Temática: Destino
Palabras: Chocolate, Viajar,
Éxito
Era un día como otro cualquiera. Alberte arrastraba los pies
por el camino de tierra le llevaba fuera del pueblo, rumbo a casa. En su mano derecha,
una artesanal cesta se balanceaba adelante y atrás, adelante y atrás. A sus
diez años, había recorrido ese trayecto tantas veces que no podía ni aspirar a
contarlas. Pero no podía estar más contento, hacía meses que la cesta no estaba tan
vacía. Había vendido casi todo el chocolate, y llevaba el doble fondo de la cesta
bien surtido de monedas. Por fin su madre sonreiría al verle.
Al ser ya mediados de noviembre, a pesar de que eran las
siete de la tarde ya era de noche. Así que apuró el paso, no le inspiraba mucha
confianza esa zona a oscuras. Cruzaba un endeble puente de madera sobre un
riachuelo cuando vio una figura agachada en la orilla. Se trataba de una menuda
y encorvada anciana, lavando sus ropas entre suspiros de cansancio. Alberte se
apiadó de ella y se ofreció a ayudarla. La mujer se lo agradeció
encarecidamente, y entre los dos acabaron enseguida. Al terminar, el niño la
vio tan cansada que le dio un par de bombones que le quedaban en la cesta. La anciana,
con los ojos vidriosos por la gratitud mostrada, le acarició el mentón con sus
esqueléticos dedos y susurró:
-Niño, hace años que la gente se encuentra conmigo, y nunca nadie
ha sido amable. Y tú, tú eres especial. Así que te mereces una recompensa.
Espero que sepas valorarla. Has de saber que en el futuro tienes que tener en
cuenta tres cosas, tres cosas importantes que te definirán para siempre. Escúchame
chico, y escúchame bien, porque no pienso repetirlo. No tendrás dinero hasta
que aprendas a perderlo, no serás padre hasta que aprendas a amar, y no conocerás
el éxito hasta que aprendas a reconocerlo y a arriesgarte. Nunca lo olvides niño,
porque este es tu destino, y no lo puedes cambiar.
Y entonces la anciana se desvaneció en la noche, como si nunca
hubiese existido.
Veinte años después, Alberte recordó esas palabras con una
solitaria carcajada mientras limpiaba la caja registradora. Recorrió con una
mirada la tienda, completamente desierta. No le preocupó, ya era casi la hora
de cerrar, lo extraño habría sido que hubiese alguien. Realmente el negocio
tenía más éxito del que se esperaba. Más del que tenía cuando él era el
propietario, por lo menos. No podía evitar sentirse culpable cada vez que pensaba en ello. Su
madre había conseguido pasar de vender chocolates caseros en la cocina de casa
o por medio de la venta ambulante de un niño de diez años, a montar una chocolatería
de primera categoría en el centro de Compostela. Chocolatería Doces e Soños. Bueno,
ahora se llamaba La Aldea de Chocolate. Pura basura en su opinión, vamos. Pero
ya no era el jefe, no podía decir nada. Y la culpa era suya.
Cinco años atrás, un accidente de tráfico se llevó la vida de
sus padres. Su hermana pequeña estaba convirtiéndose en médico en Valencia, así
que le tocó a él hacerse cargo del establecimiento. Solo necesitó un año para
hundirlo en la miseria. Por suerte o por desgracia, el señor Gurruchaga compró el local para que formase parte de su cadena de chocolaterías, y
accedió a que Alberte conservase su puesto de trabajo. Así que sí, se reía
ahora de la predicción de aquella anciana. Esas palabras habían resonado en sus
oídos durante años, pero estaba claro que no eran más que patrañas.
Ya sabía qué era perder dinero, y no veía que hubiese
aparecido más por ninguna parte. Ya sabía qué era el éxito, su madre lo había
tenido. Y él no lo había ni olido. Y había conocido el amor, sí. Lucía, cómo
olvidarla. La misma que había desaparecido de su vida en cuanto un médico le
dijo que no podría tener hijos. Así que ahí estaba, pobre, fracasado y estéril.
Vamos, predicción cumplida tal cual.
Volvió a recordar esas palabras al dejar la maleta sobre la
cama, antes de salir a explorar la ciudad. Parecía que iba a tener dinero sin tener que perderlo, ¿eh, señora? Gurruchaga
lo había transferido a uno de sus establecimientos de Barcelona. Estaría allí
durante unos meses de prueba, y si daba el tipo, lo ascendería para trabajar en
la sede central, en Madrid. Parecía ser que al fin se había percatado de que
había heredado el arte de su madre. Hacía años que no le pasaba algo bueno, ¿podría
ser que su vida estuviese encaminada por fin?
Iba tan ensimismado en sus pensamientos que no se dio cuenta
hasta que era demasiado tarde de que se había perdido. ¿A quién se le ocurría
distraerse de tal manera en una ciudad desconocida? El GPS no funcionaba.
Mierda. A saber dónde estaba. Aun por encima parecía que
nadie sabía decirle como llegar a su calle. Putas grandes ciudades. Se puso a buscar alguna señal con el nombre de su calle, y
entonces sintió como alguien le tiraba de la manga.
-¿Señor, está perdido? ¿Necesita que le ayude? – murmuró una
niñita rubia y regordeta.
