Palabras: Globo, Tonto, Hormiga,
Brote, Especulación
Lo llamaban tonto. Una y otra vez. Su madre, su padre, sus
casi cien hermanos y hermanas. Siempre el mismo cuento. Los pulgones no debían
pensar. Los pulgones no debían plantearse nada. Servir, obedecer, servir y
obedecer. Era todo lo que tenían que hacer. Ni siquiera podían tener un nombre.
Un número era suficiente. Dejarse guiar hacia alimento fresco, dejarse proteger
de depredadores, y, a cambio, sólo tenían que alimentar a sus guías y
guardianas. ¿Guías y guardianas? Oh, sí, muchas gracias señora hormiga, por
enseñarme dónde está la comida. Es que soy tan estúpido que no sé encontrarla
yo solito.
Ellas les decían cuándo comer, qué comer, cómo comer, dónde
comer. Y aun así, buena parte del alimento era para ellas. Y lo peor es que
todos estaban contentos. Todos y cada uno de los cientos de miles de pulgones
que conocía, estaban encantados con el trato. No eran más que un rebaño, uno
muy fácil de guiar. Pero él no pensaba lo mismo. Lo sentía por los suyos, pero
no se iba a conformar con eso. 23437 quería libertad e independencia, quería
ganarse su comida con su esfuerzo y disfrutar de sus resultados.
Y por ello, había una cosa que no sabían todos aquellos que
le llamaban tonto. Tampoco esas supuestas omnipotentes e inteligentes hormigas
que tan pendientes de ellos estaban. Sin que nadie se percatase, consiguió
separarse del grupo, mientras éstos estaban demasiado ocupados en devorar las
hojas de un rosal. Correteó tallo abajo, sin pausa pero con cuidado, y no se
sintió seguro hasta que llegó a la base. Ahí, entre la tierra y tanta
vegetación, sabía que tendrían muy complicado encontrarlo.
Se habían alejado mucho de su zona de pasto habitual, pero
aun así no le costó encontrar su destino. Allí estaba, su más preciado tesoro.
Su secreto más oculto, y a la vez, su mayor orgullo. Unos pequeños brotes, que
cada vez estaban más grandes. Meneó sus antenas con firmeza, repitiendo una
señal ensayada centenares de veces. Y los demás surgieron de sus escondites
entre la vegetación. La anciana 4378, el revolucionario 17108, el pequeño
23992. Y también 20479, la de las antenas largas, y una veintena de idealistas
y rebeldes pulgones más. Vale, quizás el secreto no fuese solamente suyo. Pero
en los números estaba la fuerza.
No habían nacido todos de la misma puesta, pero eran familia.
Eran los únicos que lo respetaban, que compartían sus ideas, los únicos que no
lo llamaban tonto. Los únicos que lo consideraban un igual. Ni siquiera eran
ellos quiénes habían comenzado con el plan, el huerto ya existía mucho antes de
que el huevo de 4378 eclosionase. Tampoco vivirían para ver el resultado de sus
acciones, eran demasiado efímeros. Pero no les importaba. Lo que contaba era el
hecho, la acción, la idea. Que sirviese para algo a alguien en algún futuro.
Comprobaron el buen estado de los brotes, e iban a retirarse
cuando sintieron que alguien más se acercaba. Sus antenas interpretaron de inmediato
el origen de esas feromonas. Era una hormiga. 23992 dio la voz de alarma y les
dijo que huyesen, pero era demasiado tarde. Ya estaba allí, ya los había visto.
La hormiga se paseó lenta y altivamente entre los brotes, tocándolo todo con
sus antenas mientras hacía chasquear sus mandíbulas. 23437, al igual que los
demás, se mantuvo inmóvil. No sabía qué hacer. La habían fastidiado. De alguna
manera, alguno de ellos había sido descubierto al dirigirse hacia allí. ¿Podría
haber sido culpa suya?
La hormiga se detuvo por fin, situándose ante 4378. Sabía que
era la más vieja, y por ende, la identificaba como la artífice de lo que estaba
pasando allí. Por la forma en que se dirigió a ella, era evidente que no
necesitaba preguntar para saber qué estaba pasando. Se había dado cuenta de que
se trataba de un acto de rebeldía, de que estaban rompiendo el pacto
supuestamente mutualista que existía entre ambas especies. Y si no había sido
evidente en ese momento, lo fue cuando, con un rápido y potente movimiento, la
agarró con sus fauces y partió su anciano cuerpo en dos.
23437 seguía paralizado, no sabía cómo reaccionar. El mundo
se había detenido a su alrededor. Estaban muertos, todos muertos. Pero
entonces, un movimiento de las antenas de la hormiga indicó lo contrario. Sabía
qué estaban haciendo allí, sí. Y quería ayudarlos. Era una gran idea, cultivar
sus propias plantas en un lugar estratégico… Les ahorraría tantos
desplazamientos con el objeto de localizar el alimento. Era una gran idea,
estaba orgullosa de ellos. Nadie más iba a sufrir ningún daño.
