martes, 19 de abril de 2016

Azul indignado

Palabras: Familia, Paraguas, Jabalí, Indignado, Psicólogo

Cualquiera podría pensar que no había nada más perfecto que la brisa marina bailando con el cabello, que esa fina y blanca arena acariciando con un suave cosquilleo los dedos de los pies, que el astro rey tiñendo el cielo de belleza mientras se pone lentamente sobre el paradisíaco panorama... Pero para ella no era así. No, para ella no había nada más perfecto que aquel chico de la piel de bronce, esos rizos de ébano, esos ojos azules que le devolvían una cariñosa mirada que la hacía estremecerse como ninguna otra cosa en el mundo.

Poco a poco se acercó a ella, y le permitió adornar sus impacientes caderas con esas suaves caricias que tanto le pertenecían. Sus ojos se perdieron en ese azul difícil de describir, sumergiéndose en ellos como lo haría un delfín en lo más profundo del océano. Habían pasado eones desde que los había visto por primera vez. Aquel amor preadolescente que creía haber olvidado, aquellos días en una abarrotada playa que solo cobraban sentido porque estaba él allí.

Él, con esa mirada de falsa indignación que tanto le hacía reír. Daba igual que la pusiese una y otra vez para tomarle el pelo, ella siempre caía. Siempre. Y después caía en sus labios. Aquellos finos y resecos labios de los que sabía sin lugar a dudas que nunca se cansaría. Ni siquiera en ese momento, años después, en esa otra playa que, a pesar de ser la más hermosa del mundo, solo importaba porque él estaba allí.

La eternidad que habría deseado para esa orgía de saliva y pasión fue interrumpida por una aguda voz que clamaba por sus padres. Los dos se giraron con una brillante sonrisa para ver como las dos pequeñas criaturas que los acompañaban se perseguían la una a la otra, riendo y gritando como si no hubiesen conocido nada más que felicidad en sus cortas vidas.

Aquella niña con las coletas negras botando a ambos lados de su cara, y aquellos pícaros ojos que eran un reflejo de los suyos propios, ese color que su tía había identificado antaño como verde malaquita. Y aquel niño risueño que escapaba de ella, con una corta mata rubia que parecía blanca bañada por los rayos del sol caribeño, y esos ojos azul indignado que le recordarían siempre a la persona que más amaba. Ese color que ella misma había bautizado y que era lo primero que veía cuando se despertaba y lo último cuando se iba a dormir. Y como siempre, así fue.

Marta se despertó con ese azul grabado a fuego en su retina, que se fue desvaneciendo poco a poco mientras se desperezaba. Otra vez ese sueño, ¿por qué no podía superarlo? ¿Quizás porque en el fondo no quería? Cuando se giró, no se encontró con el azul indignado, ni con esa piel bronceada, sino con una analizadora mirada con iris de caramelo y el ceño fruncido con unas pequeñas arrugas que competían en blancura con las sábanas.

-¿Otra vez soñando con Carlos?

Psicólogo tenía que ser… Gabriel no había tardado mucho tiempo en darse cuenta que los sueños de su pareja no estaban hechos de caídas al vacío, desnudos en público ni de dentaduras desmoronándose. Así que le había acabado confesando que tenía razón, que en sus noches nunca estaba sola, estuviese alguien con ella en la cama o no. Que aquel chaval que había amado en ese verano perdido en sus recuerdos volvía hecho todo en hombre, con dos perfectos niños mitad ella mitad él cogidos de la mano.

Tenía que buscarlo, acabó diciéndole. Sabía que ella quería, que ella necesitaba tenerlo en su vida. O por lo menos, saber si esos sueños podrían volverse realidad. Tenía que superarlo, seguir adelante. Y la única manera de hacerlo era dar con Carlos, comprobar si esa familia imaginaria podría ser real. Saber si podría traer el futuro al presente. No podía prometerle que él fuese a estar esperándola si todo salía mal, pero sí que lo suyo no duraría mucho más si no se podía sacar esa mirada indignada y azul de los sueños. No podía pasarse la vida compitiendo con un ideal, no le haría bien a ninguno.

Psicólogo tenía que ser, se repitió a sí misma, mientras la lluvia repiqueteaba sobre la fina tela de paraguas de todo a cien que la cubría. Había pensado que todo lo que le había dicho Gabriel no eran más que excusas para poder dejarla sin sentirse culpable, pero aun así le había hecho caso. Había pasado semanas buscando a Carlos en todas las redes sociales habidas y por haber sin éxito, contactando con amigos de aquel verano solo para preguntarles por él. Y allí estaba ahora, navegando a través de una lluviosa tarde barcelonesa, con una carpeta a rebosar de fotografías de un chaval de ojos azules que nadie parecía conocer.