Alberte se sonrojó y sonrió. Le dio las gracias, se agachó y le dijo su dirección.
La pequeña no sabía dónde estaba, pero su madre seguramente sí, así que gritó para
llamarla. Avergonzado, le dijo que no era necesario, pero ya era tarde. Una
mujer de su edad se acercó, preocupada, e instintivamente su cuerpo se colocó en un
ademán protector ante su hija. Alberte se disculpó, más azorado todavía, pero la niña le ignoró y
contó a su madre lo que había pasado. Tras intercambiar un par de frases con él, la mujer pareció darse cuenta de que era inofensivo, y se relajó. Ella
era Montse, y la pequeña, Carlota, y estarían encantadas de ayudarle a llegar
hasta casa.
La verdad, no podía haberle ido mejor. No solamente le
acompañaron, sino que después también le hicieron un tour por la zona. Montse
incluso le pasó su número, por si se volvía a perder. De primeras, solamente lo
usó para preguntarle por lugares. Pero poco a poco, las conversaciones se
fueron haciendo más personales. Ya no hablaban de las Ramblas o de la Sagrada
Familia. Alberte le explicaba como hacer unos buenos bombones, Montse como ponía
orden entre sus alumnos. Él le pedía consejo de moda, ella le contaba un chiste.
Él le hablaba de como había perdido a sus padres, ella de como había criado a su hija
sola. Los dos consolaban lágrimas que no veían, reían gracias que no
escuchaban. Se convirtieron primero en amigos, y luego en algo más.
Alberte tardó casi un mes en dar el paso. Un paso del que nunca se
arrepentiría. En un principio sólo habían quedado para que le enseñase el
centro, pero en su cabeza era una cita en toda regla. Un discreto beso de
despedida lo confirmó. Las excusas para verse se convirtieron en rutina, y la
rutina en necesidad. No hacía falta inventarse motivos ya, querían verse y punto.
Pasaban los meses, y la relación de dos se convirtió en una de tres. Alberte se
quedaba en casa de Montse, y allí estaba Carlota. Esa niña que, sin saberlo, con
un gesto de amabilidad había encendido una chispa. Una chispa que ahora no se
quería extinguir.
El chocolatero había pasado años intentando ocultar su amor
por los críos, desde que había recibido aquella noticia que propiciara la
marcha de Lucía. Pero con ella era imposible. La incomodidad al hablar con
ella, al no saber qué decirle como hombre que tenía sexo con su madre, no tardó
en desaparecer. Carlota lo hacía fácil. Él le leía cuentos, le enseñaba a preparar
el chocolate que tanto le gustaba, la arropaba por las noches. Ella le premiaba
con inocentes besos en la mejilla, con ilusión por cada cosa nueva aprendida,
con sonrisas, con mejillas enrojecidas. “No serás padre hasta que aprendas a
amar”. Quizás la anciana no había estado tan equivocada al fin y al cabo.
Había pasado más de un año desde aquel perezoso viaje a
Barcelona cuando por fin Gurruchaga le llamó. Estaban todos de acuerdo en la
empresa, había demostrado ser más que válido para ir a Madrid. Alberte no dudó.
Sabía las consecuencias, pero no le importaban ya. Podía estar arriesgándose
completamente, no sabía qué iba a pasar con ellas. Pero quería hacerlo.
Necesitaba hacerlo. Estaba preparado para perder si con ello podía soñar con
ganar de verdad.
A esa decisión le siguieron días de envío de currículums, de
dejarse los ojos leyendo ofertas en periódicos, de vueltas y más vueltas en busca
de un trabajo. Pero nada. Era un experto en chocolates, no sabía mucho más.
Hasta que, un buen día, de nuevo fue Carlota el ángel caído del cielo que
necesitaba. Acababan de salir del cine, comentando la película, y fue la única
que se fijó en aquella colorida y abandonada fachada. Alberte se acercó. Una vieja chocolatería con un cartel de "SE VENDE". Cruzó una mirada con Montse. Ella
asintió. Era hora de arriesgarse otra vez. Como le habían dicho una vez: “no
tendrás dinero hasta que aprendas a perderlo”. Quizás esta era la buena.
Meses después, la nueva Doces e Soños estaba a rebosar de
clientes. Era un sábado a hora punta, y Montse y Carlota se habían ofrecido a
ayudarle. Por fin lo había entendido. Le había costado unos veinte años, pero
lo entendía. La clave del éxito no se encontraba en el poder o el dinero. Tampoco en ser famoso, reconocido, ni deseado. El éxito en la vida consistía,
simplemente, en ser feliz. Y esas manos manchadas de chocolate, la clientela que
llegaba hasta el otro lado de la acera, la risa de Carlota, la mano de Montse
acariciándole la cintura... Si eso no era felicidad, que le fulminase un rayo allí mismo.
“No conocerás el éxito hasta que aprendas a reconocerlo y a
arriesgarte”. Gracias señora. Tenía usted razón. Había perdido, había amado y
se había arriesgado. Y no podía irle mejor.
**************************************************************
Feliz cumpleaños Tifa ;)
Jorge Luis Borges
Mundo, hormiga, álbum, hamburguesa, amor
ResponderEliminarA ver que haces con estas 5 jajaja
Te quiere tu amiga belerda jaja
Dedo, yogur, carpeta, esmoquin y pestillo
ResponderEliminarSaludos
Ruben