martes, 24 de mayo de 2016

El olor del amanecer

Palabras: Amanecer, Gato, Mar, Nutella, Burbuja

Las manos de Anke acariciaron uno a uno los botes de la despensa hasta que encontró la etiqueta en braille del que buscaba. Lo colocó sobre la mesa, y aprovechó que sus padres no estaban en casa para regañarla para hundir los dedos en la densa y suave crema de cacao y avellanas de ese bote de Nutella. Y eso no fue ni la mitad de orgásmico cuando sus papilas gustativas pudieron disfrutarla. Madre mía, no había mejor forma de empezar una mañana de verano.

El cascabeleo del collar de Saffier la sacó de sus ensoñaciones. La gata acababa de llegar a la cocina maullando sin parar. Podía parecer tonta a veces, pero sabía perfectamente cuando era la hora de desayunar. Anke suspiró, y apoyándose en los muebles para evitar caerse mientras se restregaba entre sus piernas, fue a por el pienso y lo echó en su comedero. Con la gata por fin engullendo como loca su comida, pudo proseguir con su ritual matutino y asomarse a la ventana de la cocina.

No podía ver, no, pero no era necesario. Podía sentir el leve calor de los rayos de sol en las mejillas, oler a césped recién cortado y a desayunos preparándose por todo el vecindario, e identificar los matutinos cánticos de canarios, viuditas, escribanos y decenas de pajarillos más. Eran esos momentos los que le recordaban que seguía siendo una chica de diecisiete años como cualquier otra, a pesar de que sus padres se empeñasen en lo contrario.

Entonces recordó las palabras de su madre y fue hasta el buzón del jardín en busca del correo. Y como solía pasar, excepto cuando se trataba de las temidas facturas, ninguna carta había llegado a aquella casita de las afueras de la ciudad sudafricana de George. De nuevo, unos cascabeles resonaron en el fondo del oído de Anke, y los pelos de su nuca se estremecieron. ¡Había dejado la puerta abierta!

Sin pensarlo, se echó a correr tras el sonido de Saffier correteando por la carretera. Enseguida fue consciente de que no debía haberlo hecho. Ni siquiera se había parado a coger su bastón blanco. Y el universo no tardó en confirmarle el error, cuando su pie se encontró con un socavón en el camino y sus rodillas besaron el polvo. Bueno, por lo menos no se había hecho mucho daño.

Estaba levantándose, cuando escuchó una voz masculina con acento grave y chasqueante acudiendo en su auxilio, y unas cálidas manos la ayudaron a incorporarse. Antes de poder darle las gracias,  el chico le pidió que esperase, y en unos segundos el cascabeleo de Saffier se había detenido. En unos segundos, la gata estaba en sus brazos, y Anke le dio las gracias a su oportuno vecino. Iba a girarse, avergonzada, cuando se dio cuenta de que no sabía dónde estaba. Afortunadamente, él sí, y se ofreció a acompañarla a casa. Anke pudo notar el calor en sus mejillas y la piel de gallina cuando él la agarró del brazo. Al caer en que ni siquiera sabía quién le había ayudado, se presentó tímidamente.

- Anneke van den Berg, pero puedes llamarme Anke - le dijo con una sonrisa.

- Nkwenkwe Soga, o Kwe para ti, a su servicio - respondió el hombre con una nerviosa voz.

Menos mal, porque no creía que pudiese repetir Nkwenkwe sin quedar en ridículo. Los dos prosiguieron el camino en silencio hasta la casa de Anke. Ella quería decir algo, pero sin saber por qué, la timidez la había poseído por completo. Ya en la entrada, después de que Kwe le ayudase a meter a Saffier dentro, él procedió a despedirse, y Anke reaccionó. Había sido una maleducada, y quería invitarlo a tomar un tentempié para agradecérselo. La respuesta de Kwe le sorprendió.

-No sé cómo decírselo, señorita, pero es evidente que usted no me ha visto. No creo que le guste juntarse con gente como yo.

