Palabras: Camino, Encrucijada, Futuro, Sueño, Juventud
Reconocería esa risa en cualquier
parte. Tan suave pero tan sonora a la vez, con ese carraspeo tan característico
que recordaba al gruñido de un cachorro. Era Mei, sin duda. Zeng Xiaomin se llevó las
manos a la cintura, con gesto de reproche, y gritó a su hija, sin saber
exactamente dónde demonios se había escondido.
La pequeña no obedeció, sino que
escuchó como su cantarina risa se alejaba cada vez más y como se abría
la puerta. La ira de su rostro se convirtió en preocupación, y salió
corriendo tras ella. Nada más salir por la puerta, notó como algo se enredaba
en sus pies, sucedido un intenso dolor en las palmas de sus manos cuando se apoyó en
ellas para evitar darse de bruces contra el suelo.
Estaba completamente rodeada de
flores de iris blancas como la nieve, las cuales la habían hecho tropezar, y
cuyas espinas habían perforado las callosas palmas de sus manos. Espera un
momento… ¿Desde cuándo los iris tenían espinas? Un estruendo horriblemente
familiar en seguida le sacó eso de la cabeza. No, no, no, no… La carretera
estaba a rebosar de vehículos inmóviles y gente observando con curiosidad,
lágrimas y pena lo que había pasado. Xiaomin se abrió camino entre ellos, y por
fin llegó a ella. A Mei, su muñequita de porcelana, tan frágil, resquebrajada
en mil hermosos pedazos adornando el asfalto.
Un sudor pegajoso y frío recubría
todo su cuerpo cuando se despertó, gritando a la oscuridad de la noche. Había
sido un sueño, una pesadilla. Bueno, ojalá hubiese sido una simple pesadilla…
Mei… Habían pasado dos años, pero sus sueños no le permitían olvidar aquella
fatídica mañana en la que el próspero futuro que tanto había soñado para su
hija se había esfumado a través del parachoques de aquel maldito coche rojo.
Xiaomin se despegó las húmedas
sábanas y se secó el sudor y las lágrimas del rostro con el antebrazo. Notó
como se le aceleraba el corazón al pensar en su pequeña Mei, así que se irguió y
se dirigió a la habitación de al lado. Abrió la puerta con cuidado y dejó que
sus ojos se adaptasen a la oscuridad para poder contemplar a lo único que la
mantenía cuerda. Song se revolvía sobre sí mismo sin parar, y se preguntó si él también estaría teniendo pesadillas.
Estaba tan embobada con la silueta
de su hijo, que no se dio cuenta de que su mano estaba posada sobre el
interruptor de la luz hasta que la encendió sin querer. La apagó de inmediato, pero
algo que vio en ese breve instante le hizo encenderla de nuevo. En lugar de con
su pijama, Song dormía al abrigo del sencillo camisón de su hermana mayor. Otra
vez… Los labios de Xiaomin sonrieron, pero sus ojos no hicieron lo mismo. No iba a
mentirse, su corazón se acaloraba cuando lo veía así, pero su cerebro… Su cerebro
no sabía qué pensar. Y a la mañana siguiente, se dio cuenta de que no tardaría
en tener que decidirse.
Song había dormido más de una vez
con la ropa de Mei, sí, pero era la primera que se ponía el uniforme escolar de
su hermana. Realmente, la primera vez que se ponía cualquier prenda suya de
día. Xiaomin nunca había comentado nada a su hijo sobre el tema, pero cuando se dio
cuenta de que pretendía ir así vestido a clase, no le quedó otro remedio. Y no
le sirvió de mucho. Se le hizo harto complicado intentar explicarle a un niño
de seis años por qué no podía vestir la ropa de su difunta hermana.
¿Por qué ella sí y yo no? ¿Por qué
está mal? ¿Pero por qué las cosas son así? Xiaomin estuvo a punto de mentirle,
de decirle que era una falta de respeto hacia los muertos, una falta de respeto
a su hermana allí dónde estuviese. Primero se paró a pensar si le daba el
sermón taoísta que le habría dado su madre o el budista de su padre sobre el
lugar en el que se encontraba su hermana, hasta que se dio cuenta que lo único
que hacía era llenarse la cabeza de tonterías y distracciones. ¿Qué más daría
eso?
Unos minutos después, un lloroso,
enrojecido y confuso Song se montaba en el autobús escolar, mientras
Xiaomin se despedía del pequeño también al borde del llanto. El sueño de esa
mañana no cejaba en su empeño de repetirse en lo más profundo de sus retinas y…
Luego estaba el asunto de la ropa. Lo había hecho fatal, lo sabía. Se había
limitado a mandarlo callar, a darle órdenes y luego a quitarle la ropa a la
fuerza. Quitarle la ropa a ese niño cuyo único delito había sido echar de menos
a su hermana, y mostrarle respeto y cariño a su manera.
