domingo, 18 de noviembre de 2018

Una noche, cuatro elementos


Palabras: Fuego, Aire, Tierra, Aire

Taiwo sintió fuego en la garganta, pero no le importó. Estaba acostumbrado. Apoyó con fuerza el vaso de chupito en la sucia mesa de madera, y cogió el siguiente. De un trago también. Cristal contra madera, golpe seco, gritos, cánticos y palmadas. Sonrió a sus amigos y se puso en pie. El planeta entero se tambaleó a su alrededor. Se apoyó en el hombro de Tomi para equilibrarse, y señaló hacia el siguiente local.

Correteó sonriente sobre el asfalto, seguido por los demás. Era el rey de toda la maldita ciudad de Lagos. Aulló. El placentero viento que soplaba a su espalda y el firme cemento que pisaba eran lo único que impedía que flotase hacia la enorme luna llena. ¿Sería verdad que sabía a queso? Lo dijo en alto. Una cascada de carcajadas brotó a su alrededor. No entendía a qué se debían, pero se dejó llevar por ellas, y abrazó a Kemi con un ataque de risa que no parecía querer que el aire fluyese por sus pulmones.

Enganchó a su amigo con el brazo y lo guió hacia el bar de enfrente. Una vaca de neón les recibió en la entrada. ¿O era un rinoceronte? Vaso de tubo esta vez, ron y coca cola. Drake resonando en sus oídos, pista de baile pegajosa bajo sus pies. No sabía lo que hacía, pero lo hacía igualmente. Era Michael Jackson, era Shakira, era el puto Jesucristo del perreo. ¿Sofoco? Chaqueta fuera. ¿Empapado? Dorso de la mano por la frente y listo. ¿Sed? A sacar billetes y a vivir.

Oscuridad, luz y colores esquizofrénicos. El fuego de su garganta de excursión por su cuerpo. Otro vaso. Y otro. Entraban como agua. Silueta seductora moviéndose ante él. Hipnótica, radiante, misteriosa. Olía a imán, tenía que seguirla. Su voz se perdía entre las demás, pero él contestaba igualmente. ¿A qué? ¿El qué? Palabras que no pasaban por su mente salían por su boca sin volver a sus oídos. Qué más daba. Ella sonreía y se acercaba más. Otro tipo de fuego se asomaba por sus sentidos. Piel con piel, aliento con aliento, gestos con gestos. Tienda de campaña, fuente descontrolada, fugaz despedida y lengua saboreando el aire.

Pero daba igual. La pista seguía siendo suya. Estrellas deslumbrantes nacían y morían a su alrededor. Sus pies seguían onomatopeyas, ¿sus ojos? No podría seguir jurando si los tenía. Hormigas en las manos, anestesia en la boca, vértigo en las neuronas. La escala de Richter descontrolada, intentando hacerle perder el ritmo. Arriba y abajo, derecha e izquierda, definiciones perdidas entre el chunda chunda. Se sostuvo contra una pared, y el universo lo sacó en volandas hasta que el frío aire luchó por inundar el fuego de su interior.

Se giró e intentó enfocar. La pared resultara ser Kemi, el universo, Tomi. Quería volver con la vaca de neón, pero no le dejaron. ¿Por qué no, aguafiestas de mierda? Era ya mayorcito para hacer lo que le diese la puta gana y más, así que debían dejarle pasar. Eso hicieron, y Taiwo corrió entre ellos. Pies en el aire, cara en la tierra, y risas en las orejas. Manos que lo levantaron y lo agarraron con fuerza. Podía andar solo, era la maldita Shakira. Waka waka, cena en la acera, mil agujas en el gaznate y sal seca en las mejillas. Taxi y bolsa de papel. Caricias en la cabeza. Puerta cerrada, pantalones abajo, cubo en la alfombra y luces fuera.

Taiwo se despertó con las pestañas pegadas entre ellas como si alguien se hubiese motivado con la cola instantánea. Se levantó de la cama en calzoncillos, con la camisa todavía puesta y los calcetines llenos de mierda. Todas las óperas del universo retumbaban al mismo tiempo en su garganta. Se acercó al espejo y se encontró con los cuatro elementos. Tierra en la cara, aire en la mirada fuego en la cabeza y agua en la entrepierna.


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"Por el alcohol, causa y solución de todos los problemas de la vida." 

Homer J. Simpson

martes, 23 de octubre de 2018

Resiliencia


Palabras: Resiliencia, Barril, Mando, Perseverancia, Súbdito

Trece mil cuatrocientos cuarenta y siete. Trece mil cuatrocientos cuarenta y ocho. Trece mil cuatrocientos cuarenta y nueve. Tre... No. Espera. Espera. Nada, parecía que la bombilla volvía a dejar de titilar, para una vez que estaba a punto de batir el récord de trece mil cuatrocientos sesenta y nueve parpadeos... Se resignó. No pasaba nada, probablemente no tendría que esperar mucho a que volviese a empezar. Mucho... Mucho. Mucho. Qué palabra más ambigua. Recordaba cuando podía contar los muchos en minutos, en horas. Cuando sabía medir los cuandos. Cuando podía decir que hacía días de eso, o meses, o años. Ahora sólo podía decir antes. Bueno, realmente ni siquiera podía decir. O, por lo menos, a nadie más que a sí misma.

