lunes, 22 de febrero de 2016

Zaratustra y el bosque de papel

Palabras: Bosque, Microchip, Nietzsche, Sótano, Facebook

-Tío, ¿seguro que quieres seguir por aquí?

Zar asintió. Los adoquines podían estar destrozando su silla de ruedas, pero le daba igual, era el camino más rápido y tenía prisa. Dani volvió a preguntarle, y Zar se giró y le respondió a las malas que se dejase de gilipolleces y apurase. Iría él solo, pero era consciente de que empujado por su amigo llegaría más rápido sin incidencias. Dani suspiró y obedeció, sabía lo cabezón que podía llegar a ser.

Zar sintió un escozor en la base de su cuello. Se rascó con ganas, aunque enseguida supo que no iba a calmar el picor.  Siempre tenía esa sensación cuando se comportaba como un imbécil, cómo si un microchip bajo su piel le avisase que era hora de dejarse de tonterías.

El microchip tenía razón, sabía que su amigo se preocupaba mucho y que solo lo decía por su bien. Por algo era la única persona, además de su madre y Amalia, a la que dejaba que llevase su silla. Para él era algo muy íntimo, era como si fuese una extensión de su cuerpo, y no consentía que cualquiera la tocase. Iba a disculparse con él, pero entonces se dio cuenta de que ya estaban en su portal, y se olvidó de todo excepto de lo que le había llevado allí.

Vísteme despacio que tengo prisa no era un refrán, era una ley de la termodinámica. En su vida había tardado tanto en abrir el portal, subir en ascensor y entrar en su piso. Zar ignoró las toneladas de folios y libretas que abarrotaban todo mueble habido y por haber, y dejando a Dani hablando a las paredes de como su amigo debería empezar a ser más ordenado, rescató su portátil de una prisión de borradores escritos a lápiz.

El “bosque de papel” lo llamaba su madre cuando iba de visita. O más bien, “ese puto bosque de papel” acompañado de “a ver si lo ordenas de una maldita vez, que da vergüenza entrar aquí”. Pero bueno, ella sería muy buena filósofa si quería, pero no tenía idea de cómo funcionaba la mente de un escritor. Y si el necesitaba plasmar todas su ideas en papel, oler a lápiz recién afilado y arrugar con sus manos todas las ideas que no llegaban a buen puerto, lo necesitaba y punto.

Como todo ese día, encender el ordenador no podía ser más lento. Primero le llegaba la invitación a Facebook, la veía en su móvil y cuando iba a entrar en su perfil para comprobar si era él, se acababa la batería. No pasa nada, el bus pasa en nada y en 20 minutos estás en casa y lo miras. Pero obviamente lo perdían por unos segundos, y perseguir un bus cuesta abajo con silla de ruedas no es tan buena idea como parece. Así que 45 minutos de caminata y de espera. Y subiendo.

Dani le preguntó cómo iba la cosa, y él lo mandó callar bruscamente. Otra quemazón por parte del microchip, pero ni se inmutó. Contraseña, navegador, Facebook. Ya casi estaba. Y entonces sus dedos se pusieron a temblar como locos, un sudor frío apareció en todo su cuerpo de la nada. Nunca había estado tan nervioso. Y tampoco tan indeciso.

No era capaz de moverse. Tuvo que cerrar sus manos en puños para intentar calmarse, para que sus dedos se relajasen por un momento. Sus ojos pasearon por la pantalla del ordenador, deteniéndose en su foto de perfil, en el nombre que había sobre ella. Zaratustra Huang. Sí, ya nacías castigado si tu madre era una de las mayores expertas en la vida y obra de Friedrich Nietzsche.

Sus ojos no querían dejar de inspeccionar la forma de la letra Z, de mirarla de arriba abajo, pero tampoco podían evitar desviarse a la parte superior de la pantalla, donde un blanco número 1 le indicaba que alguien quería ser su amigo. Su cerebro intentaba ordenar a sus dedos que se moviesen por el touchpad y llevasen al cursor hacia él, pero el puño no quería abrirse ni dejar de temblar.

Entonces sintió como unas manos se posaban en sus hombros, masajeándolos para infundirle ánimos, y como la grave voz de Dani le decía que se relajase, que no pasaba nada. Dios, ni Harry Potter lo habría hecho mejor. Sus nervios pasaron a un segundo plano, el sudor frío desapareció, su respiración volvió a la normalidad y por fin pudo abrir sus manos. Así que con una agarró la de Dani y la otra tomó posesión del touchpad y…

Zar estaba tendido sobre la cama, boca arriba, sin ser capaz de dormir. No soltaba el móvil, estaba esperando a que Amalia saliese del trabajo y lo llamase. Tenía tanto que contarle… Sostuvo el teléfono sobre sus ojos, cerrándolos un momento por el contraste de la brillante pantalla y la habitación a oscuras. Le dio al símbolo del teléfono y, marcó una M para que saliese el contacto de su madre.

Debería llamarla, comentarle lo que había pasado. Pero no podía, ella le había mentido, no se merecía que la llamase así. Y no era simplemente la mentira, sino que siempre había confiado en ella, nunca había dudado de su palabra. Cómo había dicho su querido Nietzsche, "No que me hayas mentido, que ya no pueda creerte, eso me aterra". Ahora ya no podía confiar en ella. Ahora necesitaba gritarle, reñirle, hacerle sentirse mal por lo que había hecho. Pero en ese momento los nervios, la confusión y la indecisión no dejaban emerger la ira necesaria para ello. El móvil se le cayó de las manos en cuando empezó a vibrar de repente, dándole un golpe en la mandíbula.

Zar emitió un quejido, lo recogió rápidamente y atendió la llamada. En un principio tenía pensado contárselo con calma, pero en cuanto escuchó ese suave acento ceutí preguntando si estaba bien, todo salió de su interior a mil quilómetros por hora, acompañado de quejas, sollozos y gritos a partes iguales. Tras horas al teléfono, le dio el mismo consejo que Dani antes que ella. Que hablase con su madre. Zar respondió colgando la llamada y arrojando con furia el teléfono a los pies de la cama. Volvió a sentir el microchip echándole la bronca. Sí, estaba claro que su novia tenía razón, lo sabía. Pero no quería admitirlo.

Zar estaba hipnotizado por la pequeña llama titilante prendida en esa vela con aroma a vainilla y soledad. Intentaba poner en orden sus pensamientos mientras esperaba a que su madre saliese de la cocina, pero era muy difícil. Nunca se había enfrentado a una situación así, y no tenía ni idea de cómo se hacía. El amarillo y naranja del fuego se iban transformando poco a poco en su mente. Una camiseta roja, unos pantalones rojos, una cara con unos ojos rasgados que evocaban a los suyos propios. Unas letras blancas que conformaban el nombre Zhang Wei a la derecha de la fotografía. Un mensaje que le había costado horas abrir…

El sonido de unas zapatillas arrastrándose sobre el parqué le hizo despertarse de sus ensoñaciones. Se giró y se encontró cara a cara con su madre, que le ofrecía una humeante taza de café. Mientras ella le contaba cómo le había ido la semana, la mente de Zar divagaba por el apartamento. Si su hogar era un “puto bosque de papel”, el de su madre era un “sótano de mierda”. De hecho, estaba seguro de que había sótanos menos austeros y más iluminados que ese ático en el que ella vivía. Pero bueno, a una mujer que llamaba Zaratustra a su hijo no se le podía pedir mucho más, ¿no?

-Sé que mi padre no está muerto –sentenció Zar, interrumpiendo la anécdota de su madre.

La sonrisa de la mujer desapareció enseguida, al igual que el color en su cara y el control de su cuerpo, cuyas manos dejaron que la delicada pieza de porcelana que sostenían se hiciese añicos contra el suelo. Pero a ninguno de los dos les importó el tostado líquido sobre el suelo del sótano, sólo tenían ojos el uno para el otro. La mirada fría y sumergida en ira de Zar luchaba contra los ojos asustados y sorprendidos de su madre, que no tardaron en rendirse. El microchip de su cuello parecía querer causarle quemaduras de tercer grado, pero lo ignoró de nuevo. Necesitaba esto.

Unos tartamudeos en lo que parecía cantonés intentaron encontrar el sentido en los labios de su madre, pero no fueron capaces. En cambio, el enfado y la confusión de Zar sí que consiguieron encontrar la salida desde su garganta. Se sucedieron lo que al escritor le pareció una eternidad de críticas, insultos, quejas, odio, confusión, cientos de emociones distintas de las cuales no recordaba el nombre, todas vertidas sobre esa mujer inmóvil y llorosa que se encontraba sentada en frente de él.

El microchip escocía como nunca le había escocido, y finalmente se dio cuenta de que tenía que hacer una pausa, con los ojos rojos y húmedos por la rabia y las lágrimas. El sudor frío volvía a bañar sus manos, que temblaban sin parar, pero ni de lejos tanto como las de su madre. La mujer se agarraba con fuerza a la silla, haciéndola temblar como si un terremoto de magnitud 7 sacudiese los cimientos de ese austero y poco iluminado sótano. En ese momento se dio cuenta de que había roto algo frágil dentro de su madre, pero no había vuelta atrás. Lo sentía por el dolor que le estaba, causando, pero no quería más mentiras, no quería más secretos. 

-¿Y bien mamá? ¿En serio no tienes nada que decir?

-No lo sabía.

El microchip se apagó de repente. Se había sobrecargado de emociones, esa respuesta era algo que su mente no podía asimilar. Ahora el tartamudo era Zar. ¿Qué decirle? ¿Qué había hecho? Dios mío, ¿cómo podía ser tan estúpido?

-Mamá, yo…

Deseó estar en la seguridad de su bosque de papel en ese momento. Allí no habría sido tan estúpido, allí no se habría ganado que se mereciese que le arrancasen la piel a tiras. Su madre debería devolverle todo lo que le había dicho, debería hacerle pagar cada grito, cada lágrima injustificada. Pero solamente le pidió una cosa.

-Cállate cariño, y abrázame, por favor.


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"Los que más han amado al hombre le han hecho siempre el máximo daño." 
Friedrich Nietzsche

Si alguien se ha dado cuenta, sí, Amalia es ésta misma. En el momento en el que tenga las palabras adecuadas, intentaré completar su historia, que quizás esta chica tenga mucho que contar.

sábado, 13 de febrero de 2016

Chocolate, bálsamo e Izal

Palabras: Dedo, Yogurt, Carpeta, Esmoquin, Pestillo

Abrir la nevera, sacar un yogurt, coger una cucharilla, dejarlo en la mesa. Encender la tele, ir a la entrada, comprobar que el pestillo estaba echado, volver al salón. Abrir la bolsita de azúcar, verterlo en el yogurt, limpiar los restos de la mesa. Frotar las manos contra el pantalón hasta librarse de esos pegajosos granos adheridos a las yemas de sus dedos. Sentarse en el sofá, estirar las piernas, atender a las noticias y comer.

Una ex policía transexual publicaba sus memorias tras salir de prisión. Otra agente de un pueblucho de la Galicia profunda moría atacada por algún chucho asalvajado. Red de esclavas africanas destapada no muy lejos de allí. Una de las jóvenes declaraba, miedosa y con un torpe castellano, mientras un chaval rubio le pasaba un brazo por los hombros para darle ánimos. Dios, hasta ahí había pasteleo, era hora de irse a la cama.

Apagar la televisión, tirar los restos, fregar la cucharilla. Comprobar de nuevo que el pestillo estaba bien echado, revisar si tenía algún mensaje en el móvil, pasos lentos hacia su habitación. Abrir la puerta del armario, apartar la cazadora de cuero, luego el jersey azul. Mirar fijamente el esmoquin. Acariciar una manga con nostalgia, posar en ella los labios. Otra ojeada. Cerrar el armario, apartar las sábanas, tumbarse. Comprobar de nuevo el móvil, poner la alarma, apagar la luz, a dormir.

Desbloquear pestillo, cerrar la puerta, girar la llave dos veces. Pasillo, ascensor, entrada. Peinarse mirando el espejo, recuerdo que empañaba sus ojos, adentrarse en un nuevo día. Repetir proceso a la inversa, amparado en la noche. Nevera, yogurt, cucharilla, tele, pestillo. Azúcar, dedos pegajosos, sofá, noticias, comer.

Una hacker iraní detenida en directo en el programa de Oprah. Tensiones aumentaban entre las dos costas australianas. Intento de asesinato de la presidenta del gobierno en un hospital de Vigo. La enfermera que se había convertido en la heroína de la noche seguía negándose a dar declaraciones. Se parecía mucho a ella. Quizás realmente nada. Quizás cualquier mujer le recordase a ella. Quizás solo tenían en común el blanco de los ojos. Imposible, no había un blanco tan hermoso como el suyo.

Apagar la televisión, fregar, pestillo, móvil, habitación. Abrir el armario. El esmoquin lo esperaba de nuevo. Posar sus labios en él. Todavía sabía a Irene, podía sentirlo. O quizás no. Quizás todo supiese a ella. Quizás todo supiese a chocolate comido a escondidas, a bálsamo labial y a canciones de Izal. Cerrar armario, mensajes, alarma y a dormir.

