domingo, 27 de agosto de 2017

Sonrisas y lágrimas, y viceversa

Palabras: Gótico, Huidizo, Labilidad, Correlativo, Esperpento

-¡Eh tú, esperpento!

Jukka intentó ignorarlo y aumentó el ritmo con el que retiraba la nieve de su bicicleta. Varias voces repitieron el grito, y entonces se giró. Los pesados de siempre. Media docena de chavales, que no debían tener ni dieciocho años, lo señalaban y gritaban mientras se acercaban a él. Jukka apuró, abrió el candado y se montó en la bici, sin importarle la capa helada que aún cubría el sillín. Pedaleó a toda velocidad, con el culo empapado y su capa ondeando aparatosamente a su espalda, hasta que de repente notó como una de las ruedas se movía hacia donde no debía, la gravedad dejaba de tener sentido y la nieve y su espalda crujieron al unísono.

A lo lejos pudo escuchar como los adolescentes se deshacían en carcajadas, y trató sin éxito de reprimir las lágrimas de dolor y vergüenza mientras una desconocida le ayudó a incorporarse. Se lo agradeció rápidamente y se montó en la bicicleta de nuevo, alejándose lo más rápido posible de las risas y los aullidos de “esperpento”. Como le solía pasar en momentos como ese, sus lágrimas fueron sustituidas por unas incontenibles carcajadas, ahogadas por el viento, que era incapaz de comprender ni reprimir.

En cuanto llegó a casa, con la espalda dolorida y el orgullo hecho escombros, se quitó la capa y las botas negras y se dejó caer en el sofá. Como siempre, encendió la televisión mientras cogía un espejo de mano y unas toallitas desmaquilladoras. Limpió la capa blanca que cubría su cara y el negro de sus labios, al mismo tiempo su mente se sumergió en una noticia sobre el segundo retiro de Michael Jordan de la NBA. Todavía no podía creérselo. Jukka sintió como las lágrimas comenzaban a deslizarse por su rostro a medio desmaquillar y cambió de canal. Menos mal que no había nadie para verlo. En la pantalla aparecía ahora una reportera informando del tiroteo cometido por una mujer en la capital, y en cuanto notó que el llanto quería apoderarse de nuevo de su ser, apagó la televisión y se centró en las toallitas.

En su mente se quedó grabada la imagen de la joven periodista en las calles nevadas de Helsinki, y pudo sentir de nuevo la punzada de dolor al golpearse contra el suelo, las manos rojas del frío y, sobre todo, los insultos. Unos insultos que no eran cosa de un día, ni de una persona, unos insultos que lo perseguían todos los días de su vida, sin importar lo rápido que huyese de ellos. Las miradas de asco que le dirigían, las madres que apartaban a sus hijos de su camino, los dedos señalándolo por doquier,… ¿Y cómo respondía él? Huyendo. Siempre huyendo.

Estaba apretando con tanta fuerza el mando de la televisión que tuvo que soltarlo de golpe para que la sangre volviese a circular por sus dedos. Mejor nada de pensar en esperpentos, ni en Air Jordan, ni en la labilidad emocional que le hacía aún más difícil la vida. Cogió el discman, se puso los auriculares y dejó que The Cure calmase sus atolondradas neuronas mientras terminaba de desmaquillarse.

-¿Qué significa correlativo, tito Jukka? –le preguntó su sobrina al día siguiente, mientras le ayudaba con sus deberes.

-Pues algo correlativo es algo que está relacionado con otra cosa, y que cambia cuando cambia esa otra cosa. Mmmmm, espera Riikka, mejor déjame pensar un ejemplo. Mira, por ejemplo, el crecimiento de la barba de tu padre es correlativo al tiempo que tu madre está fuera por trabajo.

Tapio pegó una colleja a su hermano pequeño nada más oír el comentario, y Riikka sonrió y asintió, asimilando la respuesta.

-¿Es como cuando la barriga de papi crece más cuanto más días pasamos en casa de los abuelos?

“O como tu tío pone pies en polvorosa cada vez que escucha la palabra esperpento”, pensó Jukka, aunque se limitó a asentir afirmativamente a su sobrina. Riikka se puso a escribir en su cuaderno y Jukka prosiguió la conversación con su hermano, quien tampoco se había recuperado de lo que ambos coincidían en que se trataba un punto y aparte en su deporte favorito. La charla se vio acompañada por los arrítmicos silbidos de Riikka, y aunque Jukka trataba de perderlos en el sonido ambiente, le molestaban más y más cada vez, hasta tal punto que tuvo que cortar a Tapio abruptamente, diciendo que tenía cosas que hacer, y dejó apresuradamente el apartamento.

Jukka se apoyó contra la pared del rellano y se dejó caer mientras apretaba los puños con fuerza. Desde allí podía escuchar la voz ensordecida y confusa de Riikka preguntando a Tapio qué había pasado. Se maldijo. Su hermano lo conocía perfectamente, sabía que incluso algo tan simple como el adiós de Michael Jordan podría haberlo hecho reir, llorar y romper la pared de un puñetazo. Pero ella… Esta vez Joy Division fueron los encargados de intentar distraerlo, pero no fueron capaces. No podía dejar de pensar en lo que casi le respondió a su sobrina. Quizás no solo era correlativo que huyese cada vez que le insultaban. ¿Y si le llamaban esperpento porque huía? ¿Y si lo único que hacía era dar fuerza a un círculo vicioso del que no podía escapar? Tal vez la única forma de huir de él era no huyendo.

-¡Oye, esperpento, ven aquí!

Como un reloj, todos los días a la salida del trabajo, allí estaban. Sin embargo, esta vez no correría como un corderito asustado, pero tampoco se enfrentaría a ellos. Se limitó simplemente a seguir caminando a un ritmo normal hacia su bicicleta, a retirarle el candado con calma para poder irse a casa. Esperpento no era más que un conjunto de letras, una palabra que, como cualquier otra, se llevaba el viento. Podría hacerle daño, sí, pero no tenía por qué tenerle miedo. Los chavales seguían gritando, sus voces cada vez sonaban más cercanas, pero él no se inmutó. Hasta que las sintió demasiado cerca, alzó la cabeza del candado y se dio cuenta que lo habían rodeado. Le dio un ataque de risa, y ellos a él una paliza. Eso no quería decir que no hubiese tomado una buena decisión, que no había hecho bien. Solamente significaba que se había olvidado de tener en cuenta una cosa. La gente puede ser muy imbécil.

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"Hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Y el universo no estoy tan seguro." 
Albert Einstein

lunes, 29 de mayo de 2017

Todo irá bien

Palabras: Supercalifragilisticoespialidoso, Vibrador, Cámara, Llama ángeles, Alpaca

Los ojos de Ngurah se perdieron entre las llamas, hipnotizados. Rojo, amarillo y naranja se abrazaban y lamían entre sí, consumiéndose poco a poco hasta que no quedó nada de ellos, solo cenizas. Solo entonces la música ceremonial regresó a sus oídos, y el cuerpo de Ngurah se movió lo más mínimo, para buscar a su hermana con la mirada. Suryani estaba allí, a su lado, observándola con una sonrisa. Siempre le hacía gracia lo absorta que se quedaba con el fuego.

Sus mejillas se ruborizaron y se llevó las manos al vientre. Apoyó una sobre la piel, para poder sentir a su pequeño, y con la otra sostuvo el llamador de ángeles que pendía ante su ombligo. En cuanto Gobiah naciese no podría pisar el pura en unos meses, se vería privada de ese fuego que la tranquilizaba más que nada en el mundo. Para los balineses no había nada más sagrado que la música, pero ella la siempre la ignoraba. No, para ella no había nada más sagrado que el fuego que la hacía olvidarse de todo. Pero quizás no se diese ni cuenta, para aquel entonces tendría a una hermosa criatura en casa que le recordaría todo lo bueno del mundo.

