miércoles, 9 de diciembre de 2015

La clave del éxito

Temática: Destino

Palabras: Chocolate, Viajar, Éxito

Era un día como otro cualquiera. Alberte arrastraba los pies por el camino de tierra le llevaba fuera del pueblo, rumbo a casa. En su mano derecha, una artesanal cesta se balanceaba adelante y atrás, adelante y atrás. A sus diez años, había recorrido ese trayecto tantas veces que no podía ni aspirar a contarlas. Pero no podía estar más contento, hacía meses que la cesta no estaba tan vacía. Había vendido casi todo el chocolate, y llevaba el doble fondo de la cesta bien surtido de monedas. Por fin su madre sonreiría al verle.

Al ser ya mediados de noviembre, a pesar de que eran las siete de la tarde ya era de noche. Así que apuró el paso, no le inspiraba mucha confianza esa zona a oscuras. Cruzaba un endeble puente de madera sobre un riachuelo cuando vio una figura agachada en la orilla. Se trataba de una menuda y encorvada anciana, lavando sus ropas entre suspiros de cansancio. Alberte se apiadó de ella y se ofreció a ayudarla. La mujer se lo agradeció encarecidamente, y entre los dos acabaron enseguida. Al terminar, el niño la vio tan cansada que le dio un par de bombones que le quedaban en la cesta. La anciana, con los ojos vidriosos por la gratitud mostrada, le acarició el mentón con sus esqueléticos dedos y susurró:

-Niño, hace años que la gente se encuentra conmigo, y nunca nadie ha sido amable. Y tú, tú eres especial. Así que te mereces una recompensa. Espero que sepas valorarla. Has de saber que en el futuro tienes que tener en cuenta tres cosas, tres cosas importantes que te definirán para siempre. Escúchame chico, y escúchame bien, porque no pienso repetirlo. No tendrás dinero hasta que aprendas a perderlo, no serás padre hasta que aprendas a amar, y no conocerás el éxito hasta que aprendas a reconocerlo y a arriesgarte. Nunca lo olvides niño, porque este es tu destino, y no lo puedes cambiar.

Y entonces la anciana se desvaneció en la noche, como si nunca hubiese existido.

Veinte años después, Alberte recordó esas palabras con una solitaria carcajada mientras limpiaba la caja registradora. Recorrió con una mirada la tienda, completamente desierta. No le preocupó, ya era casi la hora de cerrar, lo extraño habría sido que hubiese alguien. Realmente el negocio tenía más éxito del que se esperaba. Más del que tenía cuando él era el propietario, por lo menos. No podía evitar sentirse culpable cada vez que pensaba en ello. Su madre había conseguido pasar de vender chocolates caseros en la cocina de casa o por medio de la venta ambulante de un niño de diez años, a montar una chocolatería de primera categoría en el centro de Compostela. Chocolatería Doces e Soños. Bueno, ahora se llamaba La Aldea de Chocolate. Pura basura en su opinión, vamos. Pero ya no era el jefe, no podía decir nada. Y la culpa era suya.

Cinco años atrás, un accidente de tráfico se llevó la vida de sus padres. Su hermana pequeña estaba convirtiéndose en médico en Valencia, así que le tocó a él hacerse cargo del establecimiento. Solo necesitó un año para hundirlo en la miseria. Por suerte o por desgracia, el señor Gurruchaga compró el local para que formase parte de su cadena de chocolaterías, y accedió a que Alberte conservase su puesto de trabajo. Así que sí, se reía ahora de la predicción de aquella anciana. Esas palabras habían resonado en sus oídos durante años, pero estaba claro que no eran más que patrañas.

Ya sabía qué era perder dinero, y no veía que hubiese aparecido más por ninguna parte. Ya sabía qué era el éxito, su madre lo había tenido. Y él no lo había ni olido. Y había conocido el amor, sí. Lucía, cómo olvidarla. La misma que había desaparecido de su vida en cuanto un médico le dijo que no podría tener hijos. Así que ahí estaba, pobre, fracasado y estéril. Vamos, predicción cumplida tal cual. 

Volvió a recordar esas palabras al dejar la maleta sobre la cama, antes de salir a explorar la ciudad. Parecía que iba a tener dinero sin tener que perderlo, ¿eh, señora? Gurruchaga lo había transferido a uno de sus establecimientos de Barcelona. Estaría allí durante unos meses de prueba, y si daba el tipo, lo ascendería para trabajar en la sede central, en Madrid. Parecía ser que al fin se había percatado de que había heredado el arte de su madre. Hacía años que no le pasaba algo bueno, ¿podría ser que su vida estuviese encaminada por fin?

Iba tan ensimismado en sus pensamientos que no se dio cuenta hasta que era demasiado tarde de que se había perdido. ¿A quién se le ocurría distraerse de tal manera en una ciudad desconocida? El GPS no funcionaba. Mierda. A saber dónde estaba. Aun por encima parecía que nadie sabía decirle como llegar a su calle. Putas grandes ciudades. Se puso a buscar alguna señal con el nombre de su calle, y entonces  sintió como alguien le tiraba de la manga.

-¿Señor, está perdido? ¿Necesita que le ayude? – murmuró una niñita rubia y regordeta.

Alberte se sonrojó y sonrió. Le dio las gracias, se agachó y le dijo su dirección. La pequeña no sabía dónde estaba, pero su madre seguramente sí, así que gritó para llamarla. Avergonzado, le dijo que no era necesario, pero ya era tarde. Una mujer de su edad se acercó, preocupada, e instintivamente su cuerpo se colocó en un ademán protector ante su hija. Alberte se disculpó, más azorado todavía, pero la niña le ignoró y contó a su madre lo que había pasado. Tras intercambiar un par de frases con él, la mujer pareció darse cuenta de que era inofensivo, y se relajó. Ella era Montse, y la pequeña, Carlota, y estarían encantadas de ayudarle a llegar hasta casa.

La verdad, no podía haberle ido mejor. No solamente le acompañaron, sino que después también le hicieron un tour por la zona. Montse incluso le pasó su número, por si se volvía a perder. De primeras, solamente lo usó para preguntarle por lugares. Pero poco a poco, las conversaciones se fueron haciendo más personales. Ya no hablaban de las Ramblas o de la Sagrada Familia. Alberte le explicaba como hacer unos buenos bombones, Montse como ponía orden entre sus alumnos. Él le pedía consejo de moda, ella le contaba un chiste. Él le hablaba de como había perdido a sus padres, ella de como había criado a su hija sola. Los dos consolaban lágrimas que no veían, reían gracias que no escuchaban. Se convirtieron primero en amigos, y luego en algo más.

Alberte tardó casi un mes en dar el paso. Un paso del que nunca se arrepentiría. En un principio sólo habían quedado para que le enseñase el centro, pero en su cabeza era una cita en toda regla. Un discreto beso de despedida lo confirmó. Las excusas para verse se convirtieron en rutina, y la rutina en necesidad. No hacía falta inventarse motivos ya, querían verse y punto. Pasaban los meses, y la relación de dos se convirtió en una de tres. Alberte se quedaba en casa de Montse, y allí estaba Carlota. Esa niña que, sin saberlo, con un gesto de amabilidad había encendido una chispa. Una chispa que ahora no se quería extinguir.

El chocolatero había pasado años intentando ocultar su amor por los críos, desde que había recibido aquella noticia que propiciara la marcha de Lucía. Pero con ella era imposible. La incomodidad al hablar con ella, al no saber qué decirle como hombre que tenía sexo con su madre, no tardó en desaparecer. Carlota lo hacía fácil. Él le leía cