martes, 15 de noviembre de 2016

A flor de piel

Palabras: Sumergirse, Piel, Retroceso, Palpitar, Luscofusco

Cisco no podía pensar en nada mejor que en la sensación que recorría su cuerpo cada vez que se sumergía en esas frías aguas. Quién lo habría adivinado. Cuando había conseguido ese trabajo bastante mal pagado como instructor de buceo en el Río de la Plata, pensó que no duraría ni dos meses. Se había criado sumergiéndose en las aguas del estuario, había pasado media vida forzando sus pulmones bajo la superficie, y creía que se acabaría cansando. Pero no fue así.

Cada día era distinto, o todo lo distinto que podía ser dentro de la inagotable rutina que era el mundo laboral. El martes podía pasárselo jugando con un niño que desbordaba curiosidad, el miércoles encontrarse nadando entre elegantes tortugas marinas y el jueves aprender neerlandés de algún rico extranjero que no sabía en qué gastar su dinero. Había hecho de su profesión su pasión, o por lo menos, eso le gustaba creer.

Era mucho mejor que verlo como lo hacían sus padres. Tenía casi treinta años y no tenía estudios, dinero, vida social, novia ni nada lo más remotamente parecido. Ellos lo preferían cuando se mataba a hincar los codos en el instituto, antes de decidir que estudiar una carrera no iba a ser lo suyo, antes de cambiar los libros por el neopreno.  Para ellos vivía en un retroceso constante, estaba mucho más abajo en una metafórica cadena trófica que cuando tenía diecisiete años. Bueno, sin hierba ni plancton todos estaríamos muertos, les solía responder él.

Aun así, en ocasiones Cisco no podía evitar darles la razón. Quizás estuviesen en lo cierto. Tal vez debería buscar algo mejor, más comodidad, menos soledad. Podía ser que faltase algo o alguien en su vida. Normalmente solo necesitaba verse arropado por las aguas para olvidarse de todo eso, y recordarse a sí mismo que no tenían razón.

Pero había días que no podía ser. Días que había temporal, que hacía demasiado frío, o días como aquel, en los que tenía que perder la mañana yendo al hospital. No era la primera vez que le pasaba, debía ser alérgico a alguna alga o planta acuática que rozaba de cuando en cuando, y le provocaba unos tremendos sarpullidos. Tenía el brazo en carne viva y, todo su cerebro estaba concentrado en impedir a la otra mano que se rascase. Excepto esas malditas neuronas anarquistas que preferían tomarse un té mientras discutían si su vida tenía sentido realmente.

-Francisco Javier Puccarelli Freijedo.

Su turno. Y menos mal, porque no creía poder aguantar más las toses interminables que poblaban toda sala de espera de hospital. Avanzó rápidamente hacia la puerta que le indicaban y se sentó en la silla de siempre, antes de levantar la mirada en busca de la conocida cara amable y anciana de la doctora Ahumada. No podía decirlo con seguridad, pero estaba bastante seguro de que en lugar de una sonrisa, su mandíbula se había desencajado por completo cuando la vio.

No, no era la anciana doctora Ahumada. No, no. O por lo menos, no podía recordar que ella tuviese unos brillantes ojos ambarinos, una piel fina que parecía haber salido de una sesión de photoshop, y una sonrisa que podría cautivar al más fiero león sin necesidad de sacarle una espina de la zarpa. La dermatóloga movió los labios, pero lo único que pudo escuchar fue el atronador palpitar de su propio corazón. ¿Qué carajo había dicho?

No fue necesario preguntarlo, la joven debió de vérselo en la cara, sonrió y se presentó de nuevo. Era Flor Ezcurra, su nueva doctora. Chévere. Eso fue todo lo que las babas que inundaban sus sentidos le dejaron decir. Flor se rió, y su corazón empezó a latir más fuerte aún, como si fuese una bomba funcionando a toda máquina para elevar su temperatura corporal y así poner su piel a tono con el rojo del sarpullido del brazo.

Siguió las órdenes de la atractiva doctora sin atreverse a decir una sola palabra. No se quería arriesgar a fastidiarla. Y no es que no tuviese mucha fe en sí mismo, sino más bien ninguna. Y con razón. La última vez que había tratado de encandilar a una mujer le había cantado una canción de Rebelde Way. No la había vuelto a ver. Y no podía decir que le extrañase.

Mientras los dedos de Flor recorrían su demacrada piel, le pareció notar algo en su cara. Y no algo malo. Una sonrisa tímida, nerviosa, como la que se imaginaba que tenía él en ese momento. Hasta parecía que incluso estaba notando como se compenetraban sus frenéticas palpitaciones a través del pulso del dedo pulgar de la mujer. No, no podía ser. Vaya sarta de chorradas estaba pensando. ¿En qué momento eso podría ser ni remotamente probable?

Pues en cinco minutos y trece segundos, para ser exactos. Cisco pensó que la sangre se le había subido a las orejas y le habían distorsionado la audición por completo. No podía ser cierto.

-Sí, sí, sí, sí. Sí. Sí, claro.