Intentó relajarse antes de que llegase la ansiedad. La sentía ya en sus sienes, posándose en los recodos de una respiración que, aunque allí estaba, no podía controlar. Blanco. Era mejor dejar la mente en blanco. Permitir que la superficie blanca que se encontraba ante sus ojos, rodeando esa bombilla que era su única compañía, inundase sus neuronas. Entonces, como cada vez que sus pensamiento se hacían uno con el silencio, lo sintió. Los pausados latidos de su corazón. El aire penetrando por sus fosas nasales. La sangre corriendo por sus venas. Era su cuerpo, luchando por no caer en el olvido. Su cuerpo perseverando con tesón por mantenerse con vida.

Como muchas otras veces, intentó controlarlo. Recuperar el mando sobre él. Se concentró con todas sus fuerzas en moverse. No tenía que ser algo impresionante, tan sólo menear un poco un meñique, o arrugar la nariz, o erguir las cejas. Pero nada. ¿O quizás sí? ¿Y si lo estaba haciendo, pero no podía sentirlo? ¿Y si estaba esforzándose como una estúpida por conseguir algo que ya había conseguido? ¿Y si sus pies estaban bailando la más pasional de las sambas pero ella era incapaz de saberlo?

Blanco. Se estaba agobiando otra vez. Blanco. Blanco. Latidos, corazón, sangre. Si su cuerpo podía luchar, ¿por qué ella no? ¿Por qué tenía que ser súbdita de su situación? Se esforzó de nuevo. Pero fracasó. Una y otra vez. ¿Era su cuerpo el que no respondía, o era ella quién había olvidado cómo moverse? ¿Y si su espalda no había sido destrozada por aquel parachoques desbocado? ¿Y si fue su mente la que se resquebrajó en mil añicos, olvidando hasta cómo doblar un maldito dedo gordo del pie?

El blanco se oscureció un momento. Oh, había vuelto a pasar. Uno. Dos. Tres. Y ya estaba. Decepción. Qué efímera había sido su principal, casi incluso única, distracción. Al principio, fuese cuándo fuese eso, no era así. Su mente la había mantenido ocupada a más no poder. Primero con miedo, luego con impotencia, luego con miedo de nuevo. Después habían llegado los recuerdos. Se paseó por todo lo que recordaba de su vida tanto como quiso y más. Una, y otra, y otra vez, sumergiéndose en la nostalgia y la ansiedad, dejándose llevar por su corriente. Hasta que fue consciente de que no quería hacerlo más. De que no tenía que hacerlo más. Porque el antes ya pasó, ya tuvo su oportunidad, y no debía acapararla.

Y entonces se abrieron puertas de las que ni esbozaba su existencia. Y se encontró a sí misma. A todas las versiones de sí misma. Y exploró lo más recóndito de su ser. Y se presentó a sus sentimientos, algunos, viejos amigos, otros, grandes desconocidos. Y se enfrentó a sus miedos, y los abrazó, y los aceptó. Y se reconcilió con una existencia con la que ni sabía que tenía que reconciliarse. Y todo ello sin poder hablar, sin poder moverse, ni oír, ni oler, ni sentir, sin siquiera ser capaz de controlar lo más mínimo el aire que abastecía sus pulmones, que la mantenía con vida. Y sin más apoyo que el de una bombilla titilante y un pedazo de techo blanco. Y sabía que el agobio iba a volver, que la ansiedad seguía acechando, escondida a plena luz del día, y que las dudas eran desayuno, comida y cena. Pero también sabía que no pasaba nada. Que ahí estaban, y ahí iban a estar siempre. Que eran tan eternas y tan efímeras como ella misma. ¿Y qué?

La luz volvió a parpadear. Pero esta vez la ignoró. No la necesitaba. Si había logrado todo eso contando con las mismas capacidades para ello que las que tenía un barril para saltar a la comba, ¿qué era lo que no podría lograr por sí misma? ¿Dónde estaba el límite? Pues era algo que estaría encantada de descubrir. Porque su historia no estaba ni lejos de acabarse. Porque ni era súbdita ni era fracaso. Eso lo tenía muy claro. O, por lo menos, más claro que el blanco del techo. Si era lo único que iba a ver el resto de su vida, a ver si por lo menos alguien se molestaba en pasarle un pañito. 


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"Mantén tu rostro al sol y así no verás las sombras." 
Helen Keller

viernes, 13 de julio de 2018

Serendipia


Palabras: Serendipia, Petricor, Efímero, Desenlace, Etéreo

-¡Mewan tío, ya que no espabilas nos vamos sin ti, chao!

Mewan se sobresaltó por el ultimátum de Athula, acabó de peinarse con rapidez y salió a toda prisa de la habitación, llegando por los pelos a detener con el pie la puerta del ascensor antes de que se cerrase completamente. Athula, Kajan y Champaka se rieron de él, pero Mewan los ignoró. Era su primera vez en un país extranjero, y quería aprovecharlo. Los cuatro estaban allí, en Trinidad y Tobago, como parte de la selección de cricket de Sri Lanka, disputando el mundial. Los otros tres, al igual que la inmensa mayoría del equipo, ya habían salido del país en diferentes ocasiones, pero Mewan, a sus 20 años, nunca había tenido la oportunidad.

Llevaban allí ya varios días, pero entre los partidos y los entrenamientos su vida se había confinado al hotel y a los campos de cricket. Afortunadamente, ya que tenían unos días hasta el próximo partido, Champaka había convencido al entrenador para que dejase llevarse a quien quisiera a hacer un poco de turismo por Puerto España, y Mewan se había apuntado sin dudarlo. Lo que no se imaginaba era que en unas horas poco le importaría conocer mundo.