En cuanto terminó la ceremonia, Ngurah y Suryani recogieron sus cestas para las ofrendas, ahora vacías, y corrieron hacia el coche. Se había alargado demasiado, y la primera tenía una reunión importante. Instó a su hermana a que condujese a toda velocidad por el puente que unía la isla en la que se encontraban con Denpasar, pero se negó. Ya era demasiado peligroso conducir por las carreteras indonesias como para hacerlo con una embarazada de copiloto.

El enorme cartel con una alpaca hablando por un teléfono móvil que gobernaba el edificio al que se dirigían, mucho más alto que las bajas construcciones habituales en Denpasar, podía atisbarse a calles de distancia. Pero eso no quería decir que estuviesen cerca. Ngurah apremió a Suryani, pero ella no podía hacer nada contra el tráfico. Llegaría tardísimo a la reunión, era un hecho. Suspiró.

-No te van a despedir por llegar tarde una vez en tu vida, Ngurah.

-Lo sé.

Eso no era lo que la preocupaba. Suryani la dejó en la entrada del edificio y ella corrió hacia los ascensores a toda la velocidad que podía alcanzar con ese contrapeso que ahora tenía en el vientre. No sirvió de nada, la reunión había empezado y no la dejaron entrar. Ngurah gritó, sin importarle que sus compañeros estuviesen delante, y se fue enfurecida a su despacho. No podía culpar a nadie más que a si misma, pero eso no apaciguaba el cabreo. Agarró el llamador de ángeles y lo agitó. Se suponía que la música que producía no solo servía para calmar al feto, sino que también a la madre. Lo agitó una y otra vez, cada vez con más furia, pero no servía de nada. Se lo arrancó de un tirón, rompiendo la cadena, y lo arrojó contra la pared.

Nada más llegar a casa, escuchó la silla de ruedas de Windha dirigiéndose hacia la entrada. Ngurah saludó a su marido acariciando cariñosamente su mejilla con la nariz, y él le preguntó cómo había ido su día. Bien, le dijo. No le había contado nada sobre el posible ascenso porque esperaba que fuese una sorpresa. Menos mal. Windha la miró con preocupación, y ella le aseguró que estaba bien. El hombre asintió, pero Ngurah sabía que no era tonto, y que se había dado cuenta. Era consciente de que si le insistía otra vez en ese momento, le acabaría contando todo, así que se excusó para ir a la ducha. Necesitaba aclararse.

Mientras las gotas de agua caliente caían sobre su piel, intentó poner su mente en orden. Por una estupidez, por una visita al pura que se había alargado, había perdido el maldito ascenso. Y lo habría tenido fácil. Su jefe le había dicho que con el buen trabajo que estaba haciendo últimamente, con una simple presentación decente lo tendría en la palma de las manos. Había pasado noches en vela, entre antojos y vómitos, preparándola. Era perfecta. Habría sido un supercalifragilisticoespialidoso, un chasqueo de dedos, y un aumento de sueldo aparecería en su cuenta bancaria. Pero había tenido que ir al pura de la isla para pedir suerte a los dioses. No le había valido el día anterior, ni cualquiera de los otros templos de la ciudad, no. La culpa era suya.

Cerró los ojos al poner la cara bajo la alcachofa de la ducha, y todo lo que vio fue la siempre sonriente alpaca del logo de su empresa, mirándola, riéndose de ella. Tantos años estudiando ingeniería, matándose a trabajar para esa peluda alfombra con patas, ¿y ahora qué? ¿Bastaría su sueldo para pagar esa casa, para mantener a un marido que no aceptaban en ningún trabajo y a un hijo que estaba por venir? No lo creía.

Abrió los ojos, pero la sensación de la alpaca riéndose de ella seguía en su cuerpo. Intentó pensar en otra cosa. El gigante cartel de su edificio se prendía en llamas, colores cálidos que lamían al estúpidamente feliz animal y a su estúpido teléfono. El fuego que danzaba ante ella, que siempre conseguía relajarla, esta vez no servía de nada. La sonrisa blanca seguía allí, entre las llamas, convirtiéndose en culpa en vez de en ceniza.

No sabía cuánto debía llevar en la ducha, pero no podía ir con Windha en ese estado. No podía verla así, a punto de estallar en lágrimas, o de romperse la mano contra la pared, o de una combustión espontánea. Necesitaba relajarse. Su mirada se encontró con el alargado aparato metálico que guardaba en la estantería de la ducha, y lo recogió. Si el sexo no la calmaba, nada lo haría. Lo llevó a la entrepierna y lo encendió. Pero por más que lo intentó, las vibraciones le transmitían nervios, no placer. Siguió insistiendo, si el fuego no había funcionado, eso tenía que hacerlo. Pero lo único que consiguió fue hacerse daño, y al igual que el llamador de ángeles, lo lanzó con todas sus fuerzas contra la pared, rompiendo un par de baldosas. Genial, algo más que pagar.

Ngurah llegó por fin a la cocina, con los ojos y los nudillos enrojecidos. Estaba convencida de contarle todo a Windha, como la había fastidiado, como había jodido su futuro. Pero aunque la cena estaba servida, su marido no estaba allí. Ngurah lo llamó, pero nadie contestó. Se asustó durante un instante, pero en seguida se dio cuenta de que había algo más que la vajilla sobre la mesa. Una cámara de vídeo, con una nota escrita a mano sobre ella. “Todo irá bien.” Era la letra de Windha.

La cámara estaba encendida, y Ngurah le dio al play. El lugar que apareció en la pequeña pantalla le resultó muy familiar. Era el pura de la isla de Serangan, el mismo al que había ido esa mañana. No entendía. Entonces vio a gente llegando al lugar, vio las ropas que llevaban, reconoció algunas caras. Era el día de su boda. El vídeo se cortó un segundo, y los invitados y la panorámica del hermoso pura fueron sustituidos por el fuego ceremonial, prendido para que Agni fuese testigo de su unión.

Al ver las llamas, Ngurah sintió como todo su cuerpo se relajaba, las preocupaciones se escondían en lo más profundo de su mente, e incluso una sonrisa se formaba en sus labios. Y no era por el fuego. Sino por el “Todo irá bien” escrito a toda prisa en ese pedazo de papel pegado con celo a la cámara. O más bien, por la persona que lo había escrito. Windha tenía razón, todo iría bien. Lo tenía a él a su lado, tendría a Gobiah, seguía teniendo su trabajo. Algo se les ocurriría, se las apañarían, como siempre. No eran Mary Poppins, no les bastaría con una palabra inmensa y un chasqueo de dedos para conseguir lo que deseaban. Necesitarían más esfuerzo y tiempo, pero lo harían igualmente. Y, quizás, si tenía tiempo, podría comprar un poco de pintura negra para tapar la sonrisa de esa alpaca de cartel.

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"Si no existiera el invierno, la primavera no sería placentera, y si no pasamos por la adversidad, la prosperidad no sería bienvenida." 
Anne Bradstreet

jueves, 18 de mayo de 2017

Unicornafobia

Palabras: Examen, San Pepe, Trump, Lentejas, Unicornio

Las lentejas se atragantaron en la garganta de César cuando escuchó la noticia, y se puso a toser como loco mientras la voz de la subinspectora Villalobos preguntaba confusa desde el teléfono qué demonios le pasaba. Rónald le golpeó la espalda hasta que dejó de toser, y con lágrimas en los ojos y fuego en las mejillas, César volvió a prestar atención a su móvil tras tomar un largo trago de agua. Sí, había entendido las órdenes, allí estaría. En cuanto colgó, César suspiró con impotencia, y Rónald le cogió de la mano para tranquilizarlo.

-Papi, no quiero que vayas a San Pepe.