Anke tardó unos segundos en darse cuenta de a qué se refería. No necesitaba ver su color de piel para saberlo. El acento xhosa y el nombre impronunciable para ella eran pistas suficientes. Y no le importaba en absoluto. Era 1989, por el amor de dios. Que el gobierno estuviese más ciego que ella no quería decir que a todo el mundo le importasen esas tonterías. El chiste sobre su ceguera provocó una ligera risa en Kwe, a la que Anke se unió con una sonora carcajada.

-Vamos hombre, pasa. Además, me vendría bien una mano con las curas.

Y Kwe aceptó al final. Durante las dos horas siguientes, entre sándwiches de Nutella, té rooibos, burbujas de agua oxigenada y maullidos de gata, los dos jóvenes empezaron a conocerse. Anke le habló sobre sus estudios, su pasión por el violín y sus ensoñaciones sobre poder ver cosas que sus otros sentidos sentían como hermosas, como el amanecer. Kwe, en cambio, compartió con ella su sueño de ser médico, sus anécdotas con amigos y hermanos, y su trabajo como repartidor para poder costearse la universidad en algún país extranjero. Y poco a poco, sin apenas darse cuenta, comenzaron a hablar de ellos mismos, confesando anhelos que ni siquiera sabían que existían.

Anke nunca había conectado con nadie de esa manera. Quizás tampoco ayudase que sus padres la recluyesen la mayor parte del tiempo. Era por su seguridad, le decían. Pero no se daban cuenta de que lo único que conseguían era convertirla en un manojo de inseguridades. Y por ello se sorprendió cuando, al rozar los dedos de Kwe mientras tanteaba en busca de otro sándwich, sintió un chispeo que la embargó de una seguridad que no había experimentado desde que era una niña. Así que se dejó llevar.

Sus dedos se deslizaron por el brazo de Kwe, el cuál en un principio tembló. Anke, temiendo haberse propasado retiró la mano, pero el joven la devolvió a dónde estaba. De nuevo, el calor se apoderó de las mejillas de la chica, pero se envalentonó, y dejó que de nuevo sus dedos viajasen hacia arriba sobre Kwe. Brazo, hombro, cuello, mandíbula, posándose finalmente sobre su cara. Qué cálido era… Notó como sus labios se humedecían, y sin necesitar pedirle que hablase para poder situar su boca, Anke se dispuso a… A sobresaltarse cuando escuchó la puerta de la entrada abriéndose, y las voces de sus padres discutiendo entre ellos.

Notó, y escuchó, como tiraba el bote de Nutella sobre el suelo de la cocina, y se incorporó tan rápido que tropezó con la silla, siendo sostenida por Kwe en el último momento. Y así es como se los encontraron sus padres. Nunca había oído gritar a su madre de esa manera, insultando al pobre Kwe como una degenerada, ordenándole que volviese con los suyos y dejase a su hija en paz. ¿Con los suyos? ¿Qué?

Anke intentó interponerse entre Kwe y su padre cuando oyó que el segundo amenazaba con agredirle, pero con tanto ruido no era capaz de situarlos. Así que chilló. Con un tono autoritario que no sabía que poseía, ordenó a sus padres que se detuviesen, que se callasen, y que dejasen al chico en paz. Y por el silencio que se sucedió, interrumpido solo por los cascabeles de Saffier, supo que había tenido éxito. Eso sí, un éxito efímero. Pudo oír como su padre desistió de emplear la violencia, pero no en su empeño de echar a Kwe de casa. El joven se disculpó con Anke, y pidió a los otros que no le hiciesen nada a su hija, que todo había sido culpa suya. La respuesta fueron más gritos, y tras una nueva disculpa, un movimiento de pies y un portazo, Anke supo que Kwe ya no estaba allí.

Horas después, Anke estaba tendida sobre su cama, nadando en un mar de lágrimas que podían ser tanto de tristeza como de rabia. Nunca había discutido tanto con sus padres. Y nunca había sentido que ella era la adulta de la discusión. En unos escasos minutos, la riña había pasado de versar sobre dejar entrar a desconocidos en casa a juntarse con ese tipo de gente. ¿Ese tipo de gente? ¿Eso le decían dos personas que presumían de todos los amigos de color que tenían, de vivir en un barrio interracial? ¿Una mujer que se había manifestado porque liberasen a Nelson Mandela de prisión? ¿Un hombre que había renegado de su hermana por ser una gran defensora del apartheid?

