Palabras: Familia, Paraguas, Jabalí, Indignado, Psicólogo
Cualquiera podría pensar que no
había nada más perfecto que la brisa marina bailando con el cabello, que esa
fina y blanca arena acariciando con un suave cosquilleo los dedos de los pies, que el astro rey tiñendo el cielo de
belleza mientras se pone lentamente sobre el paradisíaco panorama... Pero para
ella no era así. No, para ella no había nada más perfecto que aquel chico de la
piel de bronce, esos rizos de ébano, esos ojos azules que le devolvían una
cariñosa mirada que la hacía estremecerse como ninguna otra cosa en el mundo.
Poco a poco se acercó a ella, y le permitió
adornar sus impacientes caderas con esas suaves caricias que tanto le
pertenecían. Sus ojos se perdieron en ese azul difícil de describir,
sumergiéndose en ellos como lo haría un delfín en lo más profundo del océano. Habían
pasado eones desde que los había visto por primera vez. Aquel amor
preadolescente que creía haber olvidado, aquellos días en una abarrotada playa
que solo cobraban sentido porque estaba él allí.
Él, con esa mirada de falsa indignación
que tanto le hacía reír. Daba igual que la pusiese una y otra vez para tomarle
el pelo, ella siempre caía. Siempre. Y después caía en sus labios. Aquellos
finos y resecos labios de los que sabía sin lugar a dudas que nunca se cansaría. Ni siquiera en ese momento, años después, en esa otra playa que, a pesar
de ser la más hermosa del mundo, solo importaba porque
él estaba allí.
La eternidad que habría deseado
para esa orgía de saliva y pasión fue interrumpida por una aguda voz que clamaba
por sus padres. Los dos se giraron con una brillante sonrisa para ver como las
dos pequeñas criaturas que los acompañaban se perseguían la una a la otra,
riendo y gritando como si no hubiesen conocido nada más que felicidad en sus
cortas vidas.
Aquella niña con las coletas negras
botando a ambos lados de su cara, y aquellos pícaros ojos que eran un reflejo
de los suyos propios, ese color que su tía había identificado antaño como verde
malaquita. Y aquel niño risueño que escapaba de ella, con una corta mata rubia
que parecía blanca bañada por los rayos del sol caribeño, y esos ojos azul
indignado que le recordarían siempre a la persona que más amaba. Ese color que
ella misma había bautizado y que era lo primero que veía cuando se despertaba y
lo último cuando se iba a dormir. Y como siempre, así fue.
Marta se despertó con ese azul
grabado a fuego en su retina, que se fue desvaneciendo poco a poco mientras se
desperezaba. Otra vez ese sueño, ¿por qué no podía superarlo? ¿Quizás porque en
el fondo no quería? Cuando se giró, no se encontró con el azul indignado, ni
con esa piel bronceada, sino con una analizadora mirada con iris de caramelo y
el ceño fruncido con unas pequeñas arrugas que competían en blancura con las
sábanas.
-¿Otra vez soñando con Carlos?
Psicólogo tenía que ser… Gabriel no
había tardado mucho tiempo en darse cuenta que los sueños de su pareja no
estaban hechos de caídas al vacío, desnudos en público ni de dentaduras
desmoronándose. Así que le había acabado confesando que tenía razón, que en sus
noches nunca estaba sola, estuviese alguien con ella en la cama o no. Que aquel
chaval que había amado en ese verano perdido en sus recuerdos volvía hecho todo
en hombre, con dos perfectos niños mitad ella mitad él cogidos de la mano.
Tenía que buscarlo, acabó
diciéndole. Sabía que ella quería, que ella necesitaba tenerlo en su vida. O
por lo menos, saber si esos sueños podrían volverse realidad. Tenía que
superarlo, seguir adelante. Y la única manera de hacerlo era dar con Carlos,
comprobar si esa familia imaginaria podría ser real. Saber si podría traer el
futuro al presente. No podía prometerle que él fuese a estar esperándola si
todo salía mal, pero sí que lo suyo no duraría mucho más si no se podía sacar
esa mirada indignada y azul de los sueños. No podía pasarse la vida compitiendo
con un ideal, no le haría bien a ninguno.
Psicólogo tenía que ser, se repitió
a sí misma, mientras la lluvia repiqueteaba sobre la fina tela de paraguas de
todo a cien que la cubría. Había pensado que todo lo que le había dicho Gabriel
no eran más que excusas para poder dejarla sin sentirse culpable, pero aun así le
había hecho caso. Había pasado semanas buscando a Carlos en todas las redes sociales habidas y por haber sin
éxito, contactando con amigos de aquel verano solo para preguntarles por él. Y
allí estaba ahora, navegando a través de una lluviosa tarde barcelonesa, con
una carpeta a rebosar de fotografías de un chaval de ojos azules que nadie
parecía conocer.
