viernes, 13 de julio de 2018

Serendipia


Palabras: Serendipia, Petricor, Efímero, Desenlace, Etéreo

-¡Mewan tío, ya que no espabilas nos vamos sin ti, chao!

Mewan se sobresaltó por el ultimátum de Athula, acabó de peinarse con rapidez y salió a toda prisa de la habitación, llegando por los pelos a detener con el pie la puerta del ascensor antes de que se cerrase completamente. Athula, Kajan y Champaka se rieron de él, pero Mewan los ignoró. Era su primera vez en un país extranjero, y quería aprovecharlo. Los cuatro estaban allí, en Trinidad y Tobago, como parte de la selección de cricket de Sri Lanka, disputando el mundial. Los otros tres, al igual que la inmensa mayoría del equipo, ya habían salido del país en diferentes ocasiones, pero Mewan, a sus 20 años, nunca había tenido la oportunidad.

Llevaban allí ya varios días, pero entre los partidos y los entrenamientos su vida se había confinado al hotel y a los campos de cricket. Afortunadamente, ya que tenían unos días hasta el próximo partido, Champaka había convencido al entrenador para que dejase llevarse a quien quisiera a hacer un poco de turismo por Puerto España, y Mewan se había apuntado sin dudarlo. Lo que no se imaginaba era que en unas horas poco le importaría conocer mundo.

En la entrada del hotel les esperaban un par de compañeros de equipo, un asistente del entrenador y dos mujeres vestidas con el mismo uniforme blanco y azul. La mayor de ellas se presentó como Maureen, su guía turística para esa tarde, y a la más joven, que parecía poco mayor que Mewan, como Florence, su ayudante. Todos sus compañeros estaban como locos por esta última, sin parar de hablar de sus ojos, sus piernas y toda su anatomía corporal. Mewan, en cambio, ni se fijó dos veces en la joven. En ese momento solamente tenía ojos para la exótica ciudad que se cernía ante ellos.

Recorrieron las calles y las verdes cercanías durante horas, hasta que finalmente se detuvieron a comer en un lujoso restaurante junto a la playa. Mewan dudó un poco antes de entrar, al contrario de sus compañeros, que hambrientos siguieron a toda prisa a Maureen. No le convencía nada la idea de aventurarse en un nuevo país para acabar comiendo en un lugar de los que seguramente podría encontrar en cualquier otra zona rica del mundo. ¿Pero qué le iba a hacer?

-Prefieres una muestra de la comida local, ¿verdad?

Mewan se giró hacia Florence, avergonzado, y movió con timidez la cabeza de izquierda a derecha indicando que sí. Pero la mujer pareció confusa con el gesto, y con más vergüenza aun, se lo repitió con palabras. Florence sonrió y le dijo que le diese un minuto, y la joven entró corriendo en el restaurante dejándolo solo. Justo en ese momento un grupo de acaudalados cingaleses que les habían seguido allí para ver a su selección se acercó a él entusiasmado, pidiéndole autógrafos, y a ello estaba cuando Florence volvió a por él unos minutos después.

Aunque durante la visita no se habían dirigido la palabra en ningún momento, Mewan no pudo sentirse más cómodo pasando la tarde con esa desconocida. A pesar de que en ocasiones les costaba entenderse, ya que él no era el mejor hablando inglés, consiguieron mantener sendas y animadas conversaciones mientras Florence le hacía un rápido recorrido por las zonas menos conocidas de la ciudad, y lo llevaba a sus puestos de comida favoritos.

Una fuerte lluvia les pilló de pleno cuando paseaban por el paseo marítimo y tuvieron que correr a guarecerse. Y sentados bajo una endeble estructura de madera y paja siguieron charlando, sin darse cuenta de que la lluvia ya había parado rato atrás y el petricor inundaba sus fosas nasales. No quería que esa tarde acabase, pero cuando tanto su teléfono móvil como el de Florence estuvieron a punto de colapsar por las llamadas del asistente y de Maureen, tuvieron que dar por terminada esa efímera velada.

