miércoles, 23 de diciembre de 2015

Delito de odio

Temática: Novela negra

Palabras: Esperpento, Pararrayos, Movida

Vigo, 25 de julio de 1984. Las sirenas de policía habían despertado al barrio entero. Matrimonios, ancianos, niños y hasta alguna mascota estaban reunidos en la calle, curioseando. Alguno intentaba sacar información a los policías allí presentes, pero no obtenían respuesta alguna. Magdalena Navarro, en cambio, se limitaba a observar desde un balcón. Quizás no podría oír lo que decían los agentes, ni tampoco cuchichear con los vecinos, pero estaba apenas a cinco metros sobre la escena del cirmen. Podía ver perfectamente el corpulento cadáver de esa mujer, alta, execesivamente maquillada, con ese vestido de brillante decadencia y una peluca rosa que parecía tener vida propia. 

Una lágrima recorrió la mejilla de Magdalena hasta posarse en sus labios. Esa mueca de terror grabada para siempre en la cara de… No podía ser así como se despidiese del mundo. Ella era Davinia Caamaño, o más bien, Esperpento, una de las cantantes más famosas de la época. Era su amiga. Ella le había ayudado a aceptarse tal y como era, a entenderse, a enfrentarse a un cambio que se lo había dado todo, pero también le había quitado mucho.

Magdalena apagó el purillo contra la barandilla de la terraza, se puso las gafas de sol y salió al salón. Allí una mujer en bata la miró asustada, abrazada a sus hijos, y le preguntó qué había pasado. Le respondió que no podía hablar del tema, que lo sentía, asunto policial, pero que le aconsejaba que no saliese de casa. Luego le agradeció haberle cedido su terraza, le pidió que no le contase nada a nadie, y se marchó. Menos mal que había conseguido conservar su vieja placa, le abría muchas puertas, literalmente. Solo tenía que asegurarse de que no la pillasen.

El cuerpo la había expulsado cuando aún se llamaba Marcos Navarro, cinco años atrás. Al principio la habían apoyado oficialmente con su transición, pero eso había durado poco. Puyas de sus compañeros, discriminación, incluso un par de palizas. Los altos cargos habían decretado que estaba generando conflicto en la comisaría, y básicamente le habían hecho la cama. Fue la gota que colmó el vaso, después de que sus padres y amigos renegasen de ella también. Y así había conocido a Davinia, cuando ésta era solamente una mindundi cantando en Pizarro con la funda de la guitarra abierta.

La cantante la había llevado a un grupo de apoyo, y por fin, eso fue lo que encontró. Así que sí, le debía mucho. Y pensaba compensarla. No tenía tiempo para llorar, era hora de vengarla. Ya se golpearía con el muro de la pérdida más tarde, cuando el trabajo estuviese hecho. Sabía que la policía no haría nada, era la tercera transexual asesinada en la ciudad durante la Transición y nunca habían descubierto nada. Tampoco es que se hubiesen esforzado. La prensa apenas había cubierto los crímenes también, más centrada en esa época en la crisis naval y la Movida. Aunque esta muerte quizás ayudase a dar visibilidad al asunto, se trataba de la mitad del famoso dúo musical Adefesio y Esperpento.

Como esperaba, así fue, los noticieros hicieron eco de la muerte de la famosa Esperpento, con entrevistas a policías, a conocidos, a otros cantantes… Pero nada más. Catalogaron la muerte como delito de odio y pista. Putos ineptos. Un “Seguiremos investigando” y ya. A saber incluso cuánto había de cierto en esa afirmación. Pero por lo menos podía estar segura de que ella sí que seguiría con el caso. Puede que ya no fuese una agente de la ley en el sentido oficial de la palabra, pero tenía los conocimientos, los contactos, una placa e incluso un arma, por si acaso. El asesino de su amiga tendría su castigo.

Lo primero que hizo fue entrevistar a Adefesio. Lo asedió tras el funeral, rodeado de cuatro corpulentos guardaespaldas. El hombre, al que por primera vez vio sin su atuendo gótico, le dejó hablar con él porque la reconocía como amiga de Esperpento. La verdad, no parecía muy compungido por la muerte de su compañera, hablaba con una falsa tristeza que se le hizo muy evidente. Magdalena sabía que se llevaban a matar, y que sólo seguían juntos por el dinero. Seguramente él estuviese aprovechando su muerte para forrarse con discos y para salir en platós. Pero no creía que fuese el asesino. Además, tenía coartada. Había pasado toda la noche en el hospital por un coma etílico, y las pruebas eran suficientes como para que quedase alguna duda.

El hombre le contó que sí, que claro que Esperpento tenía enemigos. Su antigua agente, su padre que la odiaba, alguna ex pareja, otros cantantes… Pero que no se le ocurría ninguno que pudiese tener la sangre fría de matarla. Le aconsejó que lo mejor que podía hacer era dejarlo, seguramente había sido un delito de odio. Pero Magdalena se negó. Cada vez que una transexual aparecía asesinada se debía a un delito de odio según las autoridades. ¿Qué pasa, no podían matarlos como a cualquier otra persona, por problemas personales, dinero, amor, envidia,...? Era mucho más fácil decir eso y hala, a otra cosa. Así iba el país.