Normal, por otra parte. Lo único que sabía de él era que vivía en Barcelona. Durante aquel verano de ensueño seguramente le hubiese descrito la zona concreta en la que vivía, pero mientras que recordaba nítidamente esa expresión de indignación que habría puesto al enterarse de que la había olvidado, conversaciones como esa se habían perdido en las profundidades de su memoria con el paso del tiempo.

Día tras día, Marta volvía bien entrada la noche al apartamento de su tía, con un empapado paraguas, una carpeta manoseada y decepción en los ojos. Pero no se rendía, y todas las mañanas cogía ese paraguas, esa carpeta y esos ojos verdes y salía de nuevo a las calles. Ya llevaba dos semanas en ello, y sus vacaciones se estaban acabando. En un par de días tendría que volver a su vida cotidiana, a las clases y a asumir que Carlos solo existía en sus sueños de futuro.

La primera tarde que el clima le dio cierto cuartel, los rayos de sol trajeron con ellos la esperanza. Marta estaba sentada en un húmedo banco, acompañada de su tía, mientras las dos vigilaban a su pequeña prima jugando en el parque con otros niños. Se le encogía el corazón al comprobar que los niños de cinco años no le daban importancia al número de cromosomas que la pequeña Olivia pudiese tener, al contrario que esos padres que la miraban con recelo.

No pudo evitar acordarse de Gabriel, de cómo habría dado un discurso a los padres por su comportamiento. Ojalá tuviese el valor de hacer lo mismo. Y ojalá supiese si debería darle las gracias o una bofetada por haberla incitado a buscar a Carlos. Seguía sin tener muy claro si creía que estaba haciendo lo correcto. La verdad, estaba a punto de rendirse, total, para lo poco que quedaba para volver a Mérida…

Y entonces, como pasaba siempre, como ocurriría en cualquier comedia romántica basada en su historia, lo inesperado tuvo lugar. Olivia llegó corriendo, con una de las fotografías de Carlos arrugada en la mano, y se la entregó a Marta con una sonrisa. La joven la miró sorprendida, y comprobó que en el dorso del papel había una dirección escrita. Preguntó a la niña cómo lo había conseguido, pero ésta la ignoró por completo.

Cruzó una mirada con su tía, quien le dijo que no debía perder el tiempo, y Marta sonrió. Unas perezosas gotas de lluvia comenzaron a repiquetear sobre su cuero cabelludo, y suspiró. Se había dejado el paraguas en casa… Entonces su tía la agarró del brazo y le ofreció un pequeño paraguas de plástico con la cara de un jabalí estampada en él. Olivia no lo necesitaría, que ellas llegarían en un par de minutos al piso. A Marta le daba algo de vergüenza cubrirse con la cara de un jabalí, casi prefería calarse hasta los huesos, pero su tía la empujó para que espabilase antes de que pudiese negarse.

La puerta del portal estaba abierta, y debido al poderoso temporal ni se molestó en plantearse si llamar al telefonillo aun así, y entró a toda prisa. Mejor, prefería encontrarse cara a cara con ese hermoso azul indignado antes que oír una voz que seguramente no reconocería. Estaba hecha un manojo de nervios mientras subía las escaleras, estaba bastante segura de que no había temblado de esa manera en su vida. Y cuando se encontró cara a cara con la puerta… A sus manos les costó incluso recordar cómo llamar al timbre.

Apoyó el paraguas y la carpeta en el suelo, inspiró, expiró, inspiró, expiró, y con el corazón a punto de salírsele del pecho, llamó al timbre. El silencio la golpeó como una losa. Volvió a llamar. Y otra vez. Entonces le pareció escuchar una voz. Bien, había alguien. Llamó otra vez. Y esperó. Y siguió esperando. Si había oído a alguien, éste no quería visita. Marta suspiró, derrotada, recogió la carpeta y se fue. No sabía si volver en otro momento o dejarlo, quizás todo había sido una tontería. Tenía mucho en lo que pensar…

Horas después, la puerta de ese apartamento se habría por fin. Un joven de rizos oscuros y ojos azules salía por ella, para ser recibido por un tropiezo que a poco estuvo de hacerle caer. Miró al suelo, confuso, y se encontró con un pequeño paraguas de plástico con un jabalí dibujado. Quizás lo que pensó que era un cartero dando la vara con el timbre había sido algún crío que se había dejado olvidado el paraguas. A saber qué querría. Iba a dejarlo dónde estaba, por si volvía a por él, cuando se dio cuenta de que había algo escrito en la etiqueta plastificada. El nombre de una tal Olivia y un número de teléfono. Bueno, parecía ser que Olivia era una niña con suerte. 