La pista de baile poblada por figuras tambaleantes, nacidas del alcohol, ropa elegante y un nuevo año. Una sombra pelirroja apoyada sobre la barra, sus labios posados en una pajita negra, sorbiendo ese néctar que bien podía ser felicidad líquido, bien gasolina para camiones. Un amigo lo empujaba contra ella, el vaso se hacía añicos contra el suelo. Nunca sabría si haría miel o simplemente repostaba. Cabrón.

Se disculpaba. Ella aseguraba que no pasaba nada. Risa tímida, mirada confusa. Le sonaba de algo, susurraba. El aroma de la noche en la estepa siberiana acompañaba a su voz. Dos años en la misma facultad, le recordó, bañándola a su vez con la brisa de los verdes prados escoceses. Sonrisa avergonzada, mirada de disculpa. Dos besos, uno en la mejilla, otro confuso.

Mano fría en su brazo. Muy bonito el esmoquin. Hermoso vestido, respondía. No era mentira, aunque a sus ojos les costase enfocar más que cierta región bajo su húmedo cuello. Quizás mejor tomar el aire, hacía mucho calor. Sí. Brazo alrededor de la cintura. Risa tímida de nuevo, o no tanto esta vez, quién sabe.

Frío en la cara, hombros que tiritan. No te preocupes, no necesito abrigo, pero gracias. Historias, anécdotas, risas que se convierten en carcajadas. Dedos tímidos que juguetean. Ahora se tocan, ahora no. Pulgar bajo la barbilla. Déjame probar una cosa. Chocolate, bálsamo e Izal.

No, eso no había pasado. No podía ser. Dormir, oscuridad, día nuevo. No podía soñar. No había soñado desde aquel día, todo había sido igual. Sudor húmedo, levantarse de la cama, abrir el grifo, agua fría. Todo tenía que ser igual, no podía cambiar. Abrir armario, esta vez sin mirar. Sin mirar. Sin mirar. Ojear esmoquin. No, no podía. Sólo de noche, nada de día. No había pasado, era todo igual. No había soñado, no lo había mirado, era un día normal. Desbloquear pestillo, cerrar la puerta, girar la llave dos veces. Ascensor, espejo, pelo y a caminar.

Obras en la calle. No, eso tampoco podía pasar. Inspirar, expirar, tomar un desvío. Allí estaba lo que había que evitar. Chocolatería a rebosar, dependiente sonriente, recuerdos que duelen. Paso ligero, mirada al suelo, no lo quería ni pensar. Acera, zapatillas, gorriones que se apartaban al caminar. Golpe seco, carpeta al suelo, disculpas. Recoger carpeta, devolverla a su dueña, ojos verdes con tintes de desamor y decepción. Seguir andando. Darse la vuelta. Esa chica no estaba bien. Pensar en perseguirla. Demasiado tarde. Pobre chica, necesitaba ayuda. Pobre él, necesitaba ayuda.

Nevera, yogurt, cucharilla, tele, pestillo. Azúcar, dedos pegajosos, sofá, noticias, comer. Prometedora joven fallecida al caerse por unas escaleras. Astrónomo italiano pidiendo que Plutón volviese a ser un planeta. Científica islandesa abandona su misterioso retiro en la nieve tras cinco largos años. Seguían hablando del atentado yihadista en pleno Madrid. El mundo estaba loco.

Apagar la televisión, recoger, fregar, pestillo, mensajes, habitación. Abrir el armario, apartar ropa, chocolate, bálsamo e Izal. Cerrar armario, cama, alarma, y a dormir. Ojos verdes bajo sus pestañas. Necesitaba ayuda. Levantarse, encender la luz, abrir armario, chocolate, bálsamo e Izal. Abrir ventana, arrojar esmoquin, ver como se posa sobre el asfalto. Adiós Irene. El mundo estaba loco, pero él ya no. 

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"El amor tiene fácil la entrada y difícil la salida." 
Lope de Vega

Cómo alguien me ha comentado, sí, este relato ha sido una oportunidad para complementar lo contado en otros: Delito de odio, El Chupacabras, Sonrisa olvidada, Fish & Chips, Tornillería S.L., Mariposas en el estómago, La clave del éxito, Verde malaquita, El destino viste de plumas, !Que viene Mussolini!, Correo basura y Colágeno

Es un recurso que tenía ganas de usar, y no sé a vosotros, pero me gusta como queda, así que lo seguiré usando mientras no implique que tengas que leer un relato para entender otro.