César sonrió con pesar. La manía de Lluvia de llamar San Pepe a San José siempre conseguía sacarle una sonrisa, aunque no tuviese gana ninguna de hacerlo. Fernanda acarició la cabeza de la pequeña y César le contestó que volvería antes de que se diese cuenta. Cruzó una mirada con Fernanda, pero ninguno dijo nada. Rónald entonces entró en la cocina con Elísabet en brazos y los gemelos correteando tras él, y César aprovechó para escabullirse mientras los otros dos daban el desayuno a los niños.

Se puso el uniforme azul con parsimonia, mientras rezaba que pasase algo, cualquier cosa, que le impidiese ir allí. Pero sabía que no iba a ser. “Yo tampoco quiero ir a San Pepe, cariño”, querría haberle dicho. Pero solo tenía siete años, no quería preocuparla. No quería decirle que iba a hacer algo que odiaba. Que iba a proteger a la persona que ponía en peligro la existencia misma de su familia, que ponía en peligro todo en lo que creía.

La presidenta Eugenia Soler Gelmírez, o la Trump de Costa Rica, como la llamaban coloquialmente, daría en la capital su primer discurso oficial tras ganar unas reñidas elecciones. Y a él, como miembro de las Fuerzas Públicas, le correspondía participar en la seguridad del evento. Aunque la detestase, aunque la temiese, aunque lo primero que pensó en cuanto vio los resultados electorales fuese hacer las maletas y cruzar la frontera, cualquier frontera, antes de que imitase a su tocayo y levantase muros en ellas.

Rónald se acercó a él por detrás y le ayudó a colocarse el cinturón antes de darle un cariñoso abrazo. César se giró  repentinamente y lo besó en los labios. Lo siento, dijo en cuanto se separaron. Ambos tenían claro que no se refería al beso.

-No tienes que disculparte, es tu trabajo.

Los dos bajaron las escaleras, donde Fernanda les esperaba con los críos. Ella se acercó a César, lo besó y le susurró al oído que todo iría bien, que no  pasaba nada. Pero sí que pasaba. La abrazó por la cintura y echó una ojeada a sus hijos. Lluvia cogía en brazos a Elísabet como podía, mientras Nirel y Derek se peleaban, como siempre. La primera tenía los ojos de Fernanda, la segunda, los de Rónald, los chicos, los suyos. Pero todos tenían algo en común. Todos eran una bendición para los tres. Una bendición que la mujer para la que trabajaba ahora llevaba toda su vida luchando por impedir.

-Papi, no quiero que vayas a San Pepe.

“Ojalá te hubiese hecho caso cariño”, pensaba César mientras cubría las tres horas que había en coche desde Limón a la capital. Las manos le sudaban, los ojos le picaban y las sienes le palpitaban. Se sentía como si estuviese en algún tipo de examen, nervioso, inseguro, asustado. Y en parte así era. Un examen en el que demostrar si valoraba más su trabajo o sus creencias. Un examen que si no fuese porque había cuatro niños a los que mantener, no le habría importado suspender.

Aún no entendía como esa mujer podía haber ganado las elecciones. Nadie lo entendía. Apenas seis años atrás, cuando el verdadero Trump había sido proclamado presidente de Estados Unidos, todos los ticos habían estado de acuerdo en que era una locura. Y lo mismo cuando fue reelegido. Y cuando apareció esa mujer, cuando fueron evidentes sus similitudes, César pensó que no tenía ninguna oportunidad. Ni se había preocupado. Pero enseguida Soler demostró de lo que era capaz, que podía hacer creer a medio país que los unicornios existían y se alimentaban de arco iris si ella quería. Y tras el recuento de votos, los unicornios invadieron Costa Rica, y homosexuales, indígenas, nicaragüenses, jamaicanos, mulatos, asiáticos, todos se levantaron al día siguiente con miedo, porque ahora eran el enemigo. Su propia familia era el enemigo.

-Papi, no quiero que vayas a San Pepe.

Las palabras de Lluvia resonaban en su cabeza mientras observaba desde su puesto como la presidenta vendía unicornios a una alborotada muchedumbre. La mitad de ellos la animaban, la otra mitad la abucheaban, pero sus gritos se mezclaban de tal forma que todos sonaban igual. A César le encantaría estar ahí abajo, sosteniendo pancartas de protesta, luchando por un futuro mejor para sus hijos. Pero tenía un trabajo que hacer, por mucho que le pesase.

Patrullaba con el agente Velázquez en las cercanías del recinto cuando se fijó en algo. Un extraño brillo parpadeante procedía de una de las ventanas de un edificio cercano. Sospechoso. Cogió los prismáticos para verlo mejor. Una figura borrosa, con algo que parecía un fusil en las manos, apuntando hacia el escenario. Bajó rápidamente los prismáticos, y miró al agente Velázquez. No se había dado cuenta.

Podía callarse. Podía callarse y dejar que el francotirador tuviese éxito. Nadie le echaría la culpa a él, no personalmente. Nadie sabría nada, y quizás el país se librase de un futuro que daba miedo, de esos unicornios aterradores que pastaban por doquier. Tal vez se convirtiese en una mártir, pero podía arriesgarse. Podía dejar morir a esa mujer que detestaba, que ponía en peligro todo lo que tenía. Podía suspender ese examen que le estaba haciendo temblar como si tuviese el síndrome de abstinencia, podía dejarlo e irse. Podía estar asegurando un país mejor, un país más seguro para miles y miles de personas. Solo tenía que dejar morir a una persona que era la manifestación de la peor de sus pesadillas. Solo eso.

Vio como una bala reventaba el cráneo de Soler. Como caía sobre el escenario, con un manantial de sangre brotando sin cesar desde su cabeza. La gente gritaba asustada. El caos asolaba Costa Rica durante unas semanas. Pero al final se acababa. Su familia permanecía unida, y de la misma manera, muchas otras. Nada de deportaciones, nada de prohibiciones. Lluvia, Nirel, Derek, Elísabet, los cuatro crecían en un lugar seguro, los cuatro se convertían en lo que fuese que quisiesen convertirse, sin miedo, sin temer a esos unicornios que ni recordaban que habían sido liberados por el país. Nada de muros, nada de miedo infundado, nada de enemigos. Sí, ese era el futuro que deseaba, y lo único que debía hacer para salvaguardarlo era callarse. 

-¡Agente Velázquez coja los prismáticos, necesito que compruebe una cosa, rápido!



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"A través de la violencia puedes matar al que oidas, pero no puedes matar el odio." 
Martin Luther King


miércoles, 3 de mayo de 2017

Nuevo mundo tras nuevo mundo

Palabras: Galgo, Guitarra, Gafas, Anillo, Chocolate

Immookalee no era capaz de asimilar lo que estaba viendo. No era un río, estaba claro, pero no podía ser… Era imposible. Limpió las gafas una y otra vez con la manga del vestido, pero la imagen no cambiaba. El inmenso océano Atlántico se cernía ante ella, imponente, interminable. Sin pensar, se quitó la cofia y deshizo el moño, dejando que la brisa marina jugase con su larga cabellera a placer. El aire y el pelo le molestaban en los ojos, pero se negaba a cerrarlos. No era el fin del mundo pero lo parecía, y no podía estar más emocionada por ello. Miró a Hiram con una sonrisa y él se la devolvió.

-Bienvenida a Nueva York.
                                   
Habían llegado a Manhattan en una pequeña embarcación la noche anterior. A pesar de la oscuridad, ya era evidente que el río Chattahoochee, a cuyas orillas se había criado, no era nada en comparación. El olor era distinto, el sonido también, incluso las gotas de agua que la salpicaban tenían un sabor completamente diferente. Pero hasta que amaneció y Hiram la llevó en otra barca a la vecina Queens, desde dónde podía contemplar el Atlántico en todo su esplendor, no se pudo hacer una idea de cuán distinto era. De qué pequeña la hacía sentirse, de qué grande era el mundo, y cuánto le faltaba por conocer.