En la entrada del hotel les esperaban un par de compañeros de equipo, un asistente del entrenador y dos mujeres vestidas con el mismo uniforme blanco y azul. La mayor de ellas se presentó como Maureen, su guía turística para esa tarde, y a la más joven, que parecía poco mayor que Mewan, como Florence, su ayudante. Todos sus compañeros estaban como locos por esta última, sin parar de hablar de sus ojos, sus piernas y toda su anatomía corporal. Mewan, en cambio, ni se fijó dos veces en la joven. En ese momento solamente tenía ojos para la exótica ciudad que se cernía ante ellos.

Recorrieron las calles y las verdes cercanías durante horas, hasta que finalmente se detuvieron a comer en un lujoso restaurante junto a la playa. Mewan dudó un poco antes de entrar, al contrario de sus compañeros, que hambrientos siguieron a toda prisa a Maureen. No le convencía nada la idea de aventurarse en un nuevo país para acabar comiendo en un lugar de los que seguramente podría encontrar en cualquier otra zona rica del mundo. ¿Pero qué le iba a hacer?

-Prefieres una muestra de la comida local, ¿verdad?

Mewan se giró hacia Florence, avergonzado, y movió con timidez la cabeza de izquierda a derecha indicando que sí. Pero la mujer pareció confusa con el gesto, y con más vergüenza aun, se lo repitió con palabras. Florence sonrió y le dijo que le diese un minuto, y la joven entró corriendo en el restaurante dejándolo solo. Justo en ese momento un grupo de acaudalados cingaleses que les habían seguido allí para ver a su selección se acercó a él entusiasmado, pidiéndole autógrafos, y a ello estaba cuando Florence volvió a por él unos minutos después.

Aunque durante la visita no se habían dirigido la palabra en ningún momento, Mewan no pudo sentirse más cómodo pasando la tarde con esa desconocida. A pesar de que en ocasiones les costaba entenderse, ya que él no era el mejor hablando inglés, consiguieron mantener sendas y animadas conversaciones mientras Florence le hacía un rápido recorrido por las zonas menos conocidas de la ciudad, y lo llevaba a sus puestos de comida favoritos.

Una fuerte lluvia les pilló de pleno cuando paseaban por el paseo marítimo y tuvieron que correr a guarecerse. Y sentados bajo una endeble estructura de madera y paja siguieron charlando, sin darse cuenta de que la lluvia ya había parado rato atrás y el petricor inundaba sus fosas nasales. No quería que esa tarde acabase, pero cuando tanto su teléfono móvil como el de Florence estuvieron a punto de colapsar por las llamadas del asistente y de Maureen, tuvieron que dar por terminada esa efímera velada.

Al día siguiente, en el vestuario, Mewan tuvo que soportar los interrogatorios y burlas sin fin de Rajan y Athula, que no podían comprender como no había pasado nada con Florence, ni como no tenía ni su número. Champaka y otros veteranos, más tradicionales, ponían mala cara ante los comentarios de sus compañeros, pero no acudieron en su auxilio tampoco. Mewan pasó de ellos. La verdad era que nunca se había preocupado mucho por las mujeres, y no por falta de oportunidades, ya que al fin y al cabo contaba con la fama y el cuerpo de un deportista de élite al que muchas jóvenes de su ciudad ansiaban conocer en profundidad. Pero siempre las había evitado o rechazado, llegando al punto de que incluso alguno de sus amigos y hasta su hermana le habían llegado a preguntar si le gustaban los hombres, o si era asexual. Pero no era así, simplemente nunca le había interesado ninguna de las que había conocido, no le parecía tan complicado. Pero como para intentar hacerles entender eso a esos dos pesados…

Enseguida tuvo otra cosa por la que preocuparse. Mira que había que ser estúpido. Durante el entrenamiento hizo una pausa para tomar un poco de agua, y se dirigía al banquillo a buscar su botella cuando tropezó inexplicablemente con una pelota que alguien había dejado por ahí tirada. A pesar de lo aparentemente leve que había sido la caída y de la protección que llevaba, pudo sentir como algo se partía en su pierna y como las risas de sus compañeros se apagaron en el momento en el que escucharon el potente grito de dolor que emanó de sus pulmones.

Así que genial, allí estaba, postrado en una cama de hospital por pisar una estúpida pelota. Mientras tanto, sus compañeros de equipo lo habían dejado atrás, ya que el resto de partidos tendrían lugar en otros países del Caribe, acompañado solamente por Harshani, una de las fisioterapeutas de la selección, y no precisamente la persona más animada del mundo. No es que se fuese a notar mucho su ausencia, también tenía que decirlo, ya era el eterno reserva, pero le habría encantado acompañar a su equipo, vivir esa experiencia con ellos y disfrutarla al máximo, como era obvio.

Harshani golpeó la puerta en ese momento, diciéndole que tenía visita. Florence. Esta vez era ella quien desprendía una evidente timidez, intentando imitar el saludo cingalés con torpeza, provocando que una sonrisa se formase en la cara de Mewan. La joven le explicó que se había enterado de la lesión, y que sabiendo que su equipo jugaba en Guayana, imaginaba que podría agradecer algo de compañía. Aunque bueno, si se estaba propasando y él quería que lo dejase solo, lo haría sin problema. Un pánico presuntamente inexplicable inundó a Mewan. No, no, por favor, quédate.

Los siguientes días recibió visitas diarias de Florence, primero al hospital y luego al hotel, ya que Harshani había decidido que ya que la selección no estaría asentada en un solo lugar, cuantos menos viajes hiciese Mewan para seguirlos, mejor. Estaría en Trinidad hasta que su equipo perdiese o llegase a la final. Y no podía negarlo, lo estaba pasando mucho mejor con media pierna escayolada acompañado por Florence, que sentado en el banquillo en perfecto estado viendo como jugaba su equipo. Eso le hacía pensar en lo que le repitieran Rajan y Athula una y otra vez. ¿Quizás...?