Al día siguiente, en el vestuario, Mewan tuvo que soportar los interrogatorios y burlas sin fin de Rajan y Athula, que no podían comprender como no había pasado nada con Florence, ni como no tenía ni su número. Champaka y otros veteranos, más tradicionales, ponían mala cara ante los comentarios de sus compañeros, pero no acudieron en su auxilio tampoco. Mewan pasó de ellos. La verdad era que nunca se había preocupado mucho por las mujeres, y no por falta de oportunidades, ya que al fin y al cabo contaba con la fama y el cuerpo de un deportista de élite al que muchas jóvenes de su ciudad ansiaban conocer en profundidad. Pero siempre las había evitado o rechazado, llegando al punto de que incluso alguno de sus amigos y hasta su hermana le habían llegado a preguntar si le gustaban los hombres, o si era asexual. Pero no era así, simplemente nunca le había interesado ninguna de las que había conocido, no le parecía tan complicado. Pero como para intentar hacerles entender eso a esos dos pesados…

Enseguida tuvo otra cosa por la que preocuparse. Mira que había que ser estúpido. Durante el entrenamiento hizo una pausa para tomar un poco de agua, y se dirigía al banquillo a buscar su botella cuando tropezó inexplicablemente con una pelota que alguien había dejado por ahí tirada. A pesar de lo aparentemente leve que había sido la caída y de la protección que llevaba, pudo sentir como algo se partía en su pierna y como las risas de sus compañeros se apagaron en el momento en el que escucharon el potente grito de dolor que emanó de sus pulmones.

Así que genial, allí estaba, postrado en una cama de hospital por pisar una estúpida pelota. Mientras tanto, sus compañeros de equipo lo habían dejado atrás, ya que el resto de partidos tendrían lugar en otros países del Caribe, acompañado solamente por Harshani, una de las fisioterapeutas de la selección, y no precisamente la persona más animada del mundo. No es que se fuese a notar mucho su ausencia, también tenía que decirlo, ya era el eterno reserva, pero le habría encantado acompañar a su equipo, vivir esa experiencia con ellos y disfrutarla al máximo, como era obvio.

Harshani golpeó la puerta en ese momento, diciéndole que tenía visita. Florence. Esta vez era ella quien desprendía una evidente timidez, intentando imitar el saludo cingalés con torpeza, provocando que una sonrisa se formase en la cara de Mewan. La joven le explicó que se había enterado de la lesión, y que sabiendo que su equipo jugaba en Guayana, imaginaba que podría agradecer algo de compañía. Aunque bueno, si se estaba propasando y él quería que lo dejase solo, lo haría sin problema. Un pánico presuntamente inexplicable inundó a Mewan. No, no, por favor, quédate.

Los siguientes días recibió visitas diarias de Florence, primero al hospital y luego al hotel, ya que Harshani había decidido que ya que la selección no estaría asentada en un solo lugar, cuantos menos viajes hiciese Mewan para seguirlos, mejor. Estaría en Trinidad hasta que su equipo perdiese o llegase a la final. Y no podía negarlo, lo estaba pasando mucho mejor con media pierna escayolada acompañado por Florence, que sentado en el banquillo en perfecto estado viendo como jugaba su equipo. Eso le hacía pensar en lo que le repitieran Rajan y Athula una y otra vez. ¿Quizás...?

Tardó unos días más en salir a la calle, gracias a la gran habilidad de convicción que Florence consiguiera ejercer sobre la ruda Harshani. De hecho, cuando se fue, Mewan creyó ver incluso una sonrisa de complicidad en la estoica mujer. Pero probablemente fuesen cosas suyas. Florence lo llevó a dar una vuelta de nuevo por el paseo marítimo, ayudándole a que se habituase a andar con muletas. Pero el joven estaba más atento a ella que a las muletas, así que como era de esperar, no tardó en perder el equilibrio y estar a punto de darse de bruces contra el suelo.