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Para conocer el otro lado de esta historia, leer Verde malaquitay para el desenlace, Verde y azul, y más.

"El amor de los jóvenes no está en el corazón, sino en los ojos." 
William Shakespeare

Podéis encontraros a Marta en Chocolate, bálsamo e Izal

jueves, 14 de abril de 2016

Niebla

Palabras: Peces, Asesinato, Niebla, Bacteria, Confusión

Xelu había insistido en que no lo hiciese, pero ahora que no estaba no podía impedírselo. Le había pedido que no fuese a pescar a los acantilados, como hacía todos los domingos desde que tenía memoria, hasta que se le pasase la infección que le impedía ver con el ojo izquierdo. Que no era seguro le decía. Carla era consciente de que tenía razón, pero necesitaba algo que la ayudase a relajarse.

Así que allí estaba, tumbada varios metros sobre el mar Cantábrico, rodeada por una densa y blanca niebla, intentando contemplar los últimos resquicios del amanecer estival. Junto a sus pies descansaba una caña de pescar, con un cebo que tanto podía estar sumergido en las frías aguas como descansando sobre las peligrosas rocas superficiales. Carla no podía asegurarlo ya que con la niebla apenas veía a más de un par de metros de distancia, pero no le importaba. El simple hecho de estar allí era lo que la relajaba.

Había sido un mes duro. Su madre llevaba varias semanas ingresada por problemas cardíacos, Xelu, dos semanas fuera, visitando a su hermana en Estocolmo, su laboratorio nunca había estado tan cerca del cierre y ella misma se había infectado con estafilococos mientras trabajaba y había desarrollado una queratitis bacteriana, que era lo que le causaba los problemas de visión. El estar de baja por despistada ponía más en riesgo su puesto de trabajo, y la sombra del despido se cernía sobre ella. Pero no podía hacer nada, así que se limitó a aspirar la helada brisa y a recostar la cabeza sobre las rocas.

Seguía medio dormida cuando una voz la sobresaltó. Se incorporó de un brinco, y trató de buscar de dónde provenía, pero entre la niebla, la infección bacteriana y las legañas en los ojos habría sido un milagro ser capaz de ver incluso sus propias manos. Intentó moverse lo menos posible hasta que se ampliase su capacidad visual, temiendo dar un paso en falso y caer acantilado abajo.

De repente, notó como algo se posaba en su hombro cual ave de mal agüero, y no tuvo tiempo para pensar. Solo reaccionó. Se giró, se encontró cara a cara con una borrosa y amenazante figura, y sin saber cómo, consiguió deshacerse de ella haciéndola caer cantil abajo. Carla se quedó paralizada durante unos segundos tras escuchar el golpe seco del cuerpo chocando contra las rocas y un amortiguado gemido proveniente de las profundidades mismo. ¿Qué había pasado?

Minutos después, la ácida bilis escalaba por su garganta mientras su estómago agradecía no haber desayunado todavía. Las saladas lágrimas parecían arder en sobre su piel, marcándola como si fuese ganado. ¿Qué hacía ahora? Era lo único que era capaz de preguntarse mientras observaba el cuerpo retorcido de uno de sus vecinos. Ni siquiera sabía su nombre, ni tampoco estaba segura de haber oído su voz alguna vez, pero sí que reconocía esa cara. No la recordaba tan pálida ni cubierta de sangre, sino como una parte más de la parada del autobús que cogía casi todos los días para ir a Gijón.

Todo fue tan confuso y borroso a partir de ahí… Gritos ahogados en la niebla, olor a mar, sangre, miedo, mucho miedo. No era capaz de asimilar lo que había pasado. Y de repente estaba encogida sobre sí misma, bañada a partes iguales por el agua de la ducha, las lágrimas y los temblores. No recordaba siquiera haber llegado a casa, pero ahí estaba. El dolor causado por sus castañeantes dientes sobre sus mordidos labios eran lo único que la mantenía en el mundo real. El mundo real. Ahí es donde estaba. No había sido un sueño, una pesadilla, no… Había matado a alguien…

No sabía qué hacer. Intentó fingir que no había pasado no, que en algún momento se daría cuenta de que estaba equivocada, de que estaba soñando. Pero no fue capaz. No salió de casa en los siguientes días. No se comunicó con nadie, excepto por un correo electrónico a su laboratorio alegando que la infección bacteriana había empeorado y que no podía ir y un mensaje a Xelu comentándole que estaría unos días incomunicada, que no se preocupase.