Intentó tranquilizarse durante toda la noche, pero no lo consiguió. Pasó las horas dando vueltas y más vueltas sobre sí misma, intentando encontrarle el sentido a lo que había pasado. Pero le era imposible. Esperaba que en el resto del mundo no hiciese falta carecer de visión para darse cuenta que sin considerar el color de la piel, la gente no era tan distinta. Porque vaya por dios… Y Kwe… No volvería a por ella, estaba segura. Y lo entendía. Después de todo lo que había pasado…

Un repiqueteo en la ventana de su habitación y un susurro con su nombre le llevó la contraria. Anke se apresuró a abrirla, y sus dedos se entrelazaron con los de Kwe mientras se disculpaba de mil maneras distintas. Él le respondió que no importaba, que no había sido culpa suya, y le preguntó si podría salir de casa. Quería enseñarle algo.

Algo más de media hora más tarde, los pies descalzos de Anke dejaron que la arena de la playa los acariciase. Sin soltar en ningún momento a Kwe, caminó con la cabeza alta hacia el mar. Ese olor a sal y libertad, esa brisa fresca que jugaba con su melena, ese hipnótico sonido del agua rompiendo contra la costa… Parecía mentira que llevase toda su vida viviendo junto al mar y que sus padres nunca se hubiesen dignado a llevarla.

Anke le dijo a Kwe que quería acercarse más al mar, quería sentir el agua salada con su piel, quería sentirlo todo más de cerca. Él le prometió que lo harían en un momento, pero que tenía que esperar a otra cosa. Anke, confusa, le obedeció cuando la ayudó a sentarse sobre la arena, e insistió en saber a qué esperaban. Kwe le acarició la mano y susurró que no fuese impaciente, que ya casi estaba. ¿Qué ya casi estaba el qué?

La respuesta llegó sola. Anke sintió el calor sobre su piel, escuchó las canciones matutinas de los pájaros, hasta creyó notar como cambiaba el viento. El amanecer. Antes de poder decir nada, Kwe le recordó que le había contado que podía sentir el amanecer, que podía oírlo, que podía olerlo incluso, pero que siempre había soñado con verlo. Y bueno, aunque ojalá algún día fuese capaz de regalarle eso, de momento tendría que conformarse con que se lo contase.

Y entonces, las palabras de Kwe humedecieron los ojos de Anke. El joven describió detalladamente lo que para él era el amanecer, y la joven no pudo evitar emocionarse. Nunca había oído algo tan… hermoso. Hermoso era la palabra. En cuanto acabó de hablar, agarró con fuerza su mano. Si antes ya se estremecía solo con sentir su piel, en ese momento en su interior se había desencadenado un maremoto. Y cuando sus labios rozaron los de Kwe, una erupción volcánica. Y es que no era para menos, no se trataba de un chico cualquiera no. Era el chico que le había hecho ver el amanecer, y no podría olvidarlo. 

Kwe la apartó cariñosamente un momento, y le dijo que ahora era él quien quería saber una cosa.

- ¿A qué huele el amanecer?


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"Nuevas generaciones crecerán con el veneno que los adultos no tienen valor de eliminar." 
Marian Wright Edelman

martes, 17 de mayo de 2016

Jugando a las cartas en Calcuta

Palabras: Batman, Bragas, Dinamita, Tarta de chocolate, Juego

-¿Todo esto ha sido un juego para ti, verdad?

Deepa no obtuvo respuesta. Sus enrojecidos ojos almendrados fueron testigos de cómo Priya se giraba, echaba a caminar sin mirar atrás, y su llamativo sari rojo se hacía cada vez más pequeño. Si estuviese lloviendo, habría sido una escena digna de ver en el cine. Pero ella no estaba devorando unas crujientes samosas mientras intentaba acomodarse en su butaca y no perder el hilo de la película, no. Lo único que sostenía con su mano era su otra mano, nerviosa y sudorosa, que temblaba como si estuviese a diez grados bajo cero. Mientras, el sari de Priya se hacía cada vez más y más pequeño, hasta que se desvanecía en las abarrotadas calles de Calcuta.

