jueves, 18 de enero de 2018

Cabra a la cuarta

Palabras: Playa, Cabra, Desierto, Coco, Foto

-No lo tengo nada claro Hsin-yi. Creo que es mejor que me vaya a casa.

-¡No me seas aguafiestas, anda! Venga, que nos lo pasaremos bien.

Hua-feng suspiró resignada y siguió a su amiga entre la muchedumbre. Decenas de hombres y mujeres, todos jóvenes y solteros, con flores de colores en la cabeza y meciéndose al son de la música mientras bebían sin descanso a saber qué alcohol. Hsin-yi le ofreció medio coco lleno de un líquido que no podía oler más a gasolina, y ella lo rechazó. Su amiga la ignoró por completo y se lo puso en las manos antes de desaparecer para hablar con un grupo de chicos. Y allí se quedó Hua-feng, sola entre un montón de desconocidos que más que bailarines parecían árboles mecidos por el viento, chupando de sus pajitas como si fuesen una mariposa convencida de que la solución de todos sus problemas se encontraba en ese néctar que pegaba más en el motor de un autobús que en una garganta humana.

Por lo menos debía intentarlo, se dijo. Tenía ya veintiséis años y estaba tan soltera como cuando le pusieron pañales por primera vez. Hsin-yi la había llevada allí a conocer chicos y a divertirse, a experimentar, le había dicho. Pero ella sabía lo que quería. Sabía lo que una mujer de bien necesitaba. Un marido. Como su madre, su padre y sus profesores le habían dicho tantas veces. Su amiga le repetía que eso eran tonterías, recuerdos empolvados de una generación antigua. Pues ella quería desempolvarlos. Recorrió con sus ojos la sala, a ver cuál de esos jóvenes le gustaría que se acercase a cortejarla. Ninguno, se dijo. No estaba haciendo las cosas bien. Buscó a Hsin-yi con la mirada, pero no la encontró, así que dejó el coco en el suelo y se fue tan rápido como pudo.

Unas semanas después, Hua-feng y su madre se encontraban ante la fachada de una pequeña y encantadora casa en las profundidades de la ciudad. La joven se encontraba embelesada por los intrincados diseños que adornaban las paredes teñidas de añil, y supo que su madre había acertado. Ese era el lugar. Timbraron y los recibió una anciana mujer a la que le vendría muy bien un bastón para caminar. Su madre le ofreció un sobre con una cantidad de billetes que Hua-feng prefería no saber, y entraron.

-¿Así que esta es la cabrita que me lo ha puesto tan difícil? –dijo la anciana mirándola de reojo y con los labios torcidos en un inteligible gesto.

Hua-feng enrojeció y miró al suelo, y su madre asintió con seriedad. Había nacido el año de la cabra, en el mes de la cabra, el día de la cabra, y, cómo no, a la hora de la cabra. Cabra a la cuarta. No había nada que pudiese atraer más a un hombre que esa carta de presentación. Otras chicas podían ser en parte cabra sí, pero también tigre, mono o buey. Pero ella no. Ella sería la más predecible de las novias, algo que según su madre era fantástico, pero ella no lo tenía tan claro.

Su madre y la celestina estuvieron hablando durante casi media hora, y aunque Hua-feng trató de prestar atención, se perdió enseguida entre signos del zodiaco y patrones de compatibilidad. Estaba demasiado nerviosa, y no podía no pensar que tal vez estaba cometiendo un error. ¿Y si Hsin-yi y sus otras amigas tenían razón? ¿Y si todo ese asunto no era más que una tontería? ¿Y si lo emparejaban con alguien que no sería su alma gemela? ¿Qué haría? Su madre carraspeó y volvió al mundo real. La anciana le estaba ofreciendo un sobre, y lo cogió con cuidado. ¿Qué era? Pero en lugar de responderle, les pidió que se fuesen. No comprendía nada, pero obedeció y siguió a su madre.

No fue hasta que estuvo a solas, en su habitación, que abrió el sobre. Su madre había insistido para que lo hiciese con ella delante, pero se había sorprendido a sí misma diciendo que no. Le había hecho caso en todo menos en eso, y no estaba muy segura de por qué. Dentro del sobre había solamente una foto tamaño carnet de un chico que debía de tener su misma edad. Se sintió decepcionada en un principio. No porque fuese feo ni nada, que tampoco lo parecía, sino porque se esperaba algo más. No sabía lo qué, pero algo más. Giró la foto y se encontró un nombre, Oong Pai-han, y un número de teléfono. ¿Así que a eso se reducía? Una foto, un nombre y un número. ¿Y ahora qué? ¿Tenía que llamarle o mandarle un mensaje o algo? ¿Cómo iba a hacer ella eso? Cogió el móvil de la cama, pero no para guardar su número, sino para hablar con Hsin-yi. Pero entonces se lo pensó mejor, y lo dejó de nuevo sobre las sábanas. Y en ese momento vibró.

Dos días después, Hua-feng se encontró a sí misma con las sandalias llenas de arena en una de las playas de la ciudad, mientras se agarraba el sombrero con fuerza para que no se lo llevase el viento. No había ni un alma, más que una playa parecía un desierto. Un desierto en el que quizás no debería haberse metido sin agua, sin pensárselo bien. ¿No debería habérselo dicho a su madre? Le había contado que en su época se hacían así esas cosas. O por lo menos a Hsin-yi, para no estar sola. Sabía que su amiga a pesar de estar completamente en contra la acompañaría, y seguramente se reiría de Pai-han en su cara. Sí, mejor no haberle dicho nada.

Se internó más en la playa desértica, que parecía enana desde fuera, pero insondablemente gigantesca en cuando puso pie en ella. ¿Dónde estaba? Había sido él quien le había propuesto quedar allí, quien le había hablado. ¿Sería una broma? ¿La habría rechazado al ver que era la cabra más cabra de Taiwán? ¿O la habría visto de lejos y se habría dado cuenta de que era una pardilla fea y asustadiza? Los nervios aumentaban al ritmo del intranquilo latir de su corazón, al final no pudo más y se dispuso a irse. Y entonces lo vio.

A pesar de estar en la playa, llevaba puesto un traje propio de una boda y un ramo de flores rojas en la mano derecha. Y madre mía, qué guapo era. Y qué sonrisa. Sintió que le temblaban las piernas. Y cuando se fijó en otro detalle le temblaron aún, teniendo que recurrir a toda su fuerza para no acabar de rodillas en la arena. Eran claveles. Estaba allí para pedirle matrimonio. ¿Habría acertado la celestina? ¿Sería su alma gemela hasta la muerte?

Pai-han la saludó con suma educación y le ofreció las flores. Hua-feng dudo sobre si aceptarlas, pero al final lo hizo con torpeza. No consiguió articular palabra, pero él sí. Y en cuanto lo hizo, se olvidó de las flores, de su sonrisa, de todo. Porque en solo un par de frases se había dado cuenta. Era un imbécil.


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"Llamamos destino a todo cuanto limita nuestro poder." 
Ralph Waldo Emerson

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