Tardó unos días más en salir a la calle, gracias a la gran habilidad de convicción que Florence consiguiera ejercer sobre la ruda Harshani. De hecho, cuando se fue, Mewan creyó ver incluso una sonrisa de complicidad en la estoica mujer. Pero probablemente fuesen cosas suyas. Florence lo llevó a dar una vuelta de nuevo por el paseo marítimo, ayudándole a que se habituase a andar con muletas. Pero el joven estaba más atento a ella que a las muletas, así que como era de esperar, no tardó en perder el equilibrio y estar a punto de darse de bruces contra el suelo.

Florence consiguió sujetarlo con firmeza, y sus caras quedaron a apenas unos pocos centímetros. Se miraron fijamente durante unos segundos, sin moverse ni articular palabra, hasta que la mente de Mewan se dio cuenta de las manos que Florence apoyaba con fuerza en su pecho y su costado. Nunca había sentido tan cerca a una mujer que no fuese de su familia, y notó como algo en su entrepierna despertaba al mismo tiempo que el enrojecimiento cubría su cara y se apartó de ella con rapidez mientras le pedía disculpas y le daba las gracias en la misma frase.

Florence le acompañó de nuevo a su habitación de hotel, y justo cuando iban a despedirse, con Mewan todavía muerto de vergüenza, ella le dijo que le había traído una cosa, pero que sinceramente no sabía si era apropiado. ¿El qué? Se notaba que ella también se estaba derritiendo de la vergüenza mientras sacaba con una mano temblorosa una pequeña botella de ron de su bolso.

-P-p-por si te apetece probar un poco.

Mewan se quedó paralizado, entendiendo por donde iban los tiros. Creía que debía negarse, pero quería decir que sí. Así que por fin reunió valor y volvió a sacudir la cabeza. Y esta vez Florence sí que entendió el gesto.

Horas más tarde, Mewan se encontraba boca arriba en su cama, con la pierna escayolada completamente estirada, los ojos abiertos escudriñando el techo y una sonrisa tonta en la cara, mientras Florence dormía a su lado encogida sobre sí misma. La pierna del joven dolía por el esfuerzo, pero apenas la sentía. Se sentía etéreo, intocable, como si en cualquier momento fuese a empezar a levitar y a atravesar el techo, dirección a vete tú a saber dónde. Se pasó la mano por los labios, sintiendo todavía en ellos el sabor y la humedad de la boca de la joven. Sonrió aún más. Había sido una noche fantástica. Habían bebido, habían hablado, habían bebido más, se habían reído sin parar. Se habían besado. Se habían disculpado mutuamente, avergonzados por la osadía, pero luego se habían vuelto a reír y a besar.

No habían llegado a desnudarse ni a hacer nada más, aunque Mewan sí que había sentido la tensión en sus calzoncillos pidiéndole lo contrario. Pero en el momento ni se lo había planteado, estaba más que perfectamente cómodo. Miró a Florence, que aunque tenía los ojos cerrados, parecía estar despierta. Le acarició el pelo y ella respondió posando su mano sobre la suya y acariciándola. Mewan se agachó y la besó en la cabeza. A ella, su serendipia, ese gran descubrimiento hecho por casualidad. ¿Quién iba a pensar que ser banquillero de su selección y tener la lesión más torpe del mundo le habría llevado hasta allí?

Pero todo se acababa. Mewan salió del aeropuerto en su Galle natal, fingiendo que escuchaba por enésima vez una de las anécdotas de Athula mientras buscaba a su familia con la mirada. Allí estaba, su hermana Dilipa, con las peques. Mewan se despidió de su compañero y avanzó a saltitos todo lo rápido que le permitían las muletas, dejando que lo abrazasen con fuerza mientras reían y gritaban su nombre. Sonrió por primera vez en días, era justo lo que necesitaba.

Ya en casa, con las niñas acostadas, Dilipa se acercó a él con dos tazas de té caliente y le preguntó qué pasaba. Mewan suspiró, ¿por qué siempre se daba cuenta? Y le contó todo. Él y Florence aprovecharan los días que tuvieron juntos todo lo posible, pero finalmente llegó la gran final, y él y Harshani tenían que poner rumbo a Barbados, dónde su equipo acabaría perdiendo. Ambos sabían que la despedida estaba a la vuelta de la esquina, ese desenlace que habían tratado de retrasar lo máximo posible. Pero no podían luchar contra el tiempo.

Palabras, lágrimas, saliva, fluidos sexuales, sudor y hasta un poco de sangre los habían bañado esa última noche juntos, golpeada por un muro de realidad. No podían hacer nada, no podían condicionar sus vidas por alguien que conocían desde hacía unas semanas, por muy fuerte que fuese lo que sintiesen. Estaban en puntos distintos del mundo, en puntos distintos de la vida, y aunque era una mierda, era. Mewan aun así quiso convencerse de que podrían intentarlo, de que quizás podría funcionar. Y Florence respondió “Sí, podría. Pero sabes que lo mejor es...” Y supo que tenía razón.

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"Carpe diem." 

domingo, 8 de julio de 2018

Nubes de nieve, arena y sal


Palabras: Natación, Playa, Mar, Nube, Nieve

Unas suaves olas rompían contra la arena sin hacer apenas ruido, enmudecidas por los gritos de los niños que chapoteaban en la orilla mientras esperaban sus órdenes. Fatou prefirió darles unos minutos más de disfrute, así que se limitó a sacudir de sus pies descalzos las algas que se acumulaban en la playa y a observarlos unos minutos más. El viento mecía con delicadeza tanto su vestido como las hojas de las palmeras, una brisa plácida y fresca capaz de calmar a cualquiera. A cualquiera excepto a esos niños, tan llenos de vida y absortos de todo mal que asolaba sus vidas, que Fatou no podía sino, como cada día, odiar el momento de romper su burbuja de abstracción y hacerles volver al mundo real. Pero no quedaba otra. Así que colocó las manos a modo de altavoz alrededor de su boca y les gritó que era la hora.

Con una disciplina casi militar los niños salieron corriendo del agua hacia el montículo que habían formado con sus mochilas y su ropa, se secaron y cambiaron con rapidez, y se despidieron con un vivaz gesto de Fatou antes de dirigirse a toda prisa a clase. Todos salvo dos, un niño y una niña que se acercaron a ella y la abrazaron antes de seguir al resto de sus compañeros. Fatou sonrió y recordó a sus hijos que apurasen o llegarían tarde. En cuanto Pape y Safi se perdieron de su vista, comprobó que no había nadie a su alrededor, dejó caer su colorido vestido y su pañuelo sobre las algas y se apresuró a zambullirse en el agua.

Por Alá, no tenía palabras para describir como se sentía. Hacía siglos que no lo hacía, que no se metía en el agua más que para enseñar a todos esos niños a nadar, que no se relajaba ni se dejaba llevar por el líquido elemento que en ese momento bañaba cada milímetro de su cuerpo. Se sumergió una y otra vez, abriendo los ojos sin importarle lo irritados que fuesen a estar. Solo quería disfrutar de ese verdor azul, de las minúsculas criaturas nadando a su alrededor, de girar y girar sobre sí misma como si no existiesen leyes en ese húmedo mundo. Todo era posible ahí abajo, no existía bien ni mal, sólo ella y el agua. Pero no podía estar ahí para siempre.

Su cabeza rompió la superficie del agua con sus pulmones a punto de explotar. Se dio unos segundos para recuperar el aliento y el oxígeno, y decidió que ya era suficiente, que debía parar de hacer el tonto. Dio un par de largos de un lado a otro de la cala y se dispuso a salir. Pero no quería hacerlo. Se detuvo un momento, de espaldas a la orilla, flotando como si estuviese sentada en un cómodo trono inexistente. La inmensidad del océano se cernía ante ella, ni la más mínima sospecha de tierra a la vista, y no pudo evitar pensar en ellos. En esa otra hija y ese otro hijo que cuatro años atrás había dejado partir, jugarse la vida en unas aguas no muy distintas a las que la rodeaban, aunque sí muy lejanas, en busca de un lugar mejor, y, sobre todo, un futuro. Y como siempre, no pudo sino preguntarse, ¿lo habrían conseguido? ¿O su decisión los habría condenado?

Los recuerdos de aquel día la acompañaron mientras se secaba y se vestía. Ndèye, tan delgada y pequeña, abrazada con firmeza a aquella bolsa llena de recuerdos como si fuese lo más importante del mundo, y Amath, como siempre con una sonrisa en la cara, besando la frente de un Pape que apenas le llegaba a las rodillas, prometiéndole que volverían a verse. Ella misma, cogiendo con fuerza la mano de su marido mientras los veía subirse a la camioneta de aquellos desconocidos a los que les habían encomendado el futuro de sus hijos a cambio de todo el dinero que tenían. Se había equivocado, ¿verdad? Un bosquejo de lágrima se dejó sentir en sus ojos, pero no lloró. Ya había llorado lo suficiente. Sus niños se habían ido, Youssou había muerto, y Pape, Safi y Fama necesitaban una madre fuerte que cuidase de ellos, que los quisiese, que se encargase de que la historia no se repitiese. Así que no iba a llorar más. Pero había cosas en las que no podía evitar pensar. Y mucho menos recordar.

Recorrió lo más rápido que pudo el par de kilómetros que la separaban del mercado, atravesando un rebaño de ruidosos cebúes mientras intentaba esquivar el séquito de excrementos que siempre los acompañaban, hasta que por fin localizó el puesto en el que su madre y Fama ya estaban despachando el pescado capturado por sus hermanos a los clientes más madrugadores. Fatou se unió a ellas indicando a Fama que ya podía ir a clase, pero la adolescente vaciló y dirigió una tímida mirada a su abuela. Antes de que ésta abriese la boca ya sabía lo que le iba a decir, así que se lo impidió. Ni de broma, su hija iría a la escuela. Lo dijo con tal autoridad que ninguna de las dos se atrevió a replicarle, así que la joven recogió sus cosas y se despidió. Su madre la miró con reproche y Fatou le sostuvo la mirada hasta que la otra desistió y volvió a centrarse en colocar el pescado. Fatou asintió para sí misma e hizo otro tanto.