Florence consiguió sujetarlo con firmeza, y sus caras quedaron a apenas unos pocos centímetros. Se miraron fijamente durante unos segundos, sin moverse ni articular palabra, hasta que la mente de Mewan se dio cuenta de las manos que Florence apoyaba con fuerza en su pecho y su costado. Nunca había sentido tan cerca a una mujer que no fuese de su familia, y notó como algo en su entrepierna despertaba al mismo tiempo que el enrojecimiento cubría su cara y se apartó de ella con rapidez mientras le pedía disculpas y le daba las gracias en la misma frase.

Florence le acompañó de nuevo a su habitación de hotel, y justo cuando iban a despedirse, con Mewan todavía muerto de vergüenza, ella le dijo que le había traído una cosa, pero que sinceramente no sabía si era apropiado. ¿El qué? Se notaba que ella también se estaba derritiendo de la vergüenza mientras sacaba con una mano temblorosa una pequeña botella de ron de su bolso.

-P-p-por si te apetece probar un poco.

Mewan se quedó paralizado, entendiendo por donde iban los tiros. Creía que debía negarse, pero quería decir que sí. Así que por fin reunió valor y volvió a sacudir la cabeza. Y esta vez Florence sí que entendió el gesto.

Horas más tarde, Mewan se encontraba boca arriba en su cama, con la pierna escayolada completamente estirada, los ojos abiertos escudriñando el techo y una sonrisa tonta en la cara, mientras Florence dormía a su lado encogida sobre sí misma. La pierna del joven dolía por el esfuerzo, pero apenas la sentía. Se sentía etéreo, intocable, como si en cualquier momento fuese a empezar a levitar y a atravesar el techo, dirección a vete tú a saber dónde. Se pasó la mano por los labios, sintiendo todavía en ellos el sabor y la humedad de la boca de la joven. Sonrió aún más. Había sido una noche fantástica. Habían bebido, habían hablado, habían bebido más, se habían reído sin parar. Se habían besado. Se habían disculpado mutuamente, avergonzados por la osadía, pero luego se habían vuelto a reír y a besar.

No habían llegado a desnudarse ni a hacer nada más, aunque Mewan sí que había sentido la tensión en sus calzoncillos pidiéndole lo contrario. Pero en el momento ni se lo había planteado, estaba más que perfectamente cómodo. Miró a Florence, que aunque tenía los ojos cerrados, parecía estar despierta. Le acarició el pelo y ella respondió posando su mano sobre la suya y acariciándola. Mewan se agachó y la besó en la cabeza. A ella, su serendipia, ese gran descubrimiento hecho por casualidad. ¿Quién iba a pensar que ser banquillero de su selección y tener la lesión más torpe del mundo le habría llevado hasta allí?

Pero todo se acababa. Mewan salió del aeropuerto en su Galle natal, fingiendo que escuchaba por enésima vez una de las anécdotas de Athula mientras buscaba a su familia con la mirada. Allí estaba, su hermana Dilipa, con las peques. Mewan se despidió de su compañero y avanzó a saltitos todo lo rápido que le permitían las muletas, dejando que lo abrazasen con fuerza mientras reían y gritaban su nombre. Sonrió por primera vez en días, era justo lo que necesitaba.

Ya en casa, con las niñas acostadas, Dilipa se acercó a él con dos tazas de té caliente y le preguntó qué pasaba. Mewan suspiró, ¿por qué siempre se daba cuenta? Y le contó todo. Él y Florence aprovecharan los días que tuvieron juntos todo lo posible, pero finalmente llegó la gran final, y él y Harshani tenían que poner rumbo a Barbados, dónde su equipo acabaría perdiendo. Ambos sabían que la despedida estaba a la vuelta de la esquina, ese desenlace que habían tratado de retrasar lo máximo posible. Pero no podían luchar contra el tiempo.