No volvería a verla, estaba bastante segura. El juego había acabado y había perdido, sin saber siquiera que había participado. Volvió a casa, sola y… No sabría decir cómo estaba. Nunca se había sentido de esa manera. Tenía que repetirse que Priya ya no estaba, que ya no estaría, que no la volvería a ver, porque estaba bastante segura de que su mente no lo había asimilado. Todo había sido tan rápido... Apenas un instante, un par de frases lapidarias, habían dinamitado su vida. Así de fácil se había acabado el juego.

Llegó a casa, dejó las llaves sobre la mesilla y se sentó en el sofá. Encendió el portátil, pero no sabía qué buscar en él. Abrió la nevera, pero no sabía qué comer. Ni siquiera sabía si tenía hambre. Sus ojos cayeron sobre la tarta de chocolate que había preparado el día anterior. La tarta con la que esa noche tenía pensado deleitar a Priya. Hacía semanas que no se veían, y se había esmerado tanto en preparar una cita romántica, y en cocinar uno de esos postres occidentales que tanto gustaban a su nov... A Priya. Y al igual que otra decena de cosas en las que podía pensar, ese tiempo y esfuerzo habían sido invertidos para nada. Ya no importaba.

Ahora ese chocolate, negro y brillante, no era más que un recordatorio de lo que fue, de lo que no pudo ser y de lo que no será. Cerró la nevera. No podía comerse eso. Volvió al sofá, se sentó, y en apenas unos segundos se encontraba de nuevo en pie, con chocolate, bizcocho y mermelada de naranja embadurnando su piel, jugueteando con una mezcla de maquillaje, crema facial y unas lágrimas fantasmales que nunca brotaron de sus ojos. Necesitó ducharse, y ni siquiera fue capaz de reconfortarse con el agua caliente. Se quedó ahí, de pie, mientras las gotas de agua recorrían la cáscara aparentemente vacía que era su cuerpo en busca del oscuro desagüe.

Tampoco se sintió mejor cuando se enfundó el cálido pijama y se cubrió con su mullida manta roja. Ni peor, tenía que reconocerlo. No podía entenderlo. Pensaba que se sentiría destrozada, que estaría llorando por doquier, que gritaría, que rompería cosas, que insultaría a Priya de mil maneras distintas. Pero no fue así. Notaba algo extraño en su interior, algo abstracto pero igualmente real, una sensación que le parecía al mismo obvia pero insondable. ¿Cómo explicarlo?

Cuando conoció a Priya se la presentaron como La Fastuosa Dinamita, una maga que amenizaba cumpleaños por toda la ciudad. Era el cumpleaños de su sobrino, y su cuñado había decidido contratarla. Tras un par de trucos, la había hecho partícipe de un juego de cartas y de manos para impresionar a los niños. Y había sido ella la impresionada. Ahora que lo pensaba, quizás ahí había empezado el juego, esa larga partida de naipes que acababa de finalizar. Pero mejor proseguir con su cadena de ideas, necesitaba intentar explicarse a sí misma qué pasaba en su interior.

La Fastuosa Dinamita, ese nombre artístico que de primeras que le había parecido un sinsentido, cobró significado de inmediato, en cuanto los rápidos y suaves dedos de la maga rozaron su piel. En aquel momento, había sentido como si la nitroglicerina de la dinamita penetrase por sus poros, hirviese su sangre, y la inundase con una energía que creía que jamás volvería a encontrarse. Pues ahora, esa dinamita había ido demasiado lejos, había evaporado su sangre y su energía, y parecía que no le quedaba nada, nada que la llenase, nada a lo que agarrarse.  

Los días pasaban, y su cuerpo no parecía recuperar el sentido. Comía sin hambre, dormía sin sueño y caminaba sin destino. Su mente, en cambio, intentaba buscar una solución. Recordaba todos y cada uno de los momentos con Priya, todos esos momentos que pronto debería dejar a un lado, que no se volverían a repetir. Y también esos otros que ni siquiera habían ocurrido, y que ya no podrían ver la luz del sol. Todo ello se columpiaba en sus pensamientos, todo ello y más. Una mente hiperactiva y un cuerpo aletargado, los dos componentes principales de una despechada y desilusionada Deepa.