Sabía perfectamente que no podría proveer un gran futuro para sus hijos, pero haría lo posible por intentarlo. Ya había tenido que mandar a dos hijos a la incertidumbre, y no quería tener que repetirlo. Ella ya se había tenido que resignar a no alcanzar sus metas, y no quería que se repitiese tampoco. Recordaba cuando creyó que todo sería posible. Cuando ella y Youssou soñaba con vivir en las nubes, y creían que lo habían logrado. Se habían casado, habían abandonado la pequeña Palmarín y se habían mudado a Dakar, a la gran ciudad. Y todo había sido fantástico, un sueño. Hasta que dejó de serlo. Y sin trabajo, sin casa y con seis niños a cuestas habían vuelto a casa, derrotados. Su madre y sus hermanos les habían acogido de nuevo, y la pesca y el mercado se habían convertido en sus nuevas nubes. Unas nubes de tormenta que no eran capaces de alimentar tantas bocas. Todavía podía sentir en sus brazos a Yandé, su pequeña princesa. Oh, tan pequeña, tan hermosa. No tenía ni dos años cuando regresaron a Palmarín. Y tampoco los había cumplido aún el día que dejó de respirar para siempre y su corazón se detuvo. Y se había prometido que ninguno de sus hijos seguiría su camino. Pero se le antojaba una promesa más que imposible, o eso creía, hasta que Youssou conoció a aquellos misteriosos hombres disfrazados de salvadores.

Fatou no confiaba en ellos por completo, y sabía que su marido tampoco. ¿Pero qué podían hacer? Ellos no podían acompañarlos. Tenían que pensar en sus hijos pequeños, que los necesitaban y no serían capaces de sobrevivir a ese arriesgado viaje. Pero Ndèye y Amath eran lo suficientemente mayores, lo suficientemente fuertes. Eran los únicos que tendrían una oportunidad. Aun así les había preguntado, una otra y vez, con su corazón deseando que se negasen. Pero eran responsables, valientes e increíbles, y querían ayudar. Querían dejar de ser una carga, y más que encontrar un futuro para ellos mismos, creían mejorar las oportunidades de sus hermanos. Y una y otra vez habían dicho que sí, que irían a Europa con esos hombres, que conseguirían un trabajo, dinero, una vida, y volverían a por ellos. Y como se temía, no los había vuelto a ver. Desde el primer momento sabía que era lo más probable, pero no había sido consciente hasta que pasó. Hasta que sintió lo que era no saber si llorar por ellos o si respirar aliviada. No saber si estarían viendo la nieve en las montañas del norte por primera vez, o si estarían flotando en el medio del Mediterráneo. 

Su madre se empañaba con consternación en eso último. Apenas unas semanas después, tanto Fatou como los pequeños habían cogido un catarro, una tontería que se pasó en unos días. Pero para su madre significaba mucho más, ya que se decía que los resfriados entre la gente de su clan eran un mensaje del más allá, que les comunicaba que uno de los suyos había dejado el mundo de los vivos. Pero Fatou no quería creerla, y sobre todo, no sabía creerla. ¿Cómo iba a hacerlo? Habían discutido por ello, su madre le había recriminado que no asumiese la muerte de sus hijos, que no dejase de esperarlos, y que no se centrase por completo en sus otras tres criaturas. Pero Fatou se negaba, no iba a dejar que una antigua tradición y un estúpido catarro definiesen su vida. Ya tenía suficiente, y las cosas no habían mejorado.

Youssou había muerto poco después, faenando con sus hermanos en la costa, tras un gran temporal. Fatou sí que se había permitido llorar aquella vez. No solo por el hombre que la llevó a las nubes para después devolverla a la yerma y baldía tierra, sino porque no podía evitar pensar que eso les había podido pasar también a Ndèye y Amath. Y no creía que una patera a rebosar de personas fuese a aguantar mucho mejor un temporal que las maltrechas barcas pesqueras de sus hermanos. Y entonces Fama la había abrazado y le había secado las lágrimas, y le había prometido que todo iría bien. Y esa fue la última vez que lloró. Era ella quien tenía que secar las lágrimas de Fama, quien tendría que prometerle que todo iba a ir bien. Quien haría todo lo posible por que todo saliese bien.

Ella había tenido su oportunidad y había fallado. Sus hijos mayores quizás la tuviesen y hubiese tenido éxito, pero nunca lo sabría. Había aprendido que la vida era así, que para bien o para mal, no volvería a saber nada de sus hijos. qQue nunca sabría si habían alcanzado las nubes y jugaban en la nieve, o si yacían en el fondo del mar. Pero una cosa tenía clara. Eso no volvería a pasar. Haría todo lo que estuviese en su mano para llevar a sus hijos a las nubes, pero sin que despegasen los pies del suelo. Les enseñaría a no cometer sus errores, a que no tuviesen que pasar todo lo que ella había pasado. Y si les tocaba pasarlo, como era muy probable en el cruel mundo en el que les tocaba vivir, ella estaría allí para ellos. Esta vez ella lo sabría, para bien o para mal. Ella sabría qué sería de ellos, hasta que llegase un futuro en el que podría dejarlos vivir, observarlos a lo lejos y relajarse. Estaba segura de que nunca dejaría de preocuparse por ellos, y de que nunca dejaría de pensar en Ndèye y Amath, de desear que apareciesen de repente en su puerta, pero su vida dejaría de girar en torno a esa agobiante sensación. Podría centrarse en encontrar sus nuevas nubes, en pasar el resto de sus días preocupándose solamente por llegar al siguiente, y, de cuando en cuando, de zambullirse en el agua del mar y no sentir más que azul y verde en sus ojos y arena y sal en su piel.

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"La incertidumbre es casi peor que el dolor, como quizás comprendas algún día." 
Elizabeth Johnson Kostova

Para saber qué fue de Ndèye y Amath, Sonrisa olvidada.

sábado, 16 de junio de 2018

Deica logo


Nese momento a luz se apaga e te envolve a escuridade. Só son unhas palabras, ou se cadra unha mirada, ou un aceno coa cabeza. Mais ti axiña sabes o que significa. Non queres sabelo, e moito menos queres que pase. Malia así é, e xa non podes facer nada. E os teus folgos desaparecen, e o teu corpo quere fallar, os teus xeonllos queren ceder. Tratas de negalo, mais os teus ollos xa entraron en erupción. Pero non podes.

