lunes, 29 de mayo de 2017

Todo irá bien

Palabras: Supercalifragilisticoespialidoso, Vibrador, Cámara, Llama ángeles, Alpaca

Los ojos de Ngurah se perdieron entre las llamas, hipnotizados. Rojo, amarillo y naranja se abrazaban y lamían entre sí, consumiéndose poco a poco hasta que no quedó nada de ellos, solo cenizas. Solo entonces la música ceremonial regresó a sus oídos, y el cuerpo de Ngurah se movió lo más mínimo, para buscar a su hermana con la mirada. Suryani estaba allí, a su lado, observándola con una sonrisa. Siempre le hacía gracia lo absorta que se quedaba con el fuego.

Sus mejillas se ruborizaron y se llevó las manos al vientre. Apoyó una sobre la piel, para poder sentir a su pequeño, y con la otra sostuvo el llamador de ángeles que pendía ante su ombligo. En cuanto Gobiah naciese no podría pisar el pura en unos meses, se vería privada de ese fuego que la tranquilizaba más que nada en el mundo. Para los balineses no había nada más sagrado que la música, pero ella la siempre la ignoraba. No, para ella no había nada más sagrado que el fuego que la hacía olvidarse de todo. Pero quizás no se diese ni cuenta, para aquel entonces tendría a una hermosa criatura en casa que le recordaría todo lo bueno del mundo.

En cuanto terminó la ceremonia, Ngurah y Suryani recogieron sus cestas para las ofrendas, ahora vacías, y corrieron hacia el coche. Se había alargado demasiado, y la primera tenía una reunión importante. Instó a su hermana a que condujese a toda velocidad por el puente que unía la isla en la que se encontraban con Denpasar, pero se negó. Ya era demasiado peligroso conducir por las carreteras indonesias como para hacerlo con una embarazada de copiloto.

El enorme cartel con una alpaca hablando por un teléfono móvil que gobernaba el edificio al que se dirigían, mucho más alto que las bajas construcciones habituales en Denpasar, podía atisbarse a calles de distancia. Pero eso no quería decir que estuviesen cerca. Ngurah apremió a Suryani, pero ella no podía hacer nada contra el tráfico. Llegaría tardísimo a la reunión, era un hecho. Suspiró.

-No te van a despedir por llegar tarde una vez en tu vida, Ngurah.

-Lo sé.

Eso no era lo que la preocupaba. Suryani la dejó en la entrada del edificio y ella corrió hacia los ascensores a toda la velocidad que podía alcanzar con ese contrapeso que ahora tenía en el vientre. No sirvió de nada, la reunión había empezado y no la dejaron entrar. Ngurah gritó, sin importarle que sus compañeros estuviesen delante, y se fue enfurecida a su despacho. No podía culpar a nadie más que a si misma, pero eso no apaciguaba el cabreo. Agarró el llamador de ángeles y lo agitó. Se suponía que la música que producía no solo servía para calmar al feto, sino que también a la madre. Lo agitó una y otra vez, cada vez con más furia, pero no servía de nada. Se lo arrancó de un tirón, rompiendo la cadena, y lo arrojó contra la pared.

Nada más llegar a casa, escuchó la silla de ruedas de Windha dirigiéndose hacia la entrada. Ngurah saludó a su marido acariciando cariñosamente su mejilla con la nariz, y él le preguntó cómo había ido su día. Bien, le dijo. No le había contado nada sobre el posible ascenso porque esperaba que fuese una sorpresa. Menos mal. Windha la miró con preocupación, y ella le aseguró que estaba bien. El hombre asintió, pero Ngurah sabía que no era tonto, y que se había dado cuenta. Era consciente de que si le insistía otra vez en ese momento, le acabaría contando todo, así que se excusó para ir a la ducha. Necesitaba aclararse.

Mientras las gotas de agua caliente caían sobre su piel, intentó poner su mente en orden. Por una estupidez, por una visita al pura que se había alargado, había perdido el maldito ascenso. Y lo habría tenido fácil. Su jefe le había dicho que con el buen trabajo que estaba haciendo últimamente, con una simple presentación decente lo tendría en la palma de las manos. Había pasado noches en vela, entre antojos y vómitos, preparándola. Era perfecta. Habría sido un supercalifragilisticoespialidoso, un chasqueo de dedos, y un aumento de sueldo aparecería en su cuenta bancaria. Pero había tenido que ir al pura de la isla para pedir suerte a los dioses. No le había valido el día anterior, ni cualquiera de los otros templos de la ciudad, no. La culpa era suya.