Palabras, lágrimas, saliva, fluidos sexuales, sudor y hasta un poco de sangre los habían bañado esa última noche juntos, golpeada por un muro de realidad. No podían hacer nada, no podían condicionar sus vidas por alguien que conocían desde hacía unas semanas, por muy fuerte que fuese lo que sintiesen. Estaban en puntos distintos del mundo, en puntos distintos de la vida, y aunque era una mierda, era. Mewan aun así quiso convencerse de que podrían intentarlo, de que quizás podría funcionar. Y Florence respondió “Sí, podría. Pero sabes que lo mejor es...” Y supo que tenía razón.

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"Carpe diem." 

domingo, 8 de julio de 2018

Nubes de nieve, arena y sal


Palabras: Natación, Playa, Mar, Nube, Nieve

Unas suaves olas rompían contra la arena sin hacer apenas ruido, enmudecidas por los gritos de los niños que chapoteaban en la orilla mientras esperaban sus órdenes. Fatou prefirió darles unos minutos más de disfrute, así que se limitó a sacudir de sus pies descalzos las algas que se acumulaban en la playa y a observarlos unos minutos más. El viento mecía con delicadeza tanto su vestido como las hojas de las palmeras, una brisa plácida y fresca capaz de calmar a cualquiera. A cualquiera excepto a esos niños, tan llenos de vida y absortos de todo mal que asolaba sus vidas, que Fatou no podía sino, como cada día, odiar el momento de romper su burbuja de abstracción y hacerles volver al mundo real. Pero no quedaba otra. Así que colocó las manos a modo de altavoz alrededor de su boca y les gritó que era la hora.

Con una disciplina casi militar los niños salieron corriendo del agua hacia el montículo que habían formado con sus mochilas y su ropa, se secaron y cambiaron con rapidez, y se despidieron con un vivaz gesto de Fatou antes de dirigirse a toda prisa a clase. Todos salvo dos, un niño y una niña que se acercaron a ella y la abrazaron antes de seguir al resto de sus compañeros. Fatou sonrió y recordó a sus hijos que apurasen o llegarían tarde. En cuanto Pape y Safi se perdieron de su vista, comprobó que no había nadie a su alrededor, dejó caer su colorido vestido y su pañuelo sobre las algas y se apresuró a zambullirse en el agua.

Por Alá, no tenía palabras para describir como se sentía. Hacía siglos que no lo hacía, que no se metía en el agua más que para enseñar a todos esos niños a nadar, que no se relajaba ni se dejaba llevar por el líquido elemento que en ese momento bañaba cada milímetro de su cuerpo. Se sumergió una y otra vez, abriendo los ojos sin importarle lo irritados que fuesen a estar. Solo quería disfrutar de ese verdor azul, de las minúsculas criaturas nadando a su alrededor, de girar y girar sobre sí misma como si no existiesen leyes en ese húmedo mundo. Todo era posible ahí abajo, no existía bien ni mal, sólo ella y el agua. Pero no podía estar ahí para siempre.

Su cabeza rompió la superficie del agua con sus pulmones a punto de explotar. Se dio unos segundos para recuperar el aliento y el oxígeno, y decidió que ya era suficiente, que debía parar de hacer el tonto. Dio un par de largos de un lado a otro de la cala y se dispuso a salir. Pero no quería hacerlo. Se detuvo un momento, de espaldas a la orilla, flotando como si estuviese sentada en un cómodo trono inexistente. La inmensidad del océano se cernía ante ella, ni la más mínima sospecha de tierra a la vista, y no pudo evitar pensar en ellos. En esa otra hija y ese otro hijo que cuatro años atrás había dejado partir, jugarse la vida en unas aguas no muy distintas a las que la rodeaban, aunque sí muy lejanas, en busca de un lugar mejor, y, sobre todo, un futuro. Y como siempre, no pudo sino preguntarse, ¿lo habrían conseguido? ¿O su decisión los habría condenado?