Y no solo había sido su primer contacto con el océano lo que la había hecho sentirse insignificante, sino Nueva York. Apenas había salido de su pequeño poblado hasta que conoció a Hiram. Con él se había asombrado ya al visitar grandes ciudades como Charleston o Filadelfia, pero Nueva York era otra historia. Los edificios, las personas, el alboroto, los carruajes… Ni sus ojos ni sus oídos, ni siquiera sus fosas nasales, daban abasto para procesar todo aquello.

Un ladrido impaciente la hizo saltar del susto, pero solo era Haag, que estaba inquieto por el trayecto en barco. Immookalee acarició al galgo para calmarlo y dirigió su mirada a Hiram de nuevo, que en ese momento estaba hablando con unos conocidos. Nunca habría podido conocer ese nuevo mundo si no fuese por él. Acarició la única joya que poseía, un sencillo pero hermoso anillo, y sonrió con nostalgia. 

Había sido hacía un par de años atrás, si no se equivocaba, en la primavera de 1808. Ella acababa de cumplir los dieciséis años, y su madre y su tío no cejaban en su empeño de buscarle un fuerte e inteligente marido que reforzase la familia. Pero ningún joven de la zona quería saber nada de ella, de esa joven esquelética, torpe y cubierta de magulladuras, que era incapaz de caminar más de cinco minutos seguidos sin tropezar, o de coser el más simple de los remiendos.

Recordaba la borrosa silueta un grupo de hombres blancos que habían llegado a caballo a su poblado, los primeros que había visto en su vida. Todos sus vecinos habían ido corriendo a recibirlos, como si fuese el acontecimiento del año, pero ella no. No, ella no había conocido a Sir Hiram Johannes Schuyler hasta esa misma noche, cuando después de la reunión de los ancianos con los hombres blancos, su madre le había pedido que la acompañase a llevar algo de comida a los visitantes.

Todavía guardaba la imagen de esas hogueras combatiendo con la oscuridad, rodeadas de misteriosas figuras que no pudo distinguir bien hasta que se encontró a un par de metros de ellos. Aun así, el nerviosismo y el miedo la hicieron pasearse entre ellos con la cabeza baja, repartiendo los refrigerios que había preparado su madre, hasta que lo oyó. Un rítmico y suave sonido que recorrió todo su cuerpo, y una grave voz, quizás no tan melodiosa, pero sí igual de hipnótica, acompañándolo.

Immookalee se había acercado poco a poco, casi subconscientemente, al hombre y a la guitarra que estaban haciendo latir su corazón al ritmo de la música. Y así fue como lo conoció. Hiram enseguida se había dado cuenta de que ella estaba entendiendo la letra de su canción, y se había sorprendido mucho de que una joven cherokee de un poblado tan remoto fuese capaz de entender inglés sin problema. Al fin y al cabo, su tío, al contrario que ella, sí que era un hombre de mundo, y ella siempre había poseído una esponja por mente.  

Hiram la había invitado a sentarse con ellos, y en cualquier otra ocasión Immookalee lo habría rechazado. Podía ser su primer contacto con el hombre blanco, pero todos oían historias, historias que advertían a cualquier joven indígena de los peligros de acercarse a un estadounidense de cincuenta años. Pero había algo en él que le transmitía seguridad, una voz en su interior que le aseguraba que no pasaría nada, así que se arriesgó. Y gracias a dios que lo hizo. Esa noche no durmieron en absoluto. Hablaron y cantaron hasta el amanecer, compartiendo sus diferencias, bañándose en sus historias.

El hombre incluso le enseñó a tocar la guitarra, a hablar mejor su idioma, y ella le enseñó algo del suyo. Si algo le quedó claro es que ese hombre no quería nada de ella que ella no quisiese darle. La veía como a una igual, una alumna en todo caso, no como a un ser inferior, ni como a un cacho de carne, ni como a una fábrica de niños, como sí hacían sus compañeros con las mujeres del poblado. Al día siguiente, Hiram y los suyos se marcharon, pero le prometió que volvería.

Y así hizo. Apenas un par de meses después, Hiram había vuelto, esta vez en carruaje y con un séquito más pequeño. Entre ellos estaba un hombre al que los demás llamaban el oculista. Immookalee jamás había oído esa palabra, pero nunca la olvidaría. El hombre le hizo unas pruebas de vista y tanto él como Hiram le prometieron que volverían con algo para ella. Y de nuevo, así fue. Gafas les habían llamado. Immookalee no se había fiado para nada del regalo, estaba segura de que podía confiar en Hiram, pero no le hacía gracia ninguna ponerse eso en la cara. Su tío la había convencido, prometiéndole que sabía lo que eran y que no le harían daño. Y en efecto.

Esa había sido la primera vez que Hiram le había abierto los ojos, antes aún de enseñarle el país, Nueva York o el océano. Le había descubierto el primero de los nuevos mundos que conocería gracias a él, y aunque no el más impresionante, sí el más importante. Hasta ese momento no había sido consciente de que su torpeza era debida a que simplemente tenía problemas de visión, nunca había sabido que había otra manera de ver las cosas, que había un velo que se lo impedía. Tantos detalles pasados por alto por su retina a lo largo de los años, detalles que ni siquiera sabía que se había perdido. Hiram tuvo una larga conversación con ella ese mismo día, y después con su madre, su tío, su padre, las ancianas y quien hizo falta. E Immookalee aceptó, y lo mismo hicieron todos los demás, después de preguntarle a ella si confiaba en él. ¿Cómo no iba a fiarse de él a esas alturas?

Primero viajaron hasta Savannah, dónde vivía la familia de Hiram. Nada más llegar se casaron, ya que él no quería que Immookalee fuese tratada como su esclava o su amante, y ella adoptó el nombre legal de Virginia Anne Schuyler. Como Hiram le había prometido, ni consumaron el matrimonio, ni dejaron de usar su nombre de nacimiento en ningún momento. A partir de ese momento, Immookalee nunca volvió a dudar de que no se había equivocado al confiar en Hiram. No sabía por qué lo hacía, tampoco se lo preguntó nunca. Pero la había salvado, le había regalado una gran oportunidad, y jamás se lo podría agradecer lo suficiente. Antes de dejar la ciudad adoptaron a un pobre galgo callejero que se encariñó con la joven y él le prometió llevarle a la ciudad más bonita de América. Y, de nuevo, así hizo.

Haag movió la cola como loco cuando vio que Hiram se acercaba de nuevo a ellos. Le dijo a Immookalee que tenía una sorpresa para ella, pero que no podía contárselo todavía. Odiaba cuándo le hacía eso, pero sabía que no le podría sacar nada. Pasó toda la tarde encerrada en la posada neoyorquina en la que se alojaban, impaciente, mientras se encargaba de actualizar y revisar el libro de cuentas de Hiram. Él estaba fuera para preparar la sorpresa, y ella no podía esperar a saber de qué se trataba. Sonaba a que era algo más grande que todo lo que ya había hecho por ella. Y no se le ocurría nada en absoluto que fuese mayor que su visión, Nueva York y el océano.

En cuanto se lo dijo, estuvo a punto de atragantarse con el chocolate caliente que estaban bebiendo. No se lo podía creer. Irían a Europa. Cruzarían el inmenso e interminable océano. Era un sueño. Esto no le podía estar pasando, no a ella. Hiram la besó en la frente y la dejó asimilándolo. Pero no podía asimilarlo. Si aún ni era capaz de hacerse a la idea de las lentes de cristal que le permitían ver cada una de las arrugas en las mejillas de Hiram,  ni de la inmensidad del océano, ni siquiera al sabor del chocolate que acariciaba su garganta, ¿cómo iba  asimilar eso? ¿Cómo iba a creerse que iba a cruzar al otro lado del fin del mundo? Si hasta un par de años atrás le hubiesen dicho que la totalidad del universo estaba conformada por su poblado, el río y los bosques de alrededor se lo habría creído.