Cerró los ojos al poner la cara bajo la alcachofa de la ducha, y todo lo que vio fue la siempre sonriente alpaca del logo de su empresa, mirándola, riéndose de ella. Tantos años estudiando ingeniería, matándose a trabajar para esa peluda alfombra con patas, ¿y ahora qué? ¿Bastaría su sueldo para pagar esa casa, para mantener a un marido que no aceptaban en ningún trabajo y a un hijo que estaba por venir? No lo creía.

Abrió los ojos, pero la sensación de la alpaca riéndose de ella seguía en su cuerpo. Intentó pensar en otra cosa. El gigante cartel de su edificio se prendía en llamas, colores cálidos que lamían al estúpidamente feliz animal y a su estúpido teléfono. El fuego que danzaba ante ella, que siempre conseguía relajarla, esta vez no servía de nada. La sonrisa blanca seguía allí, entre las llamas, convirtiéndose en culpa en vez de en ceniza.

No sabía cuánto debía llevar en la ducha, pero no podía ir con Windha en ese estado. No podía verla así, a punto de estallar en lágrimas, o de romperse la mano contra la pared, o de una combustión espontánea. Necesitaba relajarse. Su mirada se encontró con el alargado aparato metálico que guardaba en la estantería de la ducha, y lo recogió. Si el sexo no la calmaba, nada lo haría. Lo llevó a la entrepierna y lo encendió. Pero por más que lo intentó, las vibraciones le transmitían nervios, no placer. Siguió insistiendo, si el fuego no había funcionado, eso tenía que hacerlo. Pero lo único que consiguió fue hacerse daño, y al igual que el llamador de ángeles, lo lanzó con todas sus fuerzas contra la pared, rompiendo un par de baldosas. Genial, algo más que pagar.

Ngurah llegó por fin a la cocina, con los ojos y los nudillos enrojecidos. Estaba convencida de contarle todo a Windha, como la había fastidiado, como había jodido su futuro. Pero aunque la cena estaba servida, su marido no estaba allí. Ngurah lo llamó, pero nadie contestó. Se asustó durante un instante, pero en seguida se dio cuenta de que había algo más que la vajilla sobre la mesa. Una cámara de vídeo, con una nota escrita a mano sobre ella. “Todo irá bien.” Era la letra de Windha.

La cámara estaba encendida, y Ngurah le dio al play. El lugar que apareció en la pequeña pantalla le resultó muy familiar. Era el pura de la isla de Serangan, el mismo al que había ido esa mañana. No entendía. Entonces vio a gente llegando al lugar, vio las ropas que llevaban, reconoció algunas caras. Era el día de su boda. El vídeo se cortó un segundo, y los invitados y la panorámica del hermoso pura fueron sustituidos por el fuego ceremonial, prendido para que Agni fuese testigo de su unión.

Al ver las llamas, Ngurah sintió como todo su cuerpo se relajaba, las preocupaciones se escondían en lo más profundo de su mente, e incluso una sonrisa se formaba en sus labios. Y no era por el fuego. Sino por el “Todo irá bien” escrito a toda prisa en ese pedazo de papel pegado con celo a la cámara. O más bien, por la persona que lo había escrito. Windha tenía razón, todo iría bien. Lo tenía a él a su lado, tendría a Gobiah, seguía teniendo su trabajo. Algo se les ocurriría, se las apañarían, como siempre. No eran Mary Poppins, no les bastaría con una palabra inmensa y un chasqueo de dedos para conseguir lo que deseaban. Necesitarían más esfuerzo y tiempo, pero lo harían igualmente. Y, quizás, si tenía tiempo, podría comprar un poco de pintura negra para tapar la sonrisa de esa alpaca de cartel.

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"Si no existiera el invierno, la primavera no sería placentera, y si no pasamos por la adversidad, la prosperidad no sería bienvenida." 
Anne Bradstreet

jueves, 18 de mayo de 2017

Unicornafobia

Palabras: Examen, San Pepe, Trump, Lentejas, Unicornio

Las lentejas se atragantaron en la garganta de César cuando escuchó la noticia, y se puso a toser como loco mientras la voz de la subinspectora Villalobos preguntaba confusa desde el teléfono qué demonios le pasaba. Rónald le golpeó la espalda hasta que dejó de toser, y con lágrimas en los ojos y fuego en las mejillas, César volvió a prestar atención a su móvil tras tomar un largo trago de agua. Sí, había entendido las órdenes, allí estaría. En cuanto colgó, César suspiró con impotencia, y Rónald le cogió de la mano para tranquilizarlo.