Sus amigos intentaban ayudarla, hablaban con ella, trataban de distraerla. Lo agradecía, de verdad. Su cerebro era capaz de responderles, de pasárselo bien con ellos, de incluso olvidar a Priya durante esas agradables veladas. Pero su cuerpo seguía sin reaccionar. Seguía funcionando, obviamente, pero sentía como si ahora no tuviese control sobre él, como si su sistema nervioso y el resto de su cuerpo fuesen ahora dos entes distintos. Como si la dinamita los hubiese separado en dos, y estuviesen unidos simplemente por un fino y frágil hilo. Intentaba explicarlo, pero no le salían las palabras. Quizás estuviese volviéndose loca.

Entonces se las encontró. Llevaba semanas sin limpiar su habitación, así que cogió una escoba y se puso manos a la obra. Nunca había tardado tanto en barrer esa superficie que siempre se le había antojado minúscula. Y no es que ahora le pareciese más grande, no, sino que… Apenas tuvo tiempo de pensar en sí misma como un robot desganado, cuando se fijó en un revoltijo de tela roja que asomaba junto al pie de la cama. Se agachó, lo recogió, y sus ojos se encontraron con un cierto problema a la hora de distinguir lo que era, y aún más para enviar esa información a su cerebro.

Reconocía esas bragas, claro que las reconocía. Ojalá no hubiese sido así, pensó en ese momento. Ojalá hubiesen sido aquellas rancias y desgastadas bragas que se ponía sobre la cabeza cuando era pequeña, las que usaba para correr por toda la casa y proclamarse la temible e intimidante Batman de Calcuta. Pero no, estas no pertenecían a su madre, pertenecían a otra persona.

Un pensamiento aleatorio pasó por su cabeza durante un segundo. Se asqueó, y los músculos de su cara plasmaron su primera mueca en semanas. No, no pensaba olerlas, por favor. Las arrugó, caminó hasta la cocina con un ímpetu que llevaba días buscando y abrió el cubo de la basura. Pero no las tiró. Las miró, las arrugó de nuevo, y unas cálidas lágrimas cayeron sobre el dorso de su mano.

Entonces, cual sistema informático, Deepa sintió como si todas y cada una de sus células se reiniciasen. Las sinapsis de sus neuronas funcionaban aún más rápido todavía, y remolinos de ideas y recuerdos se formaban sin cesar, todas ellas con un concepto en común. Priya. Y por fin lloró. Y sus tripas rugieron. Y sus pies le dolieron. Y quiso un abrazo, y quiso unas palabras de consuelo, y quiso recostarse sobre su cama y hacerse un ovillo.

Y también quiso volver a ser Batman, ser fuerte e independiente, y poder evitarse todo ese dolor. Porque la dinamita había desaparecido de su interior, porque nada estaba roto, quizás, como mucho, apagado. Quizás todo había sido un juego, y quizás había perdido, quien sabe. Pero los juegos siempre se acaban, y al final, ganes o pierdas, siempre aprendes. Y cuando acabó, semanas después, Deepa supo que había aprendido.

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"Los amores se van, los dolores se quedan." 
Proverbio español

lunes, 9 de mayo de 2016

Carne de vitela de primeira calidade!

Temática: Final feliz

Palabras: Lotería, Vacuna, Calidad

-Carne de vitela de primeira calidade!  Temos de oferta carne de vitela de primeira calidade!

Esa fue la primera vez que escuché la voz de Juanita. Me sorprendió que alguien nacido a pocos kilómetros al norte de Lima pudiese hablar tan bien en gallego con ese acento propio del Salnés. Yo no estaba muy motivado para entrevistarla, así que me tomé mi tiempo. Observé a lo lejos como atendía a los clientes mientras me mensajeaba con mi amigo Toño. Las gemelas nos habían tenido en vela a mi mujer y a mí durante toda la noche, y habíamos tenido una fuerte discusión matutina. Ni siquiera mis ojeras sabían si estaban de paseo por mi cara por sueño o por cansancio.