Los recuerdos de aquel día la acompañaron mientras se secaba y se vestía. Ndèye, tan delgada y pequeña, abrazada con firmeza a aquella bolsa llena de recuerdos como si fuese lo más importante del mundo, y Amath, como siempre con una sonrisa en la cara, besando la frente de un Pape que apenas le llegaba a las rodillas, prometiéndole que volverían a verse. Ella misma, cogiendo con fuerza la mano de su marido mientras los veía subirse a la camioneta de aquellos desconocidos a los que les habían encomendado el futuro de sus hijos a cambio de todo el dinero que tenían. Se había equivocado, ¿verdad? Un bosquejo de lágrima se dejó sentir en sus ojos, pero no lloró. Ya había llorado lo suficiente. Sus niños se habían ido, Youssou había muerto, y Pape, Safi y Fama necesitaban una madre fuerte que cuidase de ellos, que los quisiese, que se encargase de que la historia no se repitiese. Así que no iba a llorar más. Pero había cosas en las que no podía evitar pensar. Y mucho menos recordar.

Recorrió lo más rápido que pudo el par de kilómetros que la separaban del mercado, atravesando un rebaño de ruidosos cebúes mientras intentaba esquivar el séquito de excrementos que siempre los acompañaban, hasta que por fin localizó el puesto en el que su madre y Fama ya estaban despachando el pescado capturado por sus hermanos a los clientes más madrugadores. Fatou se unió a ellas indicando a Fama que ya podía ir a clase, pero la adolescente vaciló y dirigió una tímida mirada a su abuela. Antes de que ésta abriese la boca ya sabía lo que le iba a decir, así que se lo impidió. Ni de broma, su hija iría a la escuela. Lo dijo con tal autoridad que ninguna de las dos se atrevió a replicarle, así que la joven recogió sus cosas y se despidió. Su madre la miró con reproche y Fatou le sostuvo la mirada hasta que la otra desistió y volvió a centrarse en colocar el pescado. Fatou asintió para sí misma e hizo otro tanto.

Sabía perfectamente que no podría proveer un gran futuro para sus hijos, pero haría lo posible por intentarlo. Ya había tenido que mandar a dos hijos a la incertidumbre, y no quería tener que repetirlo. Ella ya se había tenido que resignar a no alcanzar sus metas, y no quería que se repitiese tampoco. Recordaba cuando creyó que todo sería posible. Cuando ella y Youssou soñaba con vivir en las nubes, y creían que lo habían logrado. Se habían casado, habían abandonado la pequeña Palmarín y se habían mudado a Dakar, a la gran ciudad. Y todo había sido fantástico, un sueño. Hasta que dejó de serlo. Y sin trabajo, sin casa y con seis niños a cuestas habían vuelto a casa, derrotados. Su madre y sus hermanos les habían acogido de nuevo, y la pesca y el mercado se habían convertido en sus nuevas nubes. Unas nubes de tormenta que no eran capaces de alimentar tantas bocas. Todavía podía sentir en sus brazos a Yandé, su pequeña princesa. Oh, tan pequeña, tan hermosa. No tenía ni dos años cuando regresaron a Palmarín. Y tampoco los había cumplido aún el día que dejó de respirar para siempre y su corazón se detuvo. Y se había prometido que ninguno de sus hijos seguiría su camino. Pero se le antojaba una promesa más que imposible, o eso creía, hasta que Youssou conoció a aquellos misteriosos hombres disfrazados de salvadores.