-Papi, no quiero que vayas a San Pepe.

César sonrió con pesar. La manía de Lluvia de llamar San Pepe a San José siempre conseguía sacarle una sonrisa, aunque no tuviese gana ninguna de hacerlo. Fernanda acarició la cabeza de la pequeña y César le contestó que volvería antes de que se diese cuenta. Cruzó una mirada con Fernanda, pero ninguno dijo nada. Rónald entonces entró en la cocina con Elísabet en brazos y los gemelos correteando tras él, y César aprovechó para escabullirse mientras los otros dos daban el desayuno a los niños.

Se puso el uniforme azul con parsimonia, mientras rezaba que pasase algo, cualquier cosa, que le impidiese ir allí. Pero sabía que no iba a ser. “Yo tampoco quiero ir a San Pepe, cariño”, querría haberle dicho. Pero solo tenía siete años, no quería preocuparla. No quería decirle que iba a hacer algo que odiaba. Que iba a proteger a la persona que ponía en peligro la existencia misma de su familia, que ponía en peligro todo en lo que creía.

La presidenta Eugenia Soler Gelmírez, o la Trump de Costa Rica, como la llamaban coloquialmente, daría en la capital su primer discurso oficial tras ganar unas reñidas elecciones. Y a él, como miembro de las Fuerzas Públicas, le correspondía participar en la seguridad del evento. Aunque la detestase, aunque la temiese, aunque lo primero que pensó en cuanto vio los resultados electorales fuese hacer las maletas y cruzar la frontera, cualquier frontera, antes de que imitase a su tocayo y levantase muros en ellas.

Rónald se acercó a él por detrás y le ayudó a colocarse el cinturón antes de darle un cariñoso abrazo. César se giró  repentinamente y lo besó en los labios. Lo siento, dijo en cuanto se separaron. Ambos tenían claro que no se refería al beso.

-No tienes que disculparte, es tu trabajo.

Los dos bajaron las escaleras, donde Fernanda les esperaba con los críos. Ella se acercó a César, lo besó y le susurró al oído que todo iría bien, que no  pasaba nada. Pero sí que pasaba. La abrazó por la cintura y echó una ojeada a sus hijos. Lluvia cogía en brazos a Elísabet como podía, mientras Nirel y Derek se peleaban, como siempre. La primera tenía los ojos de Fernanda, la segunda, los de Rónald, los chicos, los suyos. Pero todos tenían algo en común. Todos eran una bendición para los tres. Una bendición que la mujer para la que trabajaba ahora llevaba toda su vida luchando por impedir.

-Papi, no quiero que vayas a San Pepe.

“Ojalá te hubiese hecho caso cariño”, pensaba César mientras cubría las tres horas que había en coche desde Limón a la capital. Las manos le sudaban, los ojos le picaban y las sienes le palpitaban. Se sentía como si estuviese en algún tipo de examen, nervioso, inseguro, asustado. Y en parte así era. Un examen en el que demostrar si valoraba más su trabajo o sus creencias. Un examen que si no fuese porque había cuatro niños a los que mantener, no le habría importado suspender.

Aún no entendía como esa mujer podía haber ganado las elecciones. Nadie lo entendía. Apenas seis años atrás, cuando el verdadero Trump había sido proclamado presidente de Estados Unidos, todos los ticos habían estado de acuerdo en que era una locura. Y lo mismo cuando fue reelegido. Y cuando apareció esa mujer, cuando fueron evidentes sus similitudes, César pensó que no tenía ninguna oportunidad. Ni se había preocupado. Pero enseguida Soler demostró de lo que era capaz, que podía hacer creer a medio país que los unicornios existían y se alimentaban de arco iris si ella quería. Y tras el recuento de votos, los unicornios invadieron Costa Rica, y homosexuales, indígenas, nicaragüenses, jamaicanos, mulatos, asiáticos, todos se levantaron al día siguiente con miedo, porque ahora eran el enemigo. Su propia familia era el enemigo.

-Papi, no quiero que vayas a San Pepe.