Me desahogué con Toño, contándole todo sobre la larga noche, la bronca con la parienta y la desilusión sobre la entrevista. No voy a mentir, no me entusiasmaba haber estudiado cuatro años de carrera de Periodismo para acabar haciendo un reportaje sobre una carnicera a la que le había tocado la lotería. Nunca me habría imaginado que esa señora me haría ver el mundo de una manera completamente distinta.

No, en ese momento solo estaba cagándome en todo por verme reducido a ese trabajo en un periódico de pueblo. Mientras otros cubrían el atentado de Madrid, los conflictos en Australia o aquella misteriosa mujer inglesa que salvaba vidas todas las semanas, a mí me tocaba esperar a que A Juanita despachase toda la mercancía.

-Carne de vitela de primeira calidade!  Temos de oferta carne de vitela de primeira calidade!

En parte no podía evitar sorprenderme cada vez que oía esos cánticos. No es que conozca a muchos millonarios, pero no creo que ninguno de ellos suela gritar algo ni remotamente parecido. Aunque sus palabras resonaban en mi cabeza, yo seguía sin hacerle mucho caso. Seguía pendiente de mi conversación con Toño, de otra con mi señora, que llevaba toda la mañana pateando farmacias en busca de la vacuna para la meningitis B para nuestras niñas, y de otra sobre los preparatorios para el cumpleaños de una amiga de la infancia. Sí, aunque mis oídos estaban pendientes de ese acento peruano del Grove, mis ojos seguían pendidos en la pequeña pantalla de mi móvil. Quizás por eso tardé demasiado en darme cuenta de que mis oídos habían dejado de escuchar esa oferta de carne de primera calidad.

En cuanto lo hice, debería haber reaccionado a toda velocidad, pero no voy a mentir tampoco. Me dirigí perezosamente al puesto de la carnicera, dónde Juanita y su joven ayudante recogían el producto y lo guardaban para el turno de tarde. En cuanto me acerqué, el ruborizado chaval adivinó inmediatamente a qué iba, y susurró algo al oído de su jefa. La mujer me miró de arriba abajo, me sonrió como si me conociese de toda la vida, y se acercó. En ese momento ya fui consciente de que esa mujer era especial. Sólo con esa mirada y esa sonrisa me había transmitido… No sé explicarlo.

Cuando entrevisto a alguien, siempre tengo miedo a sentirme vulnerable, a que se giren las tornas y sea yo quien acabe siendo el entrevistado. Siempre me pasa, tanto la vez que entrevisté a la ministra de Defensa como cuándo me tocó hablar con el niño que había ganado un concurso de dibujo en su colegio. Por lo tanto, antes de cada una, levanto una muralla de ladrillos amasados con indiferencia sobre mi corazón, una muralla que recubro una y otra vez para que nadie la derribe. Pero con Juanita… Simplemente no sentí la necesidad.

Enseguida comprobé por qué no hacía falta. Hablar con ella era tan fácil. Era como estar en casa, como estar con mi mujer o mis amigos tras un día duro de trabajo, como ir a ver a mi abuela en semana santa y dejarme sumergir por sus historias. Juanita me pidió por favor que no reprodujese sus palabras al pie de la letra. Dijo que sabía que hablaba de una forma muy coloquial, y le daba vergüenza que sus amigas se riesen de ella. Tras decir esto se rió, y me hizo reír a mí también. Todavía no tengo claro si lo dijo en serio o no, pero por si acaso, mantendré la promesa.

En apenas unos minutos ya había hecho todas mis preguntas. Tampoco es que fuese una lista muy larga, todo hay que decirlo. Pero la conversación se alargó mucho, mucho más, y yo apenas me di cuenta en el momento. En cierto sentido, Juanita me recordaba a Odèle, mi mujer. Ella también había venido desde otro país, y hacía años que era más ourensana que marsellesa.

Vale, su tímido acento francés no había desaparecido de manera tan evidente como el de la mujer que tenía ante mí, pero no es a eso a lo que me refiero. Dejadlo, es difícil de explicar. Lo resumiré en que no era solamente su forma de adaptarse a una nueva tierra lo que me recordaba a Odèle, sino también esas sonrisas, esos gestos, esa retranca, que me hacían sentir cómodo y seguro hablando con ella.