Normal, por otra parte. Lo único
que sabía de él era que vivía en Barcelona. Durante aquel verano de ensueño
seguramente le hubiese descrito la zona concreta en la que vivía, pero mientras
que recordaba nítidamente esa expresión de indignación que habría puesto al
enterarse de que la había olvidado, conversaciones como esa se habían perdido
en las profundidades de su memoria con el paso del tiempo.
Día tras día, Marta volvía bien
entrada la noche al apartamento de su tía, con un empapado paraguas, una
carpeta manoseada y decepción en los ojos. Pero no se rendía, y todas las
mañanas cogía ese paraguas, esa carpeta y esos ojos verdes y salía de nuevo a
las calles. Ya llevaba dos semanas en ello, y sus vacaciones se estaban
acabando. En un par de días tendría que volver a su vida cotidiana, a las
clases y a asumir que Carlos solo existía en sus sueños de futuro.
La primera tarde que el clima le
dio cierto cuartel, los rayos de sol trajeron con ellos la esperanza. Marta estaba sentada en un húmedo banco, acompañada de su tía, mientras las dos
vigilaban a su pequeña prima jugando en el parque con otros niños. Se le
encogía el corazón al comprobar que los niños de cinco años no le daban
importancia al número de cromosomas que la pequeña Olivia pudiese tener, al
contrario que esos padres que la miraban con recelo.
No pudo evitar acordarse de
Gabriel, de cómo habría dado un discurso a los padres por su comportamiento.
Ojalá tuviese el valor de hacer lo mismo. Y ojalá supiese si debería darle las
gracias o una bofetada por haberla incitado a buscar a Carlos. Seguía sin tener
muy claro si creía que estaba haciendo lo correcto. La verdad, estaba a punto
de rendirse, total, para lo poco que quedaba para volver a Mérida…
Y entonces, como pasaba siempre, como
ocurriría en cualquier comedia romántica basada en su historia, lo inesperado
tuvo lugar. Olivia llegó corriendo, con una de las fotografías de Carlos arrugada
en la mano, y se la entregó a Marta con una sonrisa. La joven la miró
sorprendida, y comprobó que en el dorso del papel había una dirección escrita.
Preguntó a la niña cómo lo había conseguido, pero ésta la ignoró por completo.
Cruzó una mirada con su tía, quien
le dijo que no debía perder el tiempo, y Marta sonrió. Unas perezosas gotas de
lluvia comenzaron a repiquetear sobre su cuero cabelludo, y suspiró. Se había
dejado el paraguas en casa… Entonces su tía la agarró del brazo y le ofreció un
pequeño paraguas de plástico con la cara de un jabalí estampada en él. Olivia
no lo necesitaría, que ellas llegarían en un par de minutos al piso. A Marta le
daba algo de vergüenza cubrirse con la cara de un jabalí, casi prefería calarse
hasta los huesos, pero su tía la empujó para que espabilase antes de que
pudiese negarse.
La puerta del portal estaba
abierta, y debido al poderoso temporal ni se molestó en plantearse si llamar al
telefonillo aun así, y entró a toda prisa. Mejor, prefería encontrarse cara
a cara con ese hermoso azul indignado antes que oír una voz que seguramente no
reconocería. Estaba hecha un manojo de nervios mientras subía las escaleras,
estaba bastante segura de que no había temblado de esa manera en su vida. Y
cuando se encontró cara a cara con la puerta… A sus manos les costó incluso
recordar cómo llamar al timbre.
Apoyó el paraguas y la carpeta en
el suelo, inspiró, expiró, inspiró, expiró, y con el corazón a punto de
salírsele del pecho, llamó al timbre. El silencio la golpeó como una losa.
Volvió a llamar. Y otra vez. Entonces le pareció escuchar una voz. Bien, había
alguien. Llamó otra vez. Y esperó. Y siguió
esperando. Si había oído a alguien, éste no quería visita. Marta suspiró, derrotada,
recogió la carpeta y se fue. No sabía si volver en otro momento o dejarlo,
quizás todo había sido una tontería. Tenía mucho en lo que pensar…
Horas después, la puerta de ese
apartamento se habría por fin. Un joven de rizos oscuros y ojos azules salía
por ella, para ser recibido por un tropiezo que a poco estuvo de hacerle caer.
Miró al suelo, confuso, y se encontró con un pequeño paraguas de plástico con un
jabalí dibujado. Quizás lo que pensó que era un cartero dando la vara con el
timbre había sido algún crío que se había dejado olvidado el paraguas. A saber
qué querría. Iba a dejarlo dónde estaba, por si volvía a por él, cuando se dio
cuenta de que había algo escrito en la etiqueta plastificada. El nombre de una
tal Olivia y un número de teléfono. Bueno, parecía ser que Olivia era una niña
con suerte.
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Para conocer el otro lado de esta historia, leer Verde malaquita, y para el desenlace, Verde y azul, y más.
William Shakespeare
Podéis encontraros a Marta en Chocolate, bálsamo e Izal.