Las palabras de Lluvia resonaban en su cabeza mientras observaba desde su puesto como la presidenta vendía unicornios a una alborotada muchedumbre. La mitad de ellos la animaban, la otra mitad la abucheaban, pero sus gritos se mezclaban de tal forma que todos sonaban igual. A César le encantaría estar ahí abajo, sosteniendo pancartas de protesta, luchando por un futuro mejor para sus hijos. Pero tenía un trabajo que hacer, por mucho que le pesase.

Patrullaba con el agente Velázquez en las cercanías del recinto cuando se fijó en algo. Un extraño brillo parpadeante procedía de una de las ventanas de un edificio cercano. Sospechoso. Cogió los prismáticos para verlo mejor. Una figura borrosa, con algo que parecía un fusil en las manos, apuntando hacia el escenario. Bajó rápidamente los prismáticos, y miró al agente Velázquez. No se había dado cuenta.

Podía callarse. Podía callarse y dejar que el francotirador tuviese éxito. Nadie le echaría la culpa a él, no personalmente. Nadie sabría nada, y quizás el país se librase de un futuro que daba miedo, de esos unicornios aterradores que pastaban por doquier. Tal vez se convirtiese en una mártir, pero podía arriesgarse. Podía dejar morir a esa mujer que detestaba, que ponía en peligro todo lo que tenía. Podía suspender ese examen que le estaba haciendo temblar como si tuviese el síndrome de abstinencia, podía dejarlo e irse. Podía estar asegurando un país mejor, un país más seguro para miles y miles de personas. Solo tenía que dejar morir a una persona que era la manifestación de la peor de sus pesadillas. Solo eso.

Vio como una bala reventaba el cráneo de Soler. Como caía sobre el escenario, con un manantial de sangre brotando sin cesar desde su cabeza. La gente gritaba asustada. El caos asolaba Costa Rica durante unas semanas. Pero al final se acababa. Su familia permanecía unida, y de la misma manera, muchas otras. Nada de deportaciones, nada de prohibiciones. Lluvia, Nirel, Derek, Elísabet, los cuatro crecían en un lugar seguro, los cuatro se convertían en lo que fuese que quisiesen convertirse, sin miedo, sin temer a esos unicornios que ni recordaban que habían sido liberados por el país. Nada de muros, nada de miedo infundado, nada de enemigos. Sí, ese era el futuro que deseaba, y lo único que debía hacer para salvaguardarlo era callarse. 

-¡Agente Velázquez coja los prismáticos, necesito que compruebe una cosa, rápido!



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"A través de la violencia puedes matar al que oidas, pero no puedes matar el odio." 
Martin Luther King


miércoles, 3 de mayo de 2017

Nuevo mundo tras nuevo mundo

Palabras: Galgo, Guitarra, Gafas, Anillo, Chocolate

Immookalee no era capaz de asimilar lo que estaba viendo. No era un río, estaba claro, pero no podía ser… Era imposible. Limpió las gafas una y otra vez con la manga del vestido, pero la imagen no cambiaba. El inmenso océano Atlántico se cernía ante ella, imponente, interminable. Sin pensar, se quitó la cofia y deshizo el moño, dejando que la brisa marina jugase con su larga cabellera a placer. El aire y el pelo le molestaban en los ojos, pero se negaba a cerrarlos. No era el fin del mundo pero lo parecía, y no podía estar más emocionada por ello. Miró a Hiram con una sonrisa y él se la devolvió.

-Bienvenida a Nueva York.
                                   
Habían llegado a Manhattan en una pequeña embarcación la noche anterior. A pesar de la oscuridad, ya era evidente que el río Chattahoochee, a cuyas orillas se había criado, no era nada en comparación. El olor era distinto, el sonido también, incluso las gotas de agua que la salpicaban tenían un sabor completamente diferente. Pero hasta que amaneció y Hiram la llevó en otra barca a la vecina Queens, desde dónde podía contemplar el Atlántico en todo su esplendor, no se pudo hacer una idea de cuán distinto era. De qué pequeña la hacía sentirse, de qué grande era el mundo, y cuánto le faltaba por conocer.

Y no solo había sido su primer contacto con el océano lo que la había hecho sentirse insignificante, sino Nueva York. Apenas había salido de su pequeño poblado hasta que conoció a Hiram. Con él se había asombrado ya al visitar grandes ciudades como Charleston o Filadelfia, pero Nueva York era otra historia. Los edificios, las personas, el alboroto, los carruajes… Ni sus ojos ni sus oídos, ni siquiera sus fosas nasales, daban abasto para procesar todo aquello.