¿Eso era lo único que se le ocurrió decir? ¿Me estás tomando el pelo? Cisco no se lo podía creer mientras recorría las calles de La Plata con ganas de echarse  a bailar delante de todo el mundo. Miró de nuevo la receta médica que le había dado. Y sobre todo esa letra que gracias a dios aun no era de médico, por lo que se podía entender perfectamente el número de teléfono y el nombre de una cafetería. Luscofusco. “En Luscofusco mañana a las nueve” había dicho. Justo después de confesarle que llevaba desde el momento en que lo vio pensando en cómo pedirle una cita sin morirse de vergüenza. Sus padres podían meterse el retroceso por donde les cupiese, porque él tenía una cita.

No iba a mentir. Nunca había tenido una cita así. Nunca había tenido una cita de verdad, para ser sinceros. No tenía nada con lo que comparar. Aun así, estaba completamente seguro de que no podía haber sido mejor. La verdad, no le había hecho mucho caso a la original decoración ni al casero y sabroso licor que le habían dado en esa pequeña cafetería gallega. ¿Para qué, teniendo a todo lo que quería ver y probar sentada en la silla de enfrente? ¿Y lo mejor de todo? Esa sonrisa inextinguible y esos ojos siempre fijos en él le decían que ella pensaba lo mismo.

No estaba seguro de si reuniría el coraje suficiente, pero cuando se estaban despidiendo, y ella estaba acariciando la piel de su brazo para ver si había alguna mejoría, lo sacó de dónde no sabía ni que estaba, le agarró la barbilla y sintió como se sumergía en las aguas más cálidas que había tenido el placer de probar. Y no quería volver a la superficie. Pero el aire se acaba, y tenía que hacerlo. Aunque más bien se detuvo porque Flor le estaba apretando con fuerza el sarpullido del brazo sin darse cuenta, pero tampoco le importó. Compensaba y con creces.

Hipnotizado, intentó besarla de nuevo, pero ella posó el índice sobre sus labios. Lo sentía pero tenía que irse, así que más le valía prepararle algo original para la próxima cita. Le dio un suave beso en la nariz y otro sobre la herida del brazo y desapareció entre la multitud, mientras Cisco intentaba redirigir el latido de su corazón, que no sabía cómo reaccionar con todo lo que había pasado.

La risa cantarina de Flor fue la prueba que necesitaba para comprobar que lo había hecho bien. Se había propuesto enamorarla con una fantástica segunda cita, y eso había hecho. No tendría dinero ni estudios, pero ya no podrían decirle que estaba retrocediendo nunca más. Fijó su mirada en la Flor y sonrió. Había sido una tarde muy larga. Larga y perfecta. Y ahora estaban los dos descansando a la orilla de su lugar favorito en el mundo, empapados, y listos para dejar de sumergirse en aguas frías y pasar a otras más cálidas. Pero Flor quería jugar un poco primero.

Le pidió que cerrase los ojos y obedeció. Nada de trampas, añadió la mujer. Asintió. Nunca había estado tan excitado, no entendía por qué iba a necesitar trampas. Podía sentir la húmeda piel de Flor contra la suya mientras inmovilizaba sus muñecas con un paño de seda o algo por el estilo. ¿Era necesario apretar tanto? Bah, que más daba. Lo que importaba era esa sensación que lo recorría, que nacía cada vez que los latidos de su corazón se compenetraban con los de ella. Dejó que le atase también los tobillos, y entonces se dejó llevar mientras ella lo recostaba sobre la arena y le acariciaba el torso con cariño.

La echó de menos los segundos que se alejó a buscar “una cosita”, pero dejó de importar cuando notó sus suaves labios recorriéndole el hombro.

-Oh dios mío, esto es lo que yo quería.

Cisco iba a responderle juguetonamente, pero en su lugar chilló. Abrió los ojos, y antes de poder siquiera descubrir qué estaba pasando, sintió de nuevo como si acabasen de apuñalar con fuego en el sarpullido de su brazo y aulló al atardecer. Trató de incorporarse, pero solo consiguió tropezar consigo mismo y caer de costado. Preguntó a Flor qué estaba pasando, pero como respuesta solo recibió un gemido de placer. Consiguió girarse para encontrar a la mujer con la mirada, y su corazón, el dolor, y hasta el tiempo parecieron congelarse.

Flor sostenía con su mano una especie de tejido sanguinolento, y, y… No podía ni asimilar lo que estaba haciendo con él. Especialmente cuando se dio cuenta de que era su sangre. Era su piel. Flor salió de su ensimismamiento para dirigirle una mirada que provocó que su corazón volviese a palpitar como la primera vez que la vio. Pero ni remotamente por el mismo motivo. Ignorando el dolor de su brazo trató de desasirse de lo que fuese con lo que le había atado las manos a la espalda. Pero ella y el destello metálico que sujetaba en su otra mano fueron más rápidos.


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"Pocos ven lo que somos, pero todos ven lo que aparentamos." 
Nicolás Maquiavelo