sábado, 26 de marzo de 2016

La historia de un hombre que no se conformó con podar bonsáis

Temática: Hombre y naturaleza

Palabras: Planta, Arena, Parásito

Takahiro miró hacia atrás, cansado. Apenas se podían vislumbrar ya sus profundas pisadas, engullidas ansiosamente por la fina arena. Sus ojos le dolían, atacados por el sol, al igual que su piel, seca por el calor, y que sus huesos, desgastados por la edad. Sí, todo le dolía, pero no iba a salir una sola queja de su boca. Ese dolor era parte de él, y lo había aceptado hacía tiempo ya. Además, estaba convencido de que estaba llegando a su destino por fin, así que no importaba. Ya casi estaba.

Además, a pesar de todo, se sentía fuerte. Estaba bastante seguro de que muy pocos septuagenarios podrían presumir de hacer lo que él. Mientras ellos estaban postrados en sus camas de hospital, reuniendo todas sus fuerzas para corretear tras sus nietos, podando sus bonsáis o echando silenciosas partidas de shōgi. ¿Y él? Él estaba en otro continente, viviendo la última aventura de su vida en el desierto del Sáhara. Y no sólo eso, sino que estaba ofreciendo su vida a algo que para él era un propósito mayor que él mismo, y no podía ser más feliz.

Efectivamente, no podía ser más feliz mientras carraspeaba para aliviar su reseca garganta, mientras los granos de arena se paseaban por las partes más íntimas de su cuerpo o mientras sus articulaciones sufrían como si les estuviesen pegando la paliza de su vida. Qué más daba, seguía pensando. Para lo que quedaba… Sintió entonces unos retortijones en el estómago. Los pequeños tenían hambre. Bueno, a ellos tampoco les quedaba mucho, así que tendrían que aguantarse.

Horas después, Takahiro empezaba a arrepentirse. No llegaba a su destino, y esos movimientos en su tracto digestivo no le dejaban en paz. Sólo quería que se acabase todo de una vez. En parte se sentía mal porque no estaba tomando una decisión solamente para sí mismo, sino también para sus pequeños huéspedes intestinales. Pero no podían quejarse, había dedicado los últimos años de su vida a ellos sin pedir nada a cambio. Todo lo contrario realmente.

Sus hijas habían estado totalmente en contra. Normal, si lo pensaba bien. Si Momoko o Ryōko le dijesen que se iban a… Una nube de arena naciendo en el horizonte le impidió decidir qué pasaría. Llevaba tiempo suficiente en el desierto como para saber que no era natural, y para darse cuenta que se dirigía hacia él. Estaba seguro de que no eran quienes podían estar buscándole, así que lo más inteligente sería posar su cansando trasero en el mullido suelo y esperar.

En apenas unos minutos ya estaban ante él. Takahiro siempre había pensado que los tuareg iban acompañados de una majestuosidad que nadie esperaría encontrar en el desierto, y al verlos tan de cerca lo confirmaba. Era un grupo de una docena de hombres con sus respectivos dromedarios, ataviados con un turbante azul que apenas poco más que sus ojos. Uno de ellos, el que parecía el líder de la partida, descendió con agilidad de su montura y se acercó al anciano.

Confundido seguramente porque el nipón llevaba un ropaje similar al suyo, le saludó en su idioma. Al comprobar que no le entendía, probó con el francés, y Takahiro negó con la cabeza. Entonces vio como el tuareg hacía un gesto al grupo, y de entre ellos emergía una menuda figura. Hasta que se encontraba a un par de metros de él y vio que llevaba la cara descubierta, no se dio cuenta de que era una mujer, la única que parecía encontrarse entre ellos.

Ella le habló en un simple inglés adornado con su exótico acento, y Takahiro asintió. Sí, la entendía. La joven se lo comunicó a los hombres, y recibió unas órdenes que enseguida transmitió al cansado anciano. Que se descubriese la cara. Vale, querían comprobar cuánto tenía de extranjero. Y en cuanto lo descubriesen… Pero bueno, tenía que obedecer.

