no era como ellos. Nunca le habían ocultado que había sido adoptada, y nunca la habían tratado como si no fuese una hija o una hermana de segunda categoría, no. Todo lo contrario. Pero sus ojos no podían evitar ser castaños, no podían evitar ser distintos y recordárselo cada día.

A pesar de todo, era consciente que todos sus problemas por el color de sus ojos no eran más que tonterías empolladas en el mismo huevo que la edad del pavo. En un año, quizás dos, se le habría pasado, y se habría dado cuenta de que no era más que una gilipollez, que era una más de la familia y que siempre lo había sido. Pero no tuvo la oportunidad. Y es que sus ojos no eran el único recordatorio de que no era una más, de que era distinta. Para ello contaba también con una piel a prueba de balas.

No siempre había sido así. Recordaba haber tenido heridas de pequeña, despellejarse las rodillas jugando en la arena del parque, cortarse con hojas de papel, decenas de moretones jugando al baloncesto, los arañazos en la espalda de un primer novio hecho un manojo de nervios. No, su infancia y su adolescencia habían sido completamente normales. Dentro de lo que cabe, al menos. Pero todo había cambiado poco después de cumplir los dieciocho años.

Era pensar en aquella noche, y el calor y el sufrimiento se extendían desde lo más recóndito de sus pensamientos, alimentándose de los otros recuerdos como aquel incendio lo había hecho del oxígeno. Oliver, su hermano mayor, había salido con sus amigos, así que solo quedaban en casa ella, sus padres y el pequeño Casey, que de aquellas apenas tenía unos catorce años. Eve nunca supo cómo empezó el fuego. Se había despertado escuchando los gritos de su hermano menor, y entonces había visto el humo colándose por debajo de la puerta de su habitación. A partir de ahí, todo era borroso, confuso e increíblemente doloroso.

Columnas de fuego la rodeaban, y el humo le impedía respirar con normalidad. Podía vislumbrar a sus padres al otro lado de las llamas, gritando de terror y ordenándole que corriese, pero se había quedado inmóvil. Tampoco era que tuviese forma de escapar. Sintió como el humo intentaba conquistar sus pulmones, como todo se iba volviendo negro y más negro en sus ojos, como el calor se apoderaba de ella, como el fuego se prendía en su ropa… El dolor… Nunca nada le había dolido tanto. Había gritado, había sabido que iba a morir, y no quería, era demasiado joven, era…

Había llegado un punto que había dejado de sentir nada. Lo siguiente que recordaba era despertarse con la luz solar dándole de lleno en los ojos, y lo que le costó asimilar lo que estaba pasando. Guardaba la imagen del bombero boquiabierto al encontrársela desnuda, sin pelo y cubierta de ceniza, pero físicamente ilesa. No tenía una sola quemadura, un solo rasguño, ni una sola marca que reflejase que el apocalipsis bíblico se había paseado por su casa. La habían ayudado a levantarse y la habían llevado a una camilla, pero los paramédicos no habían sabido que hacer. Nunca se habían encontrado con algo así.

Oliver estaba allí, abrazado por su novia, mirando fijamente a las ruinas que apenas horas antes era su hogar. Los dos estaban llorando, y parecía que lo habían hecho durante horas. Y solo con verlos supo que no era simplemente por ella. Ni Casey ni sus padres habían logrado salir con vida, solo ella había sobrevivido a las llamas, solo ella había tenido la oportunidad de superar esa escena dantesca en la que se había convertido su vida.

Eve se había zafado de los aun estupefactos paramédicos y bomberos para reunirse con su hermano. Era el único que podría acompañarla en su dolor, el único que podía entender todo lo que pasaba por su cabeza en ese momento. Pero todo lo que hizo fue gritarle. ¿Por qué ella había sobrevivido y ellos no? Todo era culpa suya. ¿Cómo un ser humano podía estar perfectamente después de haber sido quemado en vida? Habían adoptado a un monstruo, un monstruo que había llevado la desgracia a la familia. Y entonces Eve hizo lo único que un monstruo adolescente asustado podía hacer en una situación como esa. Huir. Escapar lo más lejos posible de las ruinas que habían sido su hogar, del joven del alma destrozada que había sido su hermano.