Immookalee, con el chocolate aún manchándole los labios, besó el frío anillo que llevaba puesto desde aquel día en aquella pequeña capilla a las afueras de Savannah. No iba a mentir, no había sido el día más feliz de su vida, como proclamaban muchas recién casadas. No, aquello había sido un mero trámite. Pero un trámite que había sido el comienzo de la época más emocionante de su vida. Hiram lo había dado todo por ella, y ella había intentado corresponderle. En unos meses había aprendido a administrar su dinero y a tocar la guitarra mejor que él mismo, le había servido de traductora, le había apoyado con su compañía y su energía. Y aun así, sabía que no era suficiente, porque le debía todo y más. Porque gracias a él, gracias a ese anciano ángel desinteresado, esa chica torpe, flacucha y medio ciega destinada a ser una solterona solitaria atrapada en su pequeño poblado de por vida, había descubierto nuevo mundo tras nuevo mundo. Y aún eran más los que le esperaban ahí fuera.


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"No hay nada que perder, y tal vez mucho que descubrir." 
Elizabeth Gilbert


martes, 4 de abril de 2017

Come, reza, calla

Palabras: Gato, Monja, Fantasma, Mansión, Barril

Birutė se bajó del coche en aquel pueblecito a las afueras de Vilna, y se abrigó todo lo que pudo con la fina chaqueta de lana que llevaba. Se despidió del conductor, agradeciéndole que la acercase hasta su destino. Ojalá tuviese algo de dinero con el que pagar su buena voluntad, pero sus únicas pertenencias eran las prendas que llevaba puestas, y un par de baratijas que no ocupaban ni la mitad del espacio de su bolsa de mano.

Protegió sus claros ojos del sol con el dorso de la mano, y su boca se abrió de par en par al ver la inmensa y antigua mansión que se erigía ante ella. La escasa decena de casas que la rodeaban palidecían en comparación con la señorial construcción, que se antojaba como un recuerdo de épocas pasadas que se negaban a dejarse olvidar. Su nuevo hogar, quizás durante unos meses, quizás durante el resto de su vida.

Se acercó lentamente a la entrada, entre miedo, asombro, nerviosismo y admiración. No había timbre alguno, así que se dispuso a golpear la madera con sus nudillos, cuando esta se abrió de repente. Se llevó una mano al pecho del susto, pero disimuló rápidamente al ver a las dos figuras embutidas en sendos hábitos que la examinaban con sus miradas serias, grises y, sobre todo, frías.

-Birutė Kulėšiūtė, ¿verdad? -preguntó la más anciana de las dos mujeres.

-Sí.

-Adelante entonces. -respondió la otra, apenas unos años más joven que la anterior, con una sonrisa que aunque intentaba transmitir calidez, no lo conseguía en absoluto.

El convento podría haber sido tan majestuoso y señorial como lo era su fachada, pero era demasiado sobrio y sombrío como para conseguirlo. Las monjas se presentaron. La mayor era Sor Viktorija y la menor, Sor Jurgita. Ellas serían las encargadas de ayudarla a adaptarse a su nueva vida, y a, o eso deseaban, demostrar que había encontrado su vocación, y un lugar entre ellas y junto a dios.

Horas después, Birutė se dejó caer en la austera cama de su aún más austera celda. Había pasado la tarde visitando el convento, rezando, conociendo a algunas de sus solemnes y espeluznantemente aletargadas futuras hermanas, y rezando más aún. No llevaba ni veinticuatro horas, y ya estaba arrepintiéndose de haber optado por esa farsa. Pero no tenía otra opción, era eso o vivir en la calle. Era más sencillo fingir total adoración a un dios en el que apenas creía que morirse de frío en las calles lituanas. Y lo más importante, menos permanente. O eso esperaba.

Una semana después, Birutė repitió la escena en su celda, pero esta vez el repiqueteo de unas campanas provocó que se incorporase nada más acostarse. ¿Qué demonios? Abrió la puerta, y se encontró a las monjas correteando de un lado para otro, eso sí, con total solemnidad, como siempre. La joven vio a Sor Viktorija y le preguntó qué había pasado, pero no obtuvo respuesta alguna. Intentó preguntar a otras hermanas, pero todas se limitaron a mirarla, a hacer el gesto de la cruz y a seguir su camino. Birutė, confusa, las siguió.

Todas se dirigían hacia la capilla, en silencio, algunas al borde del llanto. No entendía nada. Afortunadamente, Aušra, una de las pocas novicias del convento, se acercó a ella, y se lo explicó. Acababan de recibir la noticia de que la Madre Teresa de Calcuta había fallecido, y las monjas adoptarían el voto de silencio durante un mes en su honor. Solamente podrían romperlo con plegarias. Birutė suspiró. Ya le ponía bastante de los nervios el frustrante silencio que la rodeaba, como para que pasase eso. Miró a Aušra, asintió con la cabeza y la acompañó a rezar a la capilla.

Los días siguientes parecían empeñados en convencer a Birutė de que no había sido ni de lejos una buena idea ingresar en el convento. Quizás estaría mejor en la calle. Rezar, comer, hacer sus labores, rezar, comer y volver a rezar. Y ni siquiera estaba segura de que a sus murmullos ininteligibles en latín se le pudiese llamar rezar. El resto del tiempo tenía que dedicarse a contemplar, y rezar más, de paso. Aušra y las otras novicias se habían acabado uniendo al voto de silencio también, y por ende, ella tuvo que hacer lo mismo, ya que no tenían con quién hablar excepto por las paredes.

Una tarde le pareció escuchar el eco de una voz y, harta ya de tanto silencio, la siguió. Le daba igual quienes fuesen, solo necesitaba mantener una conversación o se volvería loca. Pero cuanto más se acercaba, más extraña le parecía la voz. Primero se dio cuenta de que no hablaba en lituano. Poco después, de que ni siquiera era humana. Se trataba del maullido de un gato. Resignada, entró en la habitación de la que provenía. El gato seguiría siendo mejor compañía que cualquiera de esas hermanas silenciosas, incluso cuando hablaban.

Pero no había tal gato. No había nadie vamos. Ni siquiera los maullidos, que se habían detenido en cuanto había abierto la puerta. Ante ella se encontraba lo que parecía una bodega en desuso, con un par de barriles tirados de cualquier manera, un tapiz polvoriento y una silla que no parecía muy estable. Negándose a admitir que habían sido imaginaciones suyas, Birutė miró detrás del tapiz, dentro de los barriles, incluso debajo de una raída alfombra. Pero nada. ¿Se lo habría imaginado? ¿Se había vuelto loca ya? 

-¿Qué buscas?

Birutė se giró, sobresaltada. Y al verla se sobresaltó aun más. Nunca había visto a nadie tan… Dios mío. Esos ojos, esa piel de porcelana, esa voz… La joven con el hábito de novicia repitió la pregunta, y Birutė fue incapaz de contestar. Seguía con la boca y los ojos abiertos de par en par, sin poder creérselo. Madre del amor hermoso, ¿cómo es que no había visto a esa chica antes? Cuando por fin fue capaz de articular palabra, con las mejillas al rojo vivo, le dijo que nada, que le había parecido escuchar a un gato, pero debían haber sido cosas suyas. La joven rió. La primera risa que escuchó desde que había llegado al convento, y la más perfecta que había oído en su vida. Estaba a punto de derretirse.

La novicia le contó que no tenían por qué ser imaginaciones suyas. Parecía ser que a varias hermanas les había pasado lo mismo a lo largo de los años, habían escuchado los maullidos de un gato en las entrañas de la mansión, lo habían buscado como locas, pero nada. Algunas comentaban por lo bajo que se trataba de un espíritu, el fantasma de la mascota de la familia que vivía allí antes de convertirse en un hogar para las hijas del señor. Birutė asintió, pero realmente apenas le había hecho caso. Estaba ocupada intentando que sus latidos retornasen a su ritmo original, temiendo que se le saliese el corazón del pecho.