Un ladrido impaciente la hizo saltar del susto, pero solo era Haag, que estaba inquieto por el trayecto en barco. Immookalee acarició al galgo para calmarlo y dirigió su mirada a Hiram de nuevo, que en ese momento estaba hablando con unos conocidos. Nunca habría podido conocer ese nuevo mundo si no fuese por él. Acarició la única joya que poseía, un sencillo pero hermoso anillo, y sonrió con nostalgia. 

Había sido hacía un par de años atrás, si no se equivocaba, en la primavera de 1808. Ella acababa de cumplir los dieciséis años, y su madre y su tío no cejaban en su empeño de buscarle un fuerte e inteligente marido que reforzase la familia. Pero ningún joven de la zona quería saber nada de ella, de esa joven esquelética, torpe y cubierta de magulladuras, que era incapaz de caminar más de cinco minutos seguidos sin tropezar, o de coser el más simple de los remiendos.

Recordaba la borrosa silueta un grupo de hombres blancos que habían llegado a caballo a su poblado, los primeros que había visto en su vida. Todos sus vecinos habían ido corriendo a recibirlos, como si fuese el acontecimiento del año, pero ella no. No, ella no había conocido a Sir Hiram Johannes Schuyler hasta esa misma noche, cuando después de la reunión de los ancianos con los hombres blancos, su madre le había pedido que la acompañase a llevar algo de comida a los visitantes.

Todavía guardaba la imagen de esas hogueras combatiendo con la oscuridad, rodeadas de misteriosas figuras que no pudo distinguir bien hasta que se encontró a un par de metros de ellos. Aun así, el nerviosismo y el miedo la hicieron pasearse entre ellos con la cabeza baja, repartiendo los refrigerios que había preparado su madre, hasta que lo oyó. Un rítmico y suave sonido que recorrió todo su cuerpo, y una grave voz, quizás no tan melodiosa, pero sí igual de hipnótica, acompañándolo.

Immookalee se había acercado poco a poco, casi subconscientemente, al hombre y a la guitarra que estaban haciendo latir su corazón al ritmo de la música. Y así fue como lo conoció. Hiram enseguida se había dado cuenta de que ella estaba entendiendo la letra de su canción, y se había sorprendido mucho de que una joven cherokee de un poblado tan remoto fuese capaz de entender inglés sin problema. Al fin y al cabo, su tío, al contrario que ella, sí que era un hombre de mundo, y ella siempre había poseído una esponja por mente.  

Hiram la había invitado a sentarse con ellos, y en cualquier otra ocasión Immookalee lo habría rechazado. Podía ser su primer contacto con el hombre blanco, pero todos oían historias, historias que advertían a cualquier joven indígena de los peligros de acercarse a un estadounidense de cincuenta años. Pero había algo en él que le transmitía seguridad, una voz en su interior que le aseguraba que no pasaría nada, así que se arriesgó. Y gracias a dios que lo hizo. Esa noche no durmieron en absoluto. Hablaron y cantaron hasta el amanecer, compartiendo sus diferencias, bañándose en sus historias.

El hombre incluso le enseñó a tocar la guitarra, a hablar mejor su idioma, y ella le enseñó algo del suyo. Si algo le quedó claro es que ese hombre no quería nada de ella que ella no quisiese darle. La veía como a una igual, una alumna en todo caso, no como a un ser inferior, ni como a un cacho de carne, ni como a una fábrica de niños, como sí hacían sus compañeros con las mujeres del poblado. Al día siguiente, Hiram y los suyos se marcharon, pero le prometió que volvería.

Y así hizo. Apenas un par de meses después, Hiram había vuelto, esta vez en carruaje y con un séquito más pequeño. Entre ellos estaba un hombre al que los demás llamaban el oculista. Immookalee jamás había oído esa palabra, pero nunca la olvidaría. El hombre le hizo unas pruebas de vista y tanto él como Hiram le prometieron que volverían con algo para ella. Y de nuevo, así fue. Gafas les habían llamado. Immookalee no se había fiado para nada del regalo, estaba segura de que podía confiar en Hiram, pero no le hacía gracia ninguna ponerse eso en la cara. Su tío la había convencido, prometiéndole que sabía lo que eran y que no le harían daño. Y en efecto.