O tempo párase. Ou máis ben sintes como se funcionase de xeito distinto para ti, como se estiveses fóra del, vivindo a media fracción de segundo do resto do universo. E non sabes que dicir, non sabes que facer, non sabes nin como sentir. E as bágoas se esgotan, pero segues sentido na pel esa sensación de humidade seca, e un leve escozor cada vez que abres ou pechas os ollos. E sabes que non tardarán en regresar. Mais segues sen ser capaz de entendelo. O mundo continua xirando, e ti con el, pero non eres consciente. Durante un intre esquéceste de ser, soamente estás.

E todo é distinto, e todo parece un soño no que non tes control algún nin sequera sobre ti mesmo. E parece inda peor cando te das conta de que realmente todo é igual, todo é como ten que ser. E queres berrar, ou chorar, ou bater nunha parede, ou achar un culpable. Queres estar só, pero non queres estalo. E non estás só, pero o estás. E o que oes non é máis que barullo, e o que ves nin sequera te importa. Cres que entendes, pero non tal. Xa non está, e aprendes que non sabes aínda o que iso realmente significa. Sabes o que pasou, coñeces perfectamente o concepto si, pero non o feito, sen importar cantas veces o vivises. E ollas para esa caixa de madeira, e non o cres. Por momentos non é máis que unha caixa rodeada de flores. E noutros lembras o que hai dentro, e esqueces como respirar.

E pensas nos demais e tentas ser forte, tentas que non se note. E te rodean flores, mans, mágoas, frases feitas, palabras de consolo. Malia non as sintes. Están, si. Existen. Pero non teñen efecto ningún, non deixan pegada algunha no teu mundo. Segues pensando nesa caixa de madeira que semella tan pequena e tan liviana que dubidas como pode conter a ninguén. E amólante esas oracións nas que nin cres nin compartes, recitadas por voces que nin sequera coñeces.

E logo te sentas e te levantas, escoitas cancións e latín. E tes ganas de que acabe xa, de anoxarte, ás veces incluso de rir. E non sabes por que. E segues sen entender. E camiñas detrás desa caixa até que xa non hai que camiñar. E incluso ves como vai baixo terra, e sabes que ficará aí por sempre. Pero segues sen entender. E notas como o tempo pasou, mais non o sentiches pasar. E como todo pareceu rematar, pero non o sintes rematar.

E entón chega o máis difícil, cando es realmente forte, inda que no momento non o saibas, e deixas que se note. E berras, ou choras, ou bates nunha parede. Ou quizais somente falas. Ou tal vez daste de conta de que ficaches sen bágoas, ou de que nin sequera sabes como chorar. Ou marcas todos os recadros anteriores. E se tes sorte, logo hai un agarimo, ou unhas palabras, ou unha aperta, ou unha cariña, ou un bico. E lembras que non estás só.

E sabes que aínda non o entendiches por completo, pero que o irás entendendo. E pouco a pouco volves a sincronizarte co resto do mundo, e sintes pasar o tempo de novo. E sabes que non estás ben, pero que xa o estarás. Que para estar mellor, primeiro tes que deixarte pasalo mal. Que non podes ocultalo, que non podes evitalo, e que non pasa nada, e que é normal. E sabes que aínda que pareza que se acabou, aínda conservas os recordos, os sentimentos, as sensacións. Ti escolles como definir o final. E decides que todavía non é tal. Xa que aínda que segue aí a oscuridade, prestas máis atención. E descobres de que aínda hai algo de luz, que nada se apagou por completo. E que non importa no que creas ou no que deixes de crer, ti es quen creas as túas propias despedidas, ti escolles se definila coma un até sempre ou coma un deica logo. E non dubidas en cal elixir.

jueves, 18 de enero de 2018

Cabra a la cuarta

Palabras: Playa, Cabra, Desierto, Coco, Foto

-No lo tengo nada claro Hsin-yi. Creo que es mejor que me vaya a casa.

-¡No me seas aguafiestas, anda! Venga, que nos lo pasaremos bien.

Hua-feng suspiró resignada y siguió a su amiga entre la muchedumbre. Decenas de hombres y mujeres, todos jóvenes y solteros, con flores de colores en la cabeza y meciéndose al son de la música mientras bebían sin descanso a saber qué alcohol. Hsin-yi le ofreció medio coco lleno de un líquido que no podía oler más a gasolina, y ella lo rechazó. Su amiga la ignoró por completo y se lo puso en las manos antes de desaparecer para hablar con un grupo de chicos. Y allí se quedó Hua-feng, sola entre un montón de desconocidos que más que bailarines parecían árboles mecidos por el viento, chupando de sus pajitas como si fuesen una mariposa convencida de que la solución de todos sus problemas se encontraba en ese néctar que pegaba más en el motor de un autobús que en una garganta humana.