Sus respuestas me habrían sorprendido en cualquier otra persona, pero por algún motivo, no en ella. No sé, podía sentir que le venían como anillo al dedo. Lo primero que hizo cuando ganó la lotería fue invitar a una cena a toda su familia. No hizo ningún derroche, tampoco invirtió en bolsa. No dejó la carnicería ni un solo día, no se compró ropa nueva, no visitó ninguna ciudad.

No malcrió a sus sobrinos, tampoco a sus nietos. Mandó un poco de dinero a su hermana mayor en Perú, y también tapó algunos agujeros, eso sí. Tan normal, tan tediosamente normal. Y a la vez tan perfecto. No sé qué más decir. No me sorprendió hasta que ya habían pasado horas de la entrevista, hasta que le comentaba mi día a Odéle, iluminados por la pequeña pantalla del televisor.

Pero no puedo acabar la historia aquí, no, sería una injusticia que lo hiciese. Juanita me pidió encarecidamente que no contase esto, y aunque su anterior petición la cumplí, no me arrepiento nada de incumplir esta. El caso es que estábamos hablando de su negocio, cuando la voz de Regina Spektor me recordó desde mi móvil que era hora de la inyección de insulina del mediodía. Por muy cómodo que estuviese con Juanita, me parecía inapropiado pincharme el vientre delante de ella, así que me disculpé y me fui al baño de la cafetería en la que estábamos tomando unas cañas.

Cuando regresé a mi mesa, fui sorprendido porque la mujer había encargado una empanadilla de atún. Antes de que pudiese ponerme colorado siquiera e intentar rechazar el detalle, ya me había convencido de que no era nada. Sabía que me sentaría bien comer algo tras la inyección, y tenía razón. Había algo en ella que era como estar en casa, y no pude negarme.

Pero eso no es lo que quería contar, me fui un poco por las ramas. De alguna manera, lo que siempre temí, sucedió con Juanita. Y no me importó. La entrevista se dio la vuelta, ella se acabó convirtiendo en la periodista, y yo en el entrevistado. Y repito, contra todo pronóstico, no me importó. No sé si es porque era ella, o si porque realmente le tenía un miedo infundado a esa situación. Me decanto más por lo primero.

Le acabé contando mi vida. Bueno, no fue un monólogo de mi parte, ni tampoco un interrogatorio. Pero al igual que hace un amigo cuando sabe que te pasa algo, consiguió sacar mis inquietudes al exterior contando lo justo sobre sí misma. No porque fuese reservada ni nada por el estilo, no. Sino porque se preocupaba por mí. Sí, se preocupaba como una madre por un hombre que acababa de conocer y que apenas un par de horas antes maldecía al mundo por tener que hablar con ella. Deliciosa ironía.

Ahondamos en mis problemas como sólo habría hecho en una noche con mis mejores amigos o en una sesión con una psicóloga. En mis largas noches sin dormir desde que Xiana y Chloé llegaron a mi vida hace apenas unos meses. En mi mala relación con mi padre. En todos esos sueños laborales incumplidos. Y por no hablar de los pequeños problemas, los problemas del día a día. Como lo preocupados que estábamos últimamente Odèle y yo por su hermana pequeña. O como en esas malditas vacunas para la meningitis B que no aparecían por ninguna parte. Tanto Odèle como yo sabíamos que tampoco corría mucha prisa, que nuestras niñas no estaban asumiendo un riesgo muy elevado por tener que esperar más, no. Pero… Solamente queremos lo mejor para ellas, supongo.

De nuevo, me voy por los cerros de Úbeda. Aprovecho para apuntarme que debería buscar el origen de esa expresión. Juanita no se quedó callada tras oír todo esto. Ni tampoco se propuso a arreglarme la vida. No, ella no es así. Me dio su opinión, consejos personales de incalculable valor sentimental que prefiero no contar aquí, pero que los guardaré para siempre. Pero hay una cosa que me dijo, hay algo que… Digamos que necesito compartirlo. En el mundo parece un lugar un poco mejor cuando oyes cosas como esas.