Y allí estaba ahora, en un piso de mierda que poco tenía que envidiar a aquellas ruinas postapocalípticas, y sola. Completa y terriblemente sola. Acompañada únicamente por esa piel dura como el diamante que la había salvado de la muerte y, al mismo tiempo, le recordaba que nunca había formado parte de la familia que había perdido, que era distinta a ellos y a todos, que era un monstruo que solamente salvaba a personas en peligro para tener una excusa para no quitarse la vida.

El día siguiente amaneció con un titular. “Salvation strikes back”. Salvation. Así la había bautizado la prensa londinense un par de años atrás, en una de las primeras ocasiones que su nombre salía en las noticias. La gente a la que rescataba no era capaz de asegurar si la mujer era una experta en artes marciales o si tenía asombrosos poderes, solo lograban ponerse de acuerdo en una cosa. Era su salvadora.

A Eve le hacía gracia ese nombre. Le recordaba a los alias de los que hacían gala los superhéroes de los cómics que leía de pequeña. Quizás entre las páginas de papel una piel sobrehumana, un trágico pasado y unas cuantas clases de judo y de krav maga convertían a una chica asustada en una altruista e invencible superheroína. Pero en la vida real no era así. Simplemente era una chica que había detenido a un par de decenas de ladrones, violadores y agresores, pero no por el bien común, sino por sí misma, por tener algo por lo que vivir.

Esa noche empezó como otra cualquiera. Bueno, quizás acudió a su ronda nocturna con más entusiasmo, como cada vez que veía noticias con su nombre. Al fin y al cabo, salvar a una persona alegraba a cualquiera, por muy traumática que fuese su vida. Pero enseguida fue consciente de que esa noche cambiaría su vida para siempre. Porque nada más torcer la primera calle, estaba allí. Hacía años que no lo veía, pero reconocería perfectamente a su hermano en cualquier momento. Era él, Oliver.

Eve se sobresaltó, pero intentó parecer impasible. Era de noche y llevaba un antifaz y una peluca. Parecía tanto una superheroína como una prostituta, pero para nada esa delicada adolescente rubia que él recordaba. Le daba igual que la reconociese como Salvation, pero no podía saber que era ella. Pronto fue consciente de que no tenía sentido ocultarse. Oliver corrió a sus brazos, la apretó con fuerza y se disculpó. Sabía que era ella, lo había sabido desde la primera noticia encontrada en las profundidades del periódico, y la había estado buscando desde entonces. Por favor, tenía que perdonarle. Y lo más importante, por favor, no podía dejarle solo otra vez.

Cuando Eve Drumont era una niña pequeña, solía jugar con las muñecas que confeccionaba su madre adoptiva en sus ratos libres. Su hermano Oliver acostumbraba a meterse con ella, algo tan fácil de romper no podía ser un juguete. Un día había querido demostrárselo, y una de ellas había acabado hecha añicos. Oliver prometió culpar a su hermana, no quería líos, y cualquiera le creería, era ella quien se pasaba el día con las frágiles muñecas.

Eve había llorado y llorado. Si su madre se enteraba no le dejaría jugar con ellas nunca más. Pero aun así, mientras ella le gritaba enfurecida no había dicho nada. Había mirado al suelo y se había callado. Y entonces había llegado Oliver, había contado la verdad, y había recibido un castigo aún mayor. Cuando Eve se acercó a él para preguntarle por qué había cambiado de idea, él se había limitado a echarle la lengua, hacer una mueca y a marcharse corriendo. Hermanos, así es como funciona la sangre, incluso cuando no es la misma. 

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"Ningún amigo como un hermano, ningún enemigo como un hermano." 
Proverbio indio