Se dio cuenta de que la joven se había callado y la estaba mirando, extrañada. Normal, claro, teniendo en cuenta que una desconocida la estaba observando fijamente en silencio. Birutė se ruborizó aún más, se disculpó y mintió con nerviosismo, diciendo que era la primera vez que oía hablar a alguien otro idioma que el latín en los últimos días, y la había sorprendido. La novicia la creyó, sonrió y se presentó. Se llamaba Laima. Birutė hizo otro tanto y trató de estrecharle la mano con torpeza, pero Laima no levantó la suya. Birutė la retiró, avergonzada. Había olvidado que al fin y al cabo estaba en un convento, aunque esa chica no fuese la personificación de la solemnidad como las otras monjas.

Las dos jóvenes se sentaron sobre los barriles vacíos y siguieron charlando. Birutė por fin se sintió cómoda, teniendo a alguien con quien hablar de verdad. En apenas unos minutos se dio cuenta de que Laima podría hacer que su estancia allí valiese la pena. Quizás, y solo quizás, incluso si tenían que quedarse allí de por vida. Pero tampoco quería hacerse ilusiones. De todas formas, acababa de conocerla.

Los minutos se convirtieron en horas, y Birutė se dio cuenta de que se iban a perder los rezos vespertinos. Se lo estaba comentando a Laima cuando de repente lo volvió a escuchar. El maullido. Miró a la novicia, y esta la miró a ella. También los había oído. Birutė le dijo que esperase un momento y salió corriendo. Un par de minutos después, volvió a la bodega con un viejo y flaco gato negro en brazos, que intentaba resistirse como podía a su agarre. No estaba loca, ni había ningún fantasma. Pero Laima ya no estaba. Birutė la llamó, pero la única respuesta que recibió fueron los bufidos del gato, que fueron ensordecidos de inmediato por unas sonoras campanadas. Maldita sea, las oraciones. Laima debía de haberse adelantado, ya que recibían una buena reprimenda si llegaban tarde.

Birutė dejó al gato en el suelo y se fue corriendo hacia la capilla. Buscó entre todas las mujeres allí reunidas, pero ni rastro de Laima. Qué raro. Quizás no la estaba viendo entre tanto hábito, o quizás se había librado de rezar. Parecía bastante sigilosa, tenía que preguntarle cómo lo hacía. La buscó por todas antes de ir a dormir, pero ni rastro de ella. Cuando se cruzó con Sor Viktorija le preguntó por ella, aunque no esperaba respuesta alguna. Pero parecía ser que la pregunta la había sorprendido lo suficiente como para romper su voto de silencio.

-¿Es alguna clase de broma?

-No, ¿por?

-Porque la única Laima que he conocido aquí falleció hace un año.

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"Manejar el silencio es más difícil que manejar la palabra." 
Georges Clemenceau

miércoles, 29 de marzo de 2017

Solo quieren divertirse

Palabras: Siempre, Flashback, Peinado, Borrachera, Improperio

Cualquier otro día, las vacías calles de Bujará a esas horas de la madrugada le habrían parecido aterradoras. Zamira habría estado pendiente de cada esquina, rezando por apareciese cualquier persona que le transmitiese seguridad. Nunca le había pasado nada en ellas, no conocía a nadie que le hubiese pasado algo, era más bien algo instintivo. O quizás, no era más que el fruto de todas las advertencias de su padre sobre lo peligroso que era para una chica caminar sola por la calle a tales horas de la noche.

Pero ese día era distinto. Solo esperaba que no apareciese nadie, nadie que pudiese verla. Podrían darse cuenta, y era lo último que quería. La vergüenza, el deshonor… Estaba segura de cualquiera podría verlos en sus ojos, olerlos en su piel. Se quitó los auriculares con la voz de Cyndi Lauper y sacó el pañuelo de tela que siempre llevaba en el bolso, regalo de la abuela Sitora. Siempre estaba en su bolso, ocupando espacio, ya que se negaba a ponérselo en la cabeza. Pero justo antes de entrar en casa, acompañada de los primeros albores del amanecer, se cubrió el cabello con él. De todas formas, el peinado que tanto le había costado hacer ya no existía, no había nada que enseñar tampoco.

Nada más abrir la puerta se encontró de bruces con su madre, con los brazos en jarra. Quien no la conocía bien, deducía por su metro y medio de altura, su eterna sonrisa y sus ojos afables que era la persona más calmada, tranquila e inocente del mundo. Pero ella la había visto enfadada antes, así que sabía a que atenerse. Pensó en ser fuerte, en no contarle nada, en soportar la bronca que le iba a caer e irse a dormir a su habitación. Pero en cuanto su madre abrió la boca para reñirle por haber llegado horas después del toque de queda y por el vodka en su aliento, sus piernas perdieron el valor y se derrumbó en sus brazos.

-Yo solo quería divertirme mamá.

-Lo sé.

Nadiya secó con su manga las lágrimas que todavía vagaban por las mejillas de su hija. Zamira la miró a los ojos y se los encontró devolviéndole la mirada, una mirada cargada de desolación y amor a partes iguales. Sabía que a su madre le habría gustado protegerla, le habría gustado arreglarlo todo con un chasquido de sus dedos, viajar en el tiempo si hacía falta. Pero no podía. No podía hacer nada. Solo cogerla en brazos, intentando protegerla de sus recuerdos, y advertirla de que no le contase nada a nadie. Especialmente a su padre.

Zamira lo entendía. Y algo en las palabras de su madre le hizo darse cuenta de que ella también la entendía, mucho mejor de lo que creía. Que ella y su abuela habían vivido esa escena, años atrás, bañadas en lloros, secretos, cariño, ira e impotencia. Y dolor, sobre todo dolor.

Se escucharon pasos desde el piso de arriba. Akram y Zokir debían haberse despertado ya, estarían en la cocina desayunando en cualquier momento. Nadiya cogió la cara de su hija con sus manos y la besó en la frente. Le recomendó que se fuese a la ducha. No querría que sus hermanos la viesen así, se lo podía asegurar. Además, el agua le ayudaría a sentirse limpia, por lo menos por fuera, aunque por dentro… Su madre se calló, pero Zamira comprendió lo que significaba ese silencio.


En cuanto oyó el teléfono fijo sonando, Zamira supo que significaba malas noticias. Una llamada a esas horas no era fortuita, y la gente que los conocía hablaría con ellos por el móvil. Pudo ver que por la mente de su padre pasaba el mismo pensamiento, y aunque su madre gritó desde la cocina que ella lo cogía, su padre fue más rápido.

Akram y Zokir estaban atentos a la cena y a la televisión, sin darle importancia alguna a lo que estaba pasando a su alrededor. Pero Zamira no podía dejar de mirar hacia el suelo, con los oídos puestos en la voz cada vez más tensa de su padre, y la mano de su madre agarrándole con más y más fuerza de los hombros. En cuanto colgó el teléfono, Nadiya se acercó con normalidad a su marido, pregúntale quién era, pero él la ignoró completamente y se dirigió a su hija.

-¿Qué has hecho?


La cabeza de Zamira daba vueltas sin parar, incapaz de centrarse en dónde estaba ni en qué pasaba. El golpe en la cara le dolía, pero lo que la había dejado realmente atontada había sido darse con la nuca contra la mesa al caer. Una figura borrosa, que por los gritos dedujo que era su madre, se colocó ante ella, en ademán protector, pero un gesto de su padre bastó para arrojarla contra la pared. Escuchó los gritos de sus hermanos pequeños, pero no se movieron. Estaban asustados de su padre, y Zamira los entendía perfectamente. Ella lo estaba aún más.