Por lo menos debía intentarlo, se dijo. Tenía ya veintiséis años y estaba tan soltera como cuando le pusieron pañales por primera vez. Hsin-yi la había llevada allí a conocer chicos y a divertirse, a experimentar, le había dicho. Pero ella sabía lo que quería. Sabía lo que una mujer de bien necesitaba. Un marido. Como su madre, su padre y sus profesores le habían dicho tantas veces. Su amiga le repetía que eso eran tonterías, recuerdos empolvados de una generación antigua. Pues ella quería desempolvarlos. Recorrió con sus ojos la sala, a ver cuál de esos jóvenes le gustaría que se acercase a cortejarla. Ninguno, se dijo. No estaba haciendo las cosas bien. Buscó a Hsin-yi con la mirada, pero no la encontró, así que dejó el coco en el suelo y se fue tan rápido como pudo.

Unas semanas después, Hua-feng y su madre se encontraban ante la fachada de una pequeña y encantadora casa en las profundidades de la ciudad. La joven se encontraba embelesada por los intrincados diseños que adornaban las paredes teñidas de añil, y supo que su madre había acertado. Ese era el lugar. Timbraron y los recibió una anciana mujer a la que le vendría muy bien un bastón para caminar. Su madre le ofreció un sobre con una cantidad de billetes que Hua-feng prefería no saber, y entraron.

-¿Así que esta es la cabrita que me lo ha puesto tan difícil? –dijo la anciana mirándola de reojo y con los labios torcidos en un inteligible gesto.

Hua-feng enrojeció y miró al suelo, y su madre asintió con seriedad. Había nacido el año de la cabra, en el mes de la cabra, el día de la cabra, y, cómo no, a la hora de la cabra. Cabra a la cuarta. No había nada que pudiese atraer más a un hombre que esa carta de presentación. Otras chicas podían ser en parte cabra sí, pero también tigre, mono o buey. Pero ella no. Ella sería la más predecible de las novias, algo que según su madre era fantástico, pero ella no lo tenía tan claro.

Su madre y la celestina estuvieron hablando durante casi media hora, y aunque Hua-feng trató de prestar atención, se perdió enseguida entre signos del zodiaco y patrones de compatibilidad. Estaba demasiado nerviosa, y no podía no pensar que tal vez estaba cometiendo un error. ¿Y si Hsin-yi y sus otras amigas tenían razón? ¿Y si todo ese asunto no era más que una tontería? ¿Y si lo emparejaban con alguien que no sería su alma gemela? ¿Qué haría? Su madre carraspeó y volvió al mundo real. La anciana le estaba ofreciendo un sobre, y lo cogió con cuidado. ¿Qué era? Pero en lugar de responderle, les pidió que se fuesen. No comprendía nada, pero obedeció y siguió a su madre.

No fue hasta que estuvo a solas, en su habitación, que abrió el sobre. Su madre había insistido para que lo hiciese con ella delante, pero se había sorprendido a sí misma diciendo que no. Le había hecho caso en todo menos en eso, y no estaba muy segura de por qué. Dentro del sobre había solamente una foto tamaño carnet de un chico que debía de tener su misma edad. Se sintió decepcionada en un principio. No porque fuese feo ni nada, que tampoco lo parecía, sino porque se esperaba algo más. No sabía lo qué, pero algo más. Giró la foto y se encontró un nombre, Oong Pai-han, y un número de teléfono. ¿Así que a eso se reducía? Una foto, un nombre y un número. ¿Y ahora qué? ¿Tenía que llamarle o mandarle un mensaje o algo? ¿Cómo iba a hacer ella eso? Cogió el móvil de la cama, pero no para guardar su número, sino para hablar con Hsin-yi. Pero entonces se lo pensó mejor, y lo dejó de nuevo sobre las sábanas. Y en ese momento vibró.

Dos días después, Hua-feng se encontró a sí misma con las sandalias llenas de arena en una de las playas de la ciudad, mientras se agarraba el sombrero con fuerza para que no se lo llevase el viento. No había ni un alma, más que una playa parecía un desierto. Un desierto en el que quizás no debería haberse metido sin agua, sin pensárselo bien. ¿No debería habérselo dicho a su madre? Le había contado que en su época se hacían así esas cosas. O por lo menos a Hsin-yi, para no estar sola. Sabía que su amiga a pesar de estar completamente en contra la acompañaría, y seguramente se reiría de Pai-han en su cara. Sí, mejor no haberle dicho nada.

Se internó más en la playa desértica, que parecía enana desde fuera, pero insondablemente gigantesca en cuando puso pie en ella. ¿Dónde estaba? Había sido él quien le había propuesto quedar allí, quien le había hablado. ¿Sería una broma? ¿La habría rechazado al ver que era la cabra más cabra de Taiwán? ¿O la habría visto de lejos y se habría dado cuenta de que era una pardilla fea y asustadiza? Los nervios aumentaban al ritmo del intranquilo latir de su corazón, al final no pudo más y se dispuso a irse. Y entonces lo vio.

A pesar de estar en la playa, llevaba puesto un traje propio de una boda y un ramo de flores rojas en la mano derecha. Y madre mía, qué guapo era. Y qué sonrisa. Sintió que le temblaban las piernas. Y cuando se fijó en otro detalle le temblaron aún, teniendo que recurrir a toda su fuerza para no acabar de rodillas en la arena. Eran claveles. Estaba allí para pedirle matrimonio. ¿Habría acertado la celestina? ¿Sería su alma gemela hasta la muerte?

Pai-han la saludó con suma educación y le ofreció las flores. Hua-feng dudo sobre si aceptarlas, pero al final lo hizo con torpeza. No consiguió articular palabra, pero él sí. Y en cuanto lo hizo, se olvidó de las flores, de su sonrisa, de todo. Porque en solo un par de frases se había dado cuenta. Era un imbécil.


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"Llamamos destino a todo cuanto limita nuestro poder." 
Ralph Waldo Emerson