Fatou no confiaba en ellos por completo, y sabía que su marido tampoco. ¿Pero qué podían hacer? Ellos no podían acompañarlos. Tenían que pensar en sus hijos pequeños, que los necesitaban y no serían capaces de sobrevivir a ese arriesgado viaje. Pero Ndèye y Amath eran lo suficientemente mayores, lo suficientemente fuertes. Eran los únicos que tendrían una oportunidad. Aun así les había preguntado, una otra y vez, con su corazón deseando que se negasen. Pero eran responsables, valientes e increíbles, y querían ayudar. Querían dejar de ser una carga, y más que encontrar un futuro para ellos mismos, creían mejorar las oportunidades de sus hermanos. Y una y otra vez habían dicho que sí, que irían a Europa con esos hombres, que conseguirían un trabajo, dinero, una vida, y volverían a por ellos. Y como se temía, no los había vuelto a ver. Desde el primer momento sabía que era lo más probable, pero no había sido consciente hasta que pasó. Hasta que sintió lo que era no saber si llorar por ellos o si respirar aliviada. No saber si estarían viendo la nieve en las montañas del norte por primera vez, o si estarían flotando en el medio del Mediterráneo. 

Su madre se empañaba con consternación en eso último. Apenas unas semanas después, tanto Fatou como los pequeños habían cogido un catarro, una tontería que se pasó en unos días. Pero para su madre significaba mucho más, ya que se decía que los resfriados entre la gente de su clan eran un mensaje del más allá, que les comunicaba que uno de los suyos había dejado el mundo de los vivos. Pero Fatou no quería creerla, y sobre todo, no sabía creerla. ¿Cómo iba a hacerlo? Habían discutido por ello, su madre le había recriminado que no asumiese la muerte de sus hijos, que no dejase de esperarlos, y que no se centrase por completo en sus otras tres criaturas. Pero Fatou se negaba, no iba a dejar que una antigua tradición y un estúpido catarro definiesen su vida. Ya tenía suficiente, y las cosas no habían mejorado.

Youssou había muerto poco después, faenando con sus hermanos en la costa, tras un gran temporal. Fatou sí que se había permitido llorar aquella vez. No solo por el hombre que la llevó a las nubes para después devolverla a la yerma y baldía tierra, sino porque no podía evitar pensar que eso les había podido pasar también a Ndèye y Amath. Y no creía que una patera a rebosar de personas fuese a aguantar mucho mejor un temporal que las maltrechas barcas pesqueras de sus hermanos. Y entonces Fama la había abrazado y le había secado las lágrimas, y le había prometido que todo iría bien. Y esa fue la última vez que lloró. Era ella quien tenía que secar las lágrimas de Fama, quien tendría que prometerle que todo iba a ir bien. Quien haría todo lo posible por que todo saliese bien.

Ella había tenido su oportunidad y había fallado. Sus hijos mayores quizás la tuviesen y hubiese tenido éxito, pero nunca lo sabría. Había aprendido que la vida era así, que para bien o para mal, no volvería a saber nada de sus hijos. qQue nunca sabría si habían alcanzado las nubes y jugaban en la nieve, o si yacían en el fondo del mar. Pero una cosa tenía clara. Eso no volvería a pasar. Haría todo lo que estuviese en su mano para llevar a sus hijos a las nubes, pero sin que despegasen los pies del suelo. Les enseñaría a no cometer sus errores, a que no tuviesen que pasar todo lo que ella había pasado. Y si les tocaba pasarlo, como era muy probable en el cruel mundo en el que les tocaba vivir, ella estaría allí para ellos. Esta vez ella lo sabría, para bien o para mal. Ella sabría qué sería de ellos, hasta que llegase un futuro en el que podría dejarlos vivir, observarlos a lo lejos y relajarse. Estaba segura de que nunca dejaría de preocuparse por ellos, y de que nunca dejaría de pensar en Ndèye y Amath, de desear que apareciesen de repente en su puerta, pero su vida dejaría de girar en torno a esa agobiante sensación. Podría centrarse en encontrar sus nuevas nubes, en pasar el resto de sus días preocupándose solamente por llegar al siguiente, y, de cuando en cuando, de zambullirse en el agua del mar y no sentir más que azul y verde en sus ojos y arena y sal en su piel.

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"La incertidumbre es casi peor que el dolor, como quizás comprendas algún día." 
Elizabeth Johnson Kostova

Para saber qué fue de Ndèye y Amath, Sonrisa olvidada.