Esa había sido la primera vez que Hiram le había abierto los ojos, antes aún de enseñarle el país, Nueva York o el océano. Le había descubierto el primero de los nuevos mundos que conocería gracias a él, y aunque no el más impresionante, sí el más importante. Hasta ese momento no había sido consciente de que su torpeza era debida a que simplemente tenía problemas de visión, nunca había sabido que había otra manera de ver las cosas, que había un velo que se lo impedía. Tantos detalles pasados por alto por su retina a lo largo de los años, detalles que ni siquiera sabía que se había perdido. Hiram tuvo una larga conversación con ella ese mismo día, y después con su madre, su tío, su padre, las ancianas y quien hizo falta. E Immookalee aceptó, y lo mismo hicieron todos los demás, después de preguntarle a ella si confiaba en él. ¿Cómo no iba a fiarse de él a esas alturas?

Primero viajaron hasta Savannah, dónde vivía la familia de Hiram. Nada más llegar se casaron, ya que él no quería que Immookalee fuese tratada como su esclava o su amante, y ella adoptó el nombre legal de Virginia Anne Schuyler. Como Hiram le había prometido, ni consumaron el matrimonio, ni dejaron de usar su nombre de nacimiento en ningún momento. A partir de ese momento, Immookalee nunca volvió a dudar de que no se había equivocado al confiar en Hiram. No sabía por qué lo hacía, tampoco se lo preguntó nunca. Pero la había salvado, le había regalado una gran oportunidad, y jamás se lo podría agradecer lo suficiente. Antes de dejar la ciudad adoptaron a un pobre galgo callejero que se encariñó con la joven y él le prometió llevarle a la ciudad más bonita de América. Y, de nuevo, así hizo.

Haag movió la cola como loco cuando vio que Hiram se acercaba de nuevo a ellos. Le dijo a Immookalee que tenía una sorpresa para ella, pero que no podía contárselo todavía. Odiaba cuándo le hacía eso, pero sabía que no le podría sacar nada. Pasó toda la tarde encerrada en la posada neoyorquina en la que se alojaban, impaciente, mientras se encargaba de actualizar y revisar el libro de cuentas de Hiram. Él estaba fuera para preparar la sorpresa, y ella no podía esperar a saber de qué se trataba. Sonaba a que era algo más grande que todo lo que ya había hecho por ella. Y no se le ocurría nada en absoluto que fuese mayor que su visión, Nueva York y el océano.

En cuanto se lo dijo, estuvo a punto de atragantarse con el chocolate caliente que estaban bebiendo. No se lo podía creer. Irían a Europa. Cruzarían el inmenso e interminable océano. Era un sueño. Esto no le podía estar pasando, no a ella. Hiram la besó en la frente y la dejó asimilándolo. Pero no podía asimilarlo. Si aún ni era capaz de hacerse a la idea de las lentes de cristal que le permitían ver cada una de las arrugas en las mejillas de Hiram,  ni de la inmensidad del océano, ni siquiera al sabor del chocolate que acariciaba su garganta, ¿cómo iba  asimilar eso? ¿Cómo iba a creerse que iba a cruzar al otro lado del fin del mundo? Si hasta un par de años atrás le hubiesen dicho que la totalidad del universo estaba conformada por su poblado, el río y los bosques de alrededor se lo habría creído.

Immookalee, con el chocolate aún manchándole los labios, besó el frío anillo que llevaba puesto desde aquel día en aquella pequeña capilla a las afueras de Savannah. No iba a mentir, no había sido el día más feliz de su vida, como proclamaban muchas recién casadas. No, aquello había sido un mero trámite. Pero un trámite que había sido el comienzo de la época más emocionante de su vida. Hiram lo había dado todo por ella, y ella había intentado corresponderle. En unos meses había aprendido a administrar su dinero y a tocar la guitarra mejor que él mismo, le había servido de traductora, le había apoyado con su compañía y su energía. Y aun así, sabía que no era suficiente, porque le debía todo y más. Porque gracias a él, gracias a ese anciano ángel desinteresado, esa chica torpe, flacucha y medio ciega destinada a ser una solterona solitaria atrapada en su pequeño poblado de por vida, había descubierto nuevo mundo tras nuevo mundo. Y aún eran más los que le esperaban ahí fuera.


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"No hay nada que perder, y tal vez mucho que descubrir." 
Elizabeth Gilbert