Palabras: Sumergirse, Piel, Retroceso, Palpitar, Luscofusco
Cisco no podía pensar en nada mejor
que en la sensación que recorría su cuerpo cada vez que se sumergía en esas
frías aguas. Quién lo habría adivinado. Cuando había conseguido ese trabajo
bastante mal pagado como instructor de buceo en el Río de la Plata, pensó que
no duraría ni dos meses. Se había criado sumergiéndose en las aguas del
estuario, había pasado media vida forzando sus pulmones bajo la superficie, y
creía que se acabaría cansando. Pero no fue así.
Cada día era distinto, o todo lo
distinto que podía ser dentro de la inagotable rutina que era el mundo laboral.
El martes podía pasárselo jugando con un niño que desbordaba curiosidad, el
miércoles encontrarse nadando entre elegantes tortugas marinas y el jueves
aprender neerlandés de algún rico extranjero que no sabía en qué gastar su
dinero. Había hecho de su profesión su pasión, o por lo menos, eso le gustaba
creer.
Era mucho mejor que verlo como lo
hacían sus padres. Tenía casi treinta años y no tenía estudios, dinero, vida
social, novia ni nada lo más remotamente parecido. Ellos lo preferían cuando se
mataba a hincar los codos en el instituto, antes de decidir que estudiar una
carrera no iba a ser lo suyo, antes de cambiar los libros por el neopreno. Para ellos vivía en un retroceso constante,
estaba mucho más abajo en una metafórica cadena trófica que cuando tenía
diecisiete años. Bueno, sin hierba ni plancton todos estaríamos muertos, les
solía responder él.
Aun así, en ocasiones Cisco no
podía evitar darles la razón. Quizás estuviesen en lo cierto. Tal vez debería
buscar algo mejor, más comodidad, menos soledad. Podía ser que faltase algo o
alguien en su vida. Normalmente solo necesitaba verse arropado por las aguas
para olvidarse de todo eso, y recordarse a sí mismo que no tenían razón.
Pero había días que no podía ser.
Días que había temporal, que hacía demasiado frío, o días como aquel, en los
que tenía que perder la mañana yendo al hospital. No era la primera vez que le
pasaba, debía ser alérgico a alguna alga o planta acuática que rozaba de cuando
en cuando, y le provocaba unos tremendos sarpullidos. Tenía el brazo en carne
viva y, todo su cerebro estaba concentrado en impedir a la otra mano que se
rascase. Excepto esas malditas neuronas anarquistas que preferían tomarse un té
mientras discutían si su vida tenía sentido realmente.
-Francisco Javier Puccarelli Freijedo.
Su turno. Y menos mal, porque no
creía poder aguantar más las toses interminables que poblaban toda sala de
espera de hospital. Avanzó rápidamente hacia la puerta que le indicaban y se
sentó en la silla de siempre, antes de levantar la mirada en busca de la conocida
cara amable y anciana de la doctora Ahumada. No podía decirlo con seguridad,
pero estaba bastante seguro de que en lugar de una sonrisa, su mandíbula se
había desencajado por completo cuando la vio.
No, no era la anciana doctora
Ahumada. No, no. O por lo menos, no podía recordar que ella tuviese unos
brillantes ojos ambarinos, una piel fina que parecía haber salido de una sesión
de photoshop, y una sonrisa que podría cautivar al más fiero león sin necesidad
de sacarle una espina de la zarpa. La dermatóloga movió los labios, pero lo
único que pudo escuchar fue el atronador palpitar de su propio corazón. ¿Qué carajo
había dicho?
No fue necesario preguntarlo, la
joven debió de vérselo en la cara, sonrió y se presentó de nuevo. Era Flor Ezcurra, su nueva doctora. Chévere. Eso fue
todo lo que las babas que inundaban sus sentidos le dejaron decir. Flor se rió,
y su corazón empezó a latir más fuerte aún, como si fuese una bomba funcionando
a toda máquina para elevar su temperatura corporal y así poner su piel a tono
con el rojo del sarpullido del brazo.
Siguió las órdenes de la atractiva
doctora sin atreverse a decir una sola palabra. No se quería arriesgar a
fastidiarla. Y no es que no tuviese mucha fe en sí mismo, sino más bien ninguna. Y
con razón. La última vez que había tratado de encandilar a una mujer le había
cantado una canción de Rebelde Way. No la había vuelto a ver. Y no podía decir que le
extrañase.
Mientras los dedos de Flor
recorrían su demacrada piel, le pareció notar algo en su cara. Y no algo malo.
Una sonrisa tímida, nerviosa, como la que se imaginaba que tenía él en ese
momento. Hasta parecía que incluso estaba notando como se compenetraban sus
frenéticas palpitaciones a través del pulso del dedo pulgar de la mujer. No, no
podía ser. Vaya sarta de chorradas estaba pensando. ¿En qué momento eso podría
ser ni remotamente probable?
Pues en cinco minutos y trece
segundos, para ser exactos. Cisco pensó que la sangre se le había subido a
las orejas y le habían distorsionado la audición por completo. No podía ser
cierto.
-Sí, sí, sí, sí. Sí. Sí, claro.