¿Cómo explicarle que lo había hecho
por su bien? Que el mundo era cruel, y de la misma forma educaba a sus hijos.
Que llevando las faldas de Mei lo único que conseguiría sería una paliza por
parte de niños que no lo entenderían, y reprimendas por parte de unos profesores
que a saber qué pensarían de él. Que un solo día con esa ropa, podía arruinar
su futuro en la flor de la juventud, al igual que aquel coche rojo había hecho
con su muñequita de porcelana. Por lo que veía en la televisión, quizás si
viviesen en Londres o Los Ángeles, a la gente no le importaría nada de aquello.
Pero estaba bastante segura de que en Guangzhou no tendrían esa suerte.
Las mañanas siguientes no fueron
mejores. Todas ellas, Song se despertaba y se ponía ropa de Mei. Y todas ellas,
las lágrimas acababan inundando la casa y unos pantalones cubriendo las piernas
del infeliz joven. Xiaomin no sabía qué hacer. Pensó en llamar a sus padres, pero
sabía que sería peor. La juzgarían, le recordarían que la habían advertido, que
una mujer no podía criar sola a sus hijos, que mandase a Song una temporada con
ellos, que le quitarían la tontería enseguida. No, ni pensarlo. Ella sola
tendría que salir de la encrucijada que se había formado ante ella. ¿Dejar
que su hijo fuese feliz honrando a su hermana, y arruinando su presente, y
posiblemente su futuro, o impedírselo, causarle un presente infeliz pero
facilitando su futuro? A eso se reducía todo, al fin y al cabo. Felicidad
contra futuro. ¿Qué camino cogería?
El lunes siguiente, Song llevó el
uniforme de su hermana al colegio. Apenas habían empezado las clases cuando
Xiaomin recibió una llamada del director de la escuela. No le
habían dejado entrar en el aula siquiera. Parte de la mujer lo comprendió, pero
igualmente se enfureció. Si ya los adultos lo trataban de forma distinta, ¿cómo
no iban a hacerlo los niños? Ese día Song tuvo que perderse todas las clases,
pero tras horas de discusión, al final fue el director quién comprendió a
Xiaomin. Sí, le dejarían entrar con la ropa de Mei. Al fin y al cabo, no era
más que un crío echando de menos a la hermana que había perdido.
Si bien se había mantenido con
fuerza en su decisión a pesar de los obstáculos del primer día, el segundo
quiso rendirse. Un moretón adornaba el ojo izquierdo de Song, y
aunque él no quería decirle por qué ni quién, ella lo sabía perfectamente. Intentó
convencerlo de que ya estaba bien, ya había demostrado que quería a su hermana,
que ya podía vestirse como siempre. Pero se negaba. Song siempre había sido muy
testarudo, pero esta vez era distinto.
No era un berrinche, no era un capricho infantil. No, a pesar de su juventud, Xiaomin no pudo evitar pensar que su hijo estaba siendo muy maduro, más que esos niños que le habían pegado, más que ella incluso. Song sabía que no estaba haciendo nada malo, y no le importaba lo que los demás pensasen o dejasen de pensar. Xiaomin estaba a punto de anteponer el futuro de su hijo a su felicidad, de seguir el otro camino de la encrucijada, el camino fácil, un camino recto y corto pero al mismo tiempo uno infeliz en el que no crecía absolutamente nada. Pero su hijo la había cogido de la mano, y con sabiduría la había girado hacia el otro lado. Hacia un camino pedregoso, plagado de plantas espinosas, de desvíos y de curvas, un camino con un final incierto y peligroso. Pero un camino en el que crecían crisantemos entre las espinas, un camino feliz, lleno de vida . Y ella no pudo estar más orgullosa.
No era un berrinche, no era un capricho infantil. No, a pesar de su juventud, Xiaomin no pudo evitar pensar que su hijo estaba siendo muy maduro, más que esos niños que le habían pegado, más que ella incluso. Song sabía que no estaba haciendo nada malo, y no le importaba lo que los demás pensasen o dejasen de pensar. Xiaomin estaba a punto de anteponer el futuro de su hijo a su felicidad, de seguir el otro camino de la encrucijada, el camino fácil, un camino recto y corto pero al mismo tiempo uno infeliz en el que no crecía absolutamente nada. Pero su hijo la había cogido de la mano, y con sabiduría la había girado hacia el otro lado. Hacia un camino pedregoso, plagado de plantas espinosas, de desvíos y de curvas, un camino con un final incierto y peligroso. Pero un camino en el que crecían crisantemos entre las espinas, un camino feliz, lleno de vida . Y ella no pudo estar más orgullosa.
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"El futuro pertenece a quienes creen en la belleza de sus sueños."
"El futuro pertenece a quienes creen en la belleza de sus sueños."
Eleanor Roosevelt