“No existe el final feliz” me dijo. “Es decir, no existe sólo uno. Ni existirá nunca. Nadie llega a un momento de su vida en el que diga, soy plenamente feliz, todo está de la pitimitri. No hay nada que me haya pasado, que me esté pasando ahora, que no haga sino infundirme con felicidad. Es así meu fillo. Pero ah, no todo es tan simple, y sobre todo, tan triste. ¿Sabes por qué? Porque aunque no haya el final feliz, sí que tenemos ante nosotros una infinidad de finales feliz. Es eso a lo que iba. La mayor parte de ellos son pequeños detalles, otros, más grandes, como esas dos chiboliñas que tienes ahora en casa. Ellas son uno de tus finales feliz, tu muchacha otro, el día que aceptes que este trabajo que tienes no está tan mal, otro. Y así, suma y sigue.”

Su discurso sobre los finales felices no se limitó a eso, pero estaba tan ensimismado escuchándola que no pude tomar nota tanto como habría querido. Prefiero no contar el resto, antes que contarlo mal. La cosa es, seguimos hablando un buen rato, no voy a mentir, hasta que nuestras tripas nos avisaron de que era hora de irse a comer.

Y ese día volví a casa, por primera vez, orgulloso de mi trabajo. Vale, quizás no estuviese entrevistando a la presidenta del gobierno tras un intento de asesinato, pero no me arrepentía ya. Puede que A Voz de Valdeorras no estuviese tan mal, después de todo. Me había mandado a O Grove a entrevistar a una carnicera ganadora de la lotería, y me estaba volviendo a casa con algo infinitamente mejor que el depósito vacío. Y aún no sabía lo mejor, lo que unos días después Juanita me pidió que no contase a nadie. De nuevo, lo siento Juanita, pero necesito hacerlo.

Cuando Odèle me llamó al día siguiente, casi gritando de la alegría, sin importarle estar rodeada de sus compañeras de trabajo, yo no me lo creía. Y cuando lo hice, mi subconsciente me hizo pensar que era obra de Juanita. Creo que fue la primera vez que acertó algo en su vida. Habían llamado a Odèle desde una farmacia de Ourense, diciendo que había una reserva a nuestro nombre y que ya les había llegado la vacuna. Llamé a Juanita y sí, me confirmó que fue ella. El dinero puede hacer mucho. Puede conceder muchos finales felices, duela lo que duela oírlo. Y ya que lo tenía, pensaba usarlo para ello.

No sé cómo agradecerlo. Sé que puede parecer una tontería, algo muy material. Pero sí, para mí fue un final feliz. Y sé que para Odèle también. Uno de los muchos que nos quedan, espero. Volví a O Grove poco antes de escribir esto, quería hablar con Juanita, quería darle las gracias en persona.

-Carne de vitela de primeira calidade!  Temos de oferta carne de vitela de primeira calidade!

Cuando oí su voz de nuevo, me di cuenta que no era necesario. Había hablado antes de mi viaje con sus compañeros de trabajo, con otros conocidos, y me habían contado detalles similares que había tenido con ellos. Eso es lo que hacía Juanita con el dinero que había ganado. Regalar pequeños finales felices a todo el que podía. A ella le había tocado la lotería, sí, pero para nosotros, ella era la lotería.

-Carne de vitela de primeira calidade!  Temos de oferta carne de vitela de primeira calidade!

De repente, viéndola sonreír a un niño pequeño que la miraba cogido de la mano de su padre, creo que me di cuenta. Creo que entendí a Juanita, me parece que comprendí por qué hacía lo que hacía. No sé qué fue lo que iluminó mis ideas, y sinceramente, no creo que tenga mayor importancia. Conseguir finales felices a los demás era su final feliz. Estoy seguro. Ese es su secreto, y nuestra lotería.

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"Si vas a inventar algo, que sea un final feliz." 

Aparecen guiños a: Colágeno, Tornillería S.L., A prueba de balas y Mariposas en el estómago. Y si queréis saber que algo sobre los problemas de la hermana de Odèle, leed Los tambores del vértigo.