¿Eso era lo único que se le ocurrió
decir? ¿Me estás tomando el pelo? Cisco no se lo podía creer mientras recorría
las calles de La Plata con ganas de echarse
a bailar delante de todo el mundo. Miró de nuevo la receta médica que le
había dado. Y sobre todo esa letra que gracias a dios aun no era de médico, por lo que se
podía entender perfectamente el número de teléfono y el nombre de una cafetería. Luscofusco. “En Luscofusco
mañana a las nueve” había dicho. Justo después de confesarle que llevaba
desde el momento en que lo vio pensando en cómo pedirle una cita sin morirse de
vergüenza. Sus padres podían meterse el retroceso por donde les cupiese, porque
él tenía una cita.
No iba a mentir. Nunca había tenido
una cita así. Nunca había tenido una cita de verdad, para ser sinceros. No
tenía nada con lo que comparar. Aun así, estaba completamente seguro de que no
podía haber sido mejor. La verdad, no le había hecho mucho caso a la original
decoración ni al casero y sabroso licor que le habían dado en esa pequeña
cafetería gallega. ¿Para qué, teniendo a todo lo que quería ver y probar
sentada en la silla de enfrente? ¿Y lo mejor de todo? Esa sonrisa inextinguible
y esos ojos siempre fijos en él le decían que ella pensaba lo mismo.
No estaba seguro de si reuniría el
coraje suficiente, pero cuando se estaban despidiendo, y ella estaba
acariciando la piel de su brazo para ver si había alguna mejoría, lo sacó de dónde
no sabía ni que estaba, le agarró la barbilla y sintió como se sumergía en las
aguas más cálidas que había tenido el placer de probar. Y no quería volver a la
superficie. Pero el aire se acaba, y tenía que hacerlo. Aunque más bien se detuvo
porque Flor le estaba apretando con fuerza el sarpullido del brazo sin darse
cuenta, pero tampoco le importó. Compensaba y con creces.
Hipnotizado, intentó besarla de
nuevo, pero ella posó el índice sobre sus labios. Lo sentía pero tenía que
irse, así que más le valía prepararle algo original para la próxima cita. Le
dio un suave beso en la nariz y otro sobre la herida del brazo y desapareció
entre la multitud, mientras Cisco intentaba redirigir el latido de su corazón,
que no sabía cómo reaccionar con todo lo que había pasado.
La risa cantarina de Flor fue la
prueba que necesitaba para comprobar que lo había hecho bien. Se había
propuesto enamorarla con una fantástica segunda cita, y eso había hecho. No
tendría dinero ni estudios, pero ya no podrían decirle que estaba retrocediendo
nunca más. Fijó su mirada en la Flor y sonrió. Había sido una tarde muy larga.
Larga y perfecta. Y ahora estaban los dos descansando a la orilla de su lugar
favorito en el mundo, empapados, y listos para dejar de sumergirse en aguas frías
y pasar a otras más cálidas. Pero Flor quería jugar un poco primero.
Le pidió que cerrase los ojos y
obedeció. Nada de trampas, añadió la mujer. Asintió. Nunca había estado tan
excitado, no entendía por qué iba a necesitar trampas. Podía sentir la húmeda
piel de Flor contra la suya mientras inmovilizaba sus muñecas con un paño de
seda o algo por el estilo. ¿Era necesario apretar tanto? Bah, que más daba. Lo
que importaba era esa sensación que lo recorría, que nacía cada vez que los
latidos de su corazón se compenetraban con los de ella. Dejó que le atase
también los tobillos, y entonces se dejó llevar mientras ella lo recostaba
sobre la arena y le acariciaba el torso con cariño.
La echó de menos los segundos que
se alejó a buscar “una cosita”, pero dejó de importar cuando notó sus suaves
labios recorriéndole el hombro.
-Oh dios mío, esto es lo que yo
quería.
Cisco iba a responderle
juguetonamente, pero en su lugar chilló. Abrió los ojos, y antes de poder
siquiera descubrir qué estaba pasando, sintió de nuevo como si acabasen de
apuñalar con fuego en el sarpullido de su brazo y aulló al atardecer. Trató de
incorporarse, pero solo consiguió tropezar consigo mismo y caer de costado.
Preguntó a Flor qué estaba pasando, pero como respuesta solo recibió un gemido
de placer. Consiguió girarse para encontrar a la mujer con la mirada, y su
corazón, el dolor, y hasta el tiempo parecieron congelarse.
Flor sostenía con su mano una
especie de tejido sanguinolento, y, y… No podía ni asimilar lo que estaba
haciendo con él. Especialmente cuando se dio cuenta de que era su sangre. Era
su piel. Flor salió de su ensimismamiento para dirigirle una mirada que provocó
que su corazón volviese a palpitar como la primera vez que la vio. Pero ni
remotamente por el mismo motivo. Ignorando el dolor de su brazo trató de
desasirse de lo que fuese con lo que le había atado las manos a la espalda.
Pero ella y el destello metálico que sujetaba en su otra mano fueron más
rápidos.
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"Pocos ven lo que somos, pero todos ven lo que aparentamos."
Nicolás Maquiavelo