-El padre de tu amiguita Yulduz me acaba de contar lo que ha pasado. ¿Qué tienes que decirme sobre ello?

-Papá, de verdad, te lo prometo, no sé cómo pasó… Yo no quería… Solo quería divertirme… Por favor,  te quiero.

-Puta.


Su padre la dejó allí, tirada, llorando, herida, con un escupitajo en la cara y un improperio que resonaba en su interior, perforando su corazón sin anestesia. El dolor, como siempre, no se contentaba con hacerla sufrir, sino que le hizo revivir la última vez que había sentido algo parecido. Y no tenía que remontarse mucho.

Había llegado a la fiesta con Yulduz. Realmente no era muy fan de las fiestas, sólo había acompañado a su amiga para hacerle un favor. Sus padres no la dejarían ir sola, y menos si hubiesen sabido que Jamshid estaba allí. Nada más llegar, el joven apareció ante ellas y se llevó a Yulduz con él. Ahí un motivo por el cuál Zamira había desistido en conocer a los chicos de su edad. Sabía que no todos eran así, pero todas sus amigas habían acabado con chicos que en cuanto las tenían, las escondían de los demás, como si fuesen un reloj de oro y piedras preciosas que cuidaban, sí, y del que presumían, también, pero que nadie se atreviese a mirarlo demasiado tiempo o a tocarlo. Por eso se sintió tan bien cuando conoció a Serik.


Se lo había encontrado cuando se disponía a salir del local, ya que prefería esperar a Yulduz en la calle. Él iba con unos amigos, pero al verla, se detuvo a hablar con ella. Al principio Zamira pensó que sus intenciones podían no ser las mejores, pero en unos minutos cambió de opinión. Era encantador, tenía una sonrisa contagiosa y la trataba como a una igual. Tampoco se cohibía ante ella como hacían otros chicos, y eso le gustaba.

La convenció de que entrase con ellos y la invitó a una copa. Zamira nunca había bebido, así que él le prometió que no le dejaría beber lo suficiente como para lamentarlo. Y ella le hizo caso. ¿Quién en su lugar no lo haría? Serik era un imán hecho de encanto y risas, nada malo podría pasarle con él. Bailaron, rieron, se rozaron. Cuando empezó a desinhibirse, Zamira se dio cuenta de que su subconsciente estaba dando señales demasiado obvias a Serik sobre lo que quería con él. Y aun así siguió siendo un encanto, le dio un beso en la mejilla y cuando notó los temblores de arrepentimiento y nervios en la joven, se apartó, le sonrió de nuevo y simplemente le dijo que cómo le había prometido, creía que le tocaba avisarle de que a lo mejor no le convenía beber más.


Volvieron a salir, y se sentaron en unos escalones junto al local. Zamira le aseguró que podía irse, que no se preocupase por ella, que seguramente Yulduz saldría en un momento. Pero Serik la ignoró, y se pusieron a hablar. Ella le confesó que nunca se había divertido tanto. Desde la adolescencia se había centrado en estudiar, y se había prometido a si misma que en cuanto acabase, empezaría a vivir más, a divertirse más. Pero su familia necesitaba dinero, y tuvo que cambiar sus planes universitarios por un trabajo de dependienta a primera hora de la mañana. Así que lo había dejado de lado durante los últimos meses.

Como estaba de vacaciones, Yulduz la había convencido de ir por fin de fiesta con ella, aunque sabía que en el fondo solamente quería una carabina, y de que esa noche no sería en la que fuese a aprender lo que era divertirse de verdad. Pero se había equivocado. Y Zamira, con las mejillas sonrojadas, el corazón a punto de salírsele del pecho, y la visión un tanto borrosa, se giró hacia Serik y lo besó.


Cuando sus labios se separaron, y pudo quitar por fin los ojos de encima de Serik, Zamira vio que Yulduz y Jamshid ya habían salido. Cogió la mano de Serik y le dijo que tenía que despedirse ya, pero que esperaba que le dejase escribir su número en su móvil. La mano del chico apretó la suya. No podía irse. Zamira le repitió que tenía que hacerlo, pero que no pasaba nada, prometía volver a verlo. Pero Serik no le soltaba. Le estaba haciendo daño. El encanto desapareció de sus ojos, convirtiéndose en deseo, o más bien, en hambre.

-Puta.

Zamira intentó zafarse, pero Serik era más fuerte y estaba menos borracho. Ya solo al incorporarse, la chica notó como el mundo se tambaleaba a sus pies, y él la pegó a su cuerpo con fuerza. Después de todo lo que había hecho por ella esa noche no podía dejarle así, le dijo. Uno rápido por lo menos, que no fuese una puta. Zamira se negó de nuevo. Y otra vez. Y otra. Pudo ver como Yulduz intentaba acudir en su auxilio, pero Jamshid, asustado, no le dejó. Un par de chicos que estaban por allí la imitaron, pero los amigos de Serik aparecieron de la nada y formaron un círculo a su alrededor. Y mientras amenazaba a los que intentaban ayudarla y animaban a su amigo, este bajó la falda de Zamira de un tirón con una mano mientras con la otra la agarró con tanta fuerza de la cabeza, que pudo sentir como algunos de sus pelos eran arrancados de su cuero cabelludo. Y en comparación con lo que pasó después, eso no dolió en absoluto.


Zamira llevaba tantos días encerrada que ya había empezado a olvidar los detalles de aquella noche. Todo estaba borroso por el alcohol y las lágrimas, pero había algo que sí que recordaba perfectamente. La sensación cuando… Y los golpes de su padre. Y la palabra puta. Quizás fuese culpa suya. Quizás fuese una puta. Y  no podía soportarlo. Le habría gustado ser valiente, luchar por olvidar, o incluso luchar por justicia. Pero no se veía capaz. Ni tampoco de seguir el ejemplo de su madre, de guardar ese secreto en lo más profundo de su memoria y crear nuevos recuerdos a su alrededor, sin tocarlo nunca más.

Así que cogió papel y lápiz. No lloró mientras escribió, no le quedaban lágrimas ya. En un principio no tenía en la cabeza más que un par de líneas, pero acabó escribiendo una página entera. Y entonces la rompió, la tiró a la basura, y garabateó otra cosa. “Yo solo quería divertirme. Papá, sé que no lo entiendes, y por eso te perdono. Mamá, te quiero. Cuida de Akram y Zokir, y no dejes que hagan nunca a nadie… Yo os prometo que velaré por vosotros siempre. Siempre.”

Y Zamira se giró, se puso de pie sobre la silla de su escritorio, se pasó la soga alrededor del cuello y se dejó caer. 


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"Quiero divertirme, pero no sé bien cómo." 
Malala Yousafzai

Las letras pertenecen a la canción Girls Just Want to Have Fun de Robert Hazard, versionada por Cyndi Lauper.

martes, 14 de marzo de 2017

Huellas de tritón

Palabras: Osobuco, J&B, Aplatanao, Anodino, Tritón

-Socio, tienes que dejar de estar tan aplatanao hostia, que tengo ganas de potar sólo de hablar contigo.

Jairo intentó ignorarlo, y mantuvo los ojos fijos en la reposición de Pasión de Gavilanes. Ante él estaba Miguel, mirándole con desprecio, con los brazos cruzados y con esa dichosa gorra con la silueta de un tritón en la cabeza.

-Venga alelao, abre el whisky ese caro que llevas meses guardando y nos echamos unas risas. Que si esperas a aprobar todo vamos jodidos.

Lo peor es que tenía razón. El primer año de carrera lo había aprobado por los pelos, y el segundo no había empezado muy bien. Así que Triana, para animarlo, había hecho un pacto con él. Compraron una botella de J&B, y se la beberían juntos en cuanto acabasen el curso con todas las asignaturas superadas. Si no, se la darían de beber al váter.