Magdalena se recorrió las calles, placa en mano y cigarrillo en boca, con los tacones resonando en el pavimento de la acera a las tantas de la noche. No quedó ningún sospechoso sin interrogar, ninguna coartada sin ser comprobada. Pero nada, no encontraba nada. Ninguno de ellos podía ser el culpable.

-Maldita seas Esperpento, si había alguien que te quería muerta, ¿por qué no dijiste nada? – murmuró para sí cuando salía de la última casa a comprobar.

Resolver el misterio se le antojaba ya imposible. Había sido alguien que ella no conocía, de quien su amiga nunca le había hablado. O quizás incluso alguno de los sospechosos había contratado a un sicario, ¿pero cómo descubrirlo? Si siguiese siendo una policía de verdad… Pero así no podía hacer nada. Ironías de la vida, el trabajo que había perdido gracias al apoyo de Esperpento era el mismo con el que podría haber resuelto su asesinato. Aun así, no creía que fuese a servirle de mucho, su amiga ya estaba muerta. Quizás lo único que podría hacer era encargarse de que esto no volviese a pasar, movilizar a… Un dolor punzante en la cabeza fue lo último que sintió antes de sumirse en la oscuridad de la inconsciencia.

Un movimiento traqueteante la hizo recuperarse. En cuanto se movió lo más mínimo notó como su apoyo perdía completamente el equilibrio y estuvo a punto de caer. Entonces se dio cuenta, estaba siendo transportada sobre unos anchos hombros que avanzaban por unas escaleras. Sus manos estaban atadas con unas bridas y su boca amordazada, pero sus piernas estaban libres. Así que solo tuvo que moverse un poco para provocar que el hombre que la cargaba se viese obligado a soltarla para evitar caer escaleras abajo.

Magdalena tuvo la suerte de caer con los pies por delante, por lo que solo necesitó un par de segundos para incorporarse correctamente y empujar al secuestrador de una patada. La mujer corrió hacia arriba, en dirección contraria, encontrándose con una puerta. Consiguió liberarse de las bridas rápidamente usando el pomo, se quitó la mordaza y la atravesó, llegando a una azotea con apenas unos segundos de ventaja con respecto al hombre.

Éste había cometido un error al descalzarla, habría sido mucho más lenta y torpe con los tacones puestos. Pero ahora, sin ellos y presa de la adrenalina, su cuerpo y su mente trabajaron en sincronía, llevándola hacia el arma más cercana. Así que, sin pensarlo, agarró con fuerza un viejo pararrayos medio oxidado tirado sobre la azotea, lo levantó y golpeó con él el cuerpo de su agresor como si de una pelota de béisbol se tratase.

El hombre estaba ya en el suelo, con la cara salpicada de sangre, pero quería asegurarse de que no se fuese a levantar, así que le golpeó de nuevo.

-¡¿Qué quieres de mí?! – la ira desbordaba por todos los poros de su cuerpo mientras lo interrogaba - ¡Tú mataste a Davinia, hijo de puta!

Él respondió escupiendo sangre por la boca antes de atragantarse con una gutural risa. Sí, la había matado él. Y no había sido la primera. Y sí, había querido tirarla a ella azotea abajo, ver como se espachurraba contra el asfalto su monstruoso cuerpo. No eran más que aberraciones, pecados capitales hechos carne, seres que desafiaban a dios y a todas las cosas. Por su culpa los justos acabarían en el infierno, al aceptar a esas criaturas de sexo demoníaco entre ellos, deshonrando el nombre de su señor en vano.

Las lágrimas bañaron de nuevo los ojos de Magdalena. Al final todos tenían razón. No había otro motivo, no era envidia, dinero, amor, nada. No, era otro delito de odio más. A su amiga no la habían asesinado por ser quien era, ni por ser como era, sino por lo que había cambiado entre sus piernas. Era tan obvio, tan obvio. Pero no había querido verlo. Tenía que asumir que estaban en un mundo en el que ni siquiera tenían derecho a ser asesinadas como cualquier otra persona normal.

Miró con ira al asesino, que seguía riéndose a pesar de ser incapaz de moverse. Si le acusaba, la policía no le haría nada. Incluso aunque la creyesen, aunque encontrasen pruebas, seguro que encontraba la forma de librarse de una sentencia justa. Unos años en la cárcel y pista, y saldría sin estar arrepentido y mataría a más gente. No, no iba a permitirlo. Magdalena reunió en su boca toda la saliva que pudo, la escupió con fuerza sobre su cara, y luego, ignorando sus gritos, alzó el pararrayos y le golpeó. Una vez, y otra, y otra.

Cogió un cigarrillo, lo encendió, lo colocó en su boca y entonces abrió la cartera. Bien, tenía la calderilla justa. Así que, descalza, cubierta de sangre y con un temporal de lágrimas en la cara, bajó las escaleras de la azotea en busca de una cabina.

-¿Policía? Sí, buenas noches, quería denunciar que acabo de asesinar a un hijo de puta.

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"La diferencia engendra odio." 
Stendhal

Podéis ver un poco más de lo que le pasa a Magdalena en Chocolate, bálsamo e Izal.

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