En cuanto se destapó, pudo sentir los doce pares de ojos recorriendo sus evidentes trazos asiáticos. Y como poco a poco asimilaban la información. La traductora dio un par de pasos hacia atrás, y el líder en cambio se adelantó de golpe. A Takahiro ya le habían contado como iba el asunto, así que no se resistió, y permitió que el hombre lo inmovilizase, lo descalzase bruscamente y que examinase su planta del pie. Ni siquiera se molestó en ocultar su expresión de asco, pero no pasa nada. Lo entendía. Era difícil de comprender. El hombre lo soltó enseguida, le lanzó una cantimplora y se dio la vuelta para montarse de nuevo en su dromedario. En unos minutos se habían convertido de nuevo en poco más que una nube de arena.

Antes de calzarse, Takahiro no pudo evitar mirarse la planta del pie. Hacía tiempo que no se fijaba, la verdad, pero ahí seguía estando. Una alargada y fina cicatriz que la recorría diagonalmente casi por completo. La marca que lo identificaba como un loco para la mayor parte de la población. Y es que, ¿qué podía decir? Si hace años le hubiesen dicho de dejarse infectar por unos parásitos para salvarlos de la extinción, habría preferido mil veces pasar la vejez podando sus bonsáis.

Pero con la muerte de su amada Miyuki… Podía decirse que su percepción de la vida y la muerte, de la naturaleza misma y su responsabilidad sobre ella, había cambiado por completo. Su esposa había pasado años regentando un refugio de animales de forma completamente gratuita, y jamás la había comprendido. Hasta el momento en que la vio allí, tendida sobre el hielo seco en ese frío ataúd, con sus muertos dedos buscando un apretón que jamás iba a recibir… Algo había hecho click en su interior, y lo había comprendido. Demasiado tarde, quizás, pero a tiempo para perpetuar su legado.

Con ayuda de sus hijas había mantenido el refugio, pero pronto se le antojó insuficiente. Necesitaba hacer más, mucho más. Pero su trabajo como un chupatintas más de una oficina cualquiera de Osaka le impedía hacer todo lo que el querría. Hasta el momento en que llegó su jubilación. Había buscado mil formas de colaborar, pero su pensión tampoco era nada del otro mundo. Hasta que lo había encontrado. Solamente necesitaba pagar un billete hasta Rabat, y a partir de allí la organización se haría cargo. En aquel momento le había parecido la mejor forma de honrar a Miyuki. ¿Sacrificar su integridad física por mantener con vida a una especie? No le habría extrañado nada que ella le hubiese ido con esas.

Y allí llevaba diez años, conviviendo con un grupo de locos, como los llamaban sus hijas, y unas pequeñas criaturas en su interior, en un poblado al sur del Sáhara. Estarían locos pero no eran tontos. Esos frágiles parásitos eran incapaces de infectar a nadie bajo un ambiente tan seco, así que allí no había riesgo de que entrasen en alguien que no se hubiese ofrecido voluntario.

A lo largo de esa última década había presenciado a docenas de personas ir y venir, dejando que aquellos incomprendidos seres penetrasen por una apertura en su planta del pie para que se alojasen en su tracto digestivo, y arrepintiéndose poco después. Pero él no. Él era una de las pocas constantes en el campamento. Hasta ahora. Era demasiado mayor, le habían dicho. Llevaba dos infartos y un fallo renal, lo mejor para él sería olvidarse de eso, volver al mundo civilizado y despedirse de su familia. Pero se había negado. En cuanto había llegado al desierto, ya había asumido su destino.

Así que allí estaba, vagando, cada vez más lentamente, por ese océano de arena. Había dejado la cantimplora atrás, a pesar de que agradecía a los tuaregs el detalle, no necesitaba ese té para nada. Sus huesos no podían más, pero su corazón y su cerebro se negaban a hacerles caso.

Hasta que se topó con un pequeño cactus, un cactus que crecía solo y sin nadie que le enseñase a ser un cactus en medio de la nada. Se tumbó bajo su corta sombra y cerró los ojos. Sí, este sería un buen sitio. No era más que otra solitaria criatura que necesitaba su ayuda, y ¿qué mejor alimento que un anciano que necesitaba algo por lo que morir? Una vocecita en su interior le llamó loco.

-Sí, seré un loco. Pero yo he elegido ser un loco, y he elegido morir como un loco. Así que déjame dormir.

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"Tengo una pregunta que a veces me tortura: estoy yo loco o los locos son los demás." 
Albert Einstein

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