Obviamente era una tontería, a Triana se le daba muy bien animar a la gente con cualquier chorrada. Pero él había intentando tomarse la apuesta en serio. Estaba estudiando para ser psicólogo, el sueño de su vida, y se lo había pasado bastante por el forro. No se había esforzado en absoluto, y a pesar de todo, seguía sin hacerlo. Estaba más que seguro de que tanto el J&B como su futuro se irían por el retrete. Y cómo no, el pesado de Miguel con su estúpida gorra de tritón estaba siempre ahí para recordárselo.

-¿Y usted ya sabe que va a pedir?

-Perdona, aún no, dame un segundo.

Pudo ver como Hakim y Amalia, sentados en frente de él, ponían los ojos en blanco. Triana le cogió de la mano y le pidió que apremiase, y Jairo se sonrojó, mientras sus ojos recorrían una y otra vez el menú de arriba abajo. Le apetecía mucho el osobuco, pero no estaba seguro. Quizás unos boquerones estarían mejor. Aunque el osobuco era muy apetecible…

Amaia suspiró, la camarera golpeteó exasperada la libreta con los dedos y Jairo enrojeció aún más. Entendía que se impacientasen. Triana y él habían conocido a Hakim, Amalia y Amaia cuando habían empezado su nueva vida universitaria, un año y medio atrás. Los dos primeros venían de Ceuta, mientras que Amaia, al igual que Triana y él mismo, se había trasladado desde su pueblo en la periferia a Málaga, por lo que todos estaban lejos de casa, y habían acabado convirtiéndose los unos para los otros en una segunda familia. Esa cena en uno de los mejores restaurantes de la ciudad había resultado en una ocasión para celebrarlo, y él había empezado la noche abochornándolos por millonésima vez gracias a su gran capacidad de decisión.

-Me cago en dios, ¿quieres pedir el puto osobuco, macho? ¿Es que no eres capaz de decidir nada en tu puta vida?

¿Qué? ¿Qué hacía ahí Miguel? No pintaba nada, nadie lo había invitado. Pero allí estaba, con su estúpida gorra y su aún más estúpida sonrisa, mirándolo con superioridad junto a la camarera.

-¿Me quieres dejar tranquilo? Nadie te ha invitado Miguel, no sé cómo has llegado aquí pero pírate.

Notó como Triana le apretaba más la mano para tranquilizarlo, pero la ignoró. La dichosa sonrisa de Miguel no hacía más que crecer, y Jairo se puso en pie, enfurecido.

-¡Que te he dicho que te pires hostia!

-¿Qué pasa? ¿Ahora te me pones machito delante de tu churri? ¿La misma niña a la que ni te has dignado en follarte en los tres años que lleváis? Y todo porque ella te ha dicho que quiere esperar al matrimonio para que cates su coñito. Socio, dile de una vez que quieres jincártela y joder, luego si quiere que haga como el resto de gitanillas, que se cosa el himen o lo que sea, y ya está. Así que venga, ¡trágate el puto osobuco y luego ve a casa a hacerla gemir hostia!

-¡A ella sí que no! Que no se te ocurra ni volver a pensar en ella, ¿me oyes? ¡Pirate o te juro por dios que te mato!

Estaba que hervía de la rabia, ¿por qué cojones le hacía eso? ¿Qué le había hecho a Miguel para que le hiciese la vida imposible de tal manera? Unas manos frías contra su cara le hicieron volver un poco en sí. Triana lo miraba, con lágrimas en los ojos, y le suplicaba que se tranquilizase, que ya había pasado todo. Miró por encima de su hombro y vio a Hakim y Amaia hablando con los camareros, seguramente disculpándose, y a Amalia mirándolo fijamente. De Miguel ni rastro. El muy cabrón había revolucionado todo y luego se había marchado.

Jairo devolvió la vista a Triana, que intentaba mantenerse firme, aunque no podía dejar de temblar. Dios, maldito Miguel. ¿Cómo podía haber hablado de ella así? La fría calma que intentó transmitirle Triana se convirtió de nuevo en ira al rojo vivo al ver como habían dejado a su novia todas las mierdas que había dicho el estúpido Miguel. Y todo había sido culpa suya, si hubiese pasado de él…

-Lo siento Triana, yo…

Pero no sabía cómo rellenar esos puntos suspensivos, así que, ahora él también con lágrimas en los ojos, se fue corriendo. Ya fuera del restaurante, cogió una bocanada de aire fresco y consiguió calmarse un poco. Pero todavía no estaba preparado para volver a entrar ahí y hablar con Triana. No quería que lo viese así. Miró a través de la cristalera, y vio como Hakim seguía hablando con los camareros, Amaia abrazaba a Triana para tranquilizarla y Amalia se disponía a salir en su búsqueda. Oh no, no podía hablar con nadie en ese momento.

Cuando llegó a su piso, dejó el móvil a rebosar de mensajes y llamadas perdidas en la mesilla y se tiró sobre la cama. Dios, ¿qué había hecho? Había dejado que Miguel le sacase de quicio, se había comportado como un energúmeno. Y lo peor es que, al pensarlo fríamente, se dio cuenta de que en parte tenía razón. No era capaz de decidirse en nada, no tenía iniciativa ninguna. Y por culpa de ello, vagaba por la vida como un fantasma anodino, insignificante, que no hacía nada útil, no dejaba ninguna huella a su paso. Sólo estaba ahí, ocupando espacio.

Nunca probaría el osobuco porque era incapaz de decidirse hasta en un puto restaurante. No se bebería la botella de J&B, no sería psicólogo, nunca cumpliría sus sueños, porque no tendría la iniciativa de ponerse a estudiar, de hacer algo útil consigo mismo. Nunca dejaría su huella en el mundo, porque en vez de caminar sobre la arena, se conformaría con mirar la playa desde lejos, pensando en si debería ir o no. Así sería su vida, su anodina e insustancial vida, si no se atrevía a cambiar.

Contra todo pronóstico, Jairo consiguió quedarse dormido y soñó. Soñó con un tritón comiéndose un plato de osobuco, con un tritón que bebía de una botella de whisky como si de un biberón se tratase, con un tritón que rasgaba un telón de papel al atravesarlo para representar su espectáculo. Cientos de personas estaban entre el público, deseando ver a ese tritón, con los mecheros encendidos, con las rosas y los sujetadores listos para ser lanzados a sus pies. Pero al tritón no le importaba, él no estaba allí para agradar a las masas, el estaba allí para cambiar vidas. Así que el tritón se puso a caminar lentamente sobre su escenario de húmedo cemento, dejando sus huellas para la posteridad. 

Triana usó la copia de la llave que Jairo le había regalado hacía tiempo para entrar en su piso. No había contestado a sus llamadas, pero sabía que tenía que estar ahí. Lo que no sabía era a que enfrentarse, ni cómo hablar con él en ese momento, y por eso agradeció el encontrárselo dormido, abrazado a esa estúpida gorra con la silueta de un tritón que siempre guardaba en su habitación. No tenía ni idea de qué decirle. Llevaba años compartiendo su vida con él, sabiendo lo que le pasaba, pero nunca lo había visto así. Ella lo quería mucho, sabía lo que había, y no le importaba. 

Se dirigió a la cocina, abrió la botella de J&B, y bebió un buen trago. Necesitaba mucho valor y alcohol para explicarle que no se le había pasado como ambos pensaban, que Miguel solamente existía en su cabeza, que se había gritado a sí mismo, y que la había insultado y defendido al mismo tiempo en un restaurante  repleto de gente. Bebió otro largo trago. 

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"A menudo puedes cambiar tus circunstancias cambiando tu actitud." 
Eleanor Roosevelt

Para saber algo más sobre Hakim y Amalia, los amigos de Jairo y Triana, podéis leer Al otro lado del estrecho. Además, algo más de Amalia también puede leerse en Zaratustra y el bosque de papel.