No podía dormir, no podía comer, no podía pensar. Estaba tan confusa… Se pasaba el día intentando distraerse entre libros y televisión, pero fue aun peor. No debió haber dejado los informativos. La identificación de la terrorista suicida de Madrid tras meses de investigación, la misteriosa desaparición de la mujer detenida en el programa de Oprah y un discurso del miedo presagiando una guerra civil en Australia acapararon la mayor parte de las noticias, pero aunque parecieron intentarlo con ganas, no lograron ocultar la que Carla más temía encontrarse. Sí, aquellos apenas treinta segundos dedicados al cadáver encontrado a apenas unos quilómetros hicieron que comprendiese el dolor que sentía Prometeo cada vez que el águila hundía su poderoso pico en su vientre para devorar su hígado.

El corazón parecía estar a punto de escaparse de su interior, su mente se tiñó más confusa aún que la niebla bajo la cual había cometido el mayor error de su vida, y su ojo izquierdo lloraba por la infección todo lo que sus sentimientos no eran capaces de expresar. Carla se llevó las manos a la cabeza y chilló. No supo por qué, no supo si se estaba ayudando a si misma o si le estaba gritando al mundo. Pero chilló, una y otra vez, hasta que podía notar como su garganta le suplicaba que parase ardiendo al rojo vivo.

Tenía que entregarse. Aunque nadie la descubriría. Ya habían dictaminado que era un accidente, nadie estaría investigando el caso. Además, no había pruebas contra ella, y mucho menos un motivo. A nadie jamás se le ocurriría ponerle el foco encima. Pero había matado a alguien. Por accidente, sí, pero había quitado una vida. Pero había sido sin querer. Pero había sido, no importaba como. Pero no se merecía ir a prisión. Pero él no merecía estar muerto.

Chilló de nuevo. Golpeó con fuerza la pared hasta que no le quedó piel en los nudillos. Se sumergió en las estanterías de libros. Ni Harry Potter, ni Rebelión en la granja, ni En el aleteo de una libélula, ni El guardián entre el centeno consiguieron hacer nada por ella. Llamó a Xelu. Trató de contárselo, de verdad que lo intentó, una y otra vez. Pero simplemente las palabras no salían. Ni siquiera podía imaginarse como empezar la historia. Era consciente de que lo habría dejado muy preocupado, pero desconectó el teléfono de nuevo. No podía obligarle a afrontarlo. Tenía poco tiempo hasta que llegase, tenía que decidirse. ¿Ocultaba para siempre lo que había pasado en lo más profundo de sus entrañas? ¿O se enfrentaba a sus actos?

Dos días después, Xelu buscaba torpemente las llaves perdidas por su maleta. Había tardado más de lo que esperaba en llegar a casa por culpa de esa estúpida niebla, y no podía estar más preocupado. Llevaba dos días sin saber nada de Carla, y ahora no respondía al timbre. Cuando logró abrirla, el mundo enteró se le vino encima. Todo estaba completamente revuelto, objetos rotos y tirados por doquier, y una horrible peste a pescado podrido lo inundaba todo.

-¡¿Carla?!

No recibió respuesta. Ni esa vez, ni las veinte siguientes mientras recorría la casa de un lado a otro. ¿Qué había pasado? Confusión y preocupación bañaron todos sus sentidos, al igual que las lágrimas y el sudor frío hicieron con su cuerpo. Y todo pareció congelarse un instante, cuando se encontró un pequeño frasco de plástico que debería estar a rebosar de pastillas tranquilizantes, completamente vacío, ante la puerta del cuarto de baño.

Sintiéndose poco preparado para lo que podría encontrarse al otro lado de esa puerta, suspiró para intentar tranquilizarse, pero lo único que provocó fue que su corazón latiese más desenfrenadamente que el de un colibrí. Su cuerpo no se atrevía a dar el paso. Repitió el nombre de su pareja una vez más, sin respuesta alguna, y lentamente apoyó la sudorosa mano sobre el pomo.

Su cuerpo no sabía que sentir cuando se encontró el baño completamente vacío. Se dejó caer de rodillas, y dejó que su mirada se perdiese en la sucia y familiar alfombra. Le costó un minuto fijarse en ese rectángulo de papel blanco que reposaba sobre la misma, adornado por una caligrafía que no podía sonarle más familiar. 

Desenfundó las gafas y lo leyó una vez. Y luego otra. Y otra más. Necesitó recorrer esas finas letras media docena de veces para poder asimilarlo. A continuación, con una calma que no supo de donde la había sacado, cogió el teléfono móvil de su bolsillo derecho y llamó a su futura suegra. Alguien tendría que informarla de que tendrían que ponerse en contacto con la policía para saber dónde podrían visitar a Carla. 

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"¿Matar a gente inocente? Te cuesta más de lo que eres." 
Suzanne Collins