¿Entonces por qué había matado a 4378? Antes de que
respondiese, otra hormiga apareció de la nada, al lado de la primera. “El mundo
funciona así.” les dijo. “Uno no puede liderar sin que el anterior líder haya
muerto. Se sabe.” “Y una hormiga nunca va a ser liderada por un pulgón. Es ley
de vida.”, añadió la otra. 23437 intentó averiguar qué pensaban los demás. Era
obvio, lo mismo que él. No se fiaban un pelo. ¿Pero qué otra cosa podían hacer?
Así que ese grupo de pulgones inconformistas acabó a las órdenes
de las dos hormigas. Su gran rebeldía ahora se encontraba bajo las órdenes de
sus opresores. ¿Cómo había pasado eso? ¿Cómo el trabajo de generaciones había
sido anulado en apenas un momento, por un pequeño error que ni siquiera podían
identificar? Las hormigas, por algún motivo, seguían ocultando la existencia de
los brotes al resto del hormiguero. Según ellas era para protegerlos de la ira
de la reina, pero no se lo tragaba. Algo más tenía que haber.
Aun así, durante los días siguientes, todo continuó igual que
siempre en el cuidado del huerto. La única diferencia era que esas dos hormigas
los observaban constantemente, pero sin darles órdenes ni intervenir. Eran
conscientes de que por muy superiores a ellos se creyesen, no sabían nada sobre
el tema, y lo único que harían sería molestar. Iba todo muy bien, la verdad.
Demasiado bien. Y todo tenía su explicación.
23437 y 20479 descubrieron el pastel por accidente. Él se
había quedado atrapado una gota de restos de baba de caracol, y ella lo ayudó a
liberarse, lo que les hizo separarse del resto del grupo. Y así se tropezaron
con las dos hormigas, que se comunicaban a escondidas. Ocultos sobre las hojas
de un trébol, se enteraron de todo. Su plan consistía en aprovecharse de los
pulgones para seguir cuidando de ese huerto de brotes, y en cuanto fuese
evidente que era un gran plan, y supiesen lo suficiente como para seguir su
cuidado, eliminarlos a todos. Entonces se presentarían ante la reina, y le
venderían su idea. Le colarían ese terreno conseguido sin apenas esfuerzo para
conseguir que las colmase de honores y una nueva y mejor posición en el
hormiguero. Todo a cambio de nada. No podían haberlo hecho mejor.
Los dos pulgones maldijeron. Lo sabían, sabían que la cosa
era peor aún de lo que parecía. Su legado estaba bajo el control de dos
hormigas especuladoras, mentirosas y homicidas. Tenían que hacer algo. Costase
lo que costase, tenían que solucionarlo. Si habían sido capaces de creer en
algo una vez, ¿por qué no hacerlo de nuevo? Si fueron capaces de ser más
inteligentes que ellas, ¿por qué no podían ser más fuertes también?
La cosa no salió bien. En cuanto informaron a los demás,
17108 los lideró valientemente a la batalla, a enfrentarse a esas dos esclavistas
que se creían más listas que ellos. Demostrar al mundo que no sólo ellas podían
decidir sobre su vida o muerte, que ellos tenían el mismo poder. Ahora su
cabeza reposaba en una esquina, el tórax en otra y del abdomen no había ni
rastro. El cuerpo de 20479 yacía a pocos metros de él, apenas reconocible,
rodeado por otra veintena de cadáveres de sus compañeros. Su familia.
23437 nunca se había sentido tan derrotado. Seguía vivo, sí,
pero poco más. Las dos hormigas se dirigían ya hacia él, dispuestas a
rematarlo. Quizás su familia tuviese razón. Quizás sí que había sido un tonto.
Pero por lo menos lo había intentado. Así que se preparó para lo inevitable.
Pero fue lo imposible lo que ocurrió. Un viento huracanado los lanzó a los tres
por los aires. El pulgón tuvo la suerte de conseguir encaramarse a una hoja, y
pudo distinguir el origen del fenómeno. Un globo azul, gigantesco para ellos,
lo había provocado al pasar flotando sobre ellos.
Después llegaron los temblores. Uno de esos enormes gigantes
de carne y tela corría tras él, persiguiéndolo, nada más que un crío riendo
alocadamente con la mente sumida en algún infantil juego. Primero un pie, luego
el otro, se posaron sobre el diminuto huerto. Cuando se alejó lo suficiente,
23437 se atrevió a acercarse. No pudo evitar alegrarse al ver los cuerpos sin
vida de las dos hormigas, con las extremidades dobladas en posiciones
imposibles. Habían recibido su merecido por todos los amigos masacrados. Y
después se topó con los brotes, destruidos también. ¿Tanta muerte, tanta lucha,
para nada? ¿Qué podía hacer ahora? El pequeño 23992, el otro único
superviviente, se acercó a él y respondió.
-Volver a empezar.
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Gracias al único Miguel que empieza por R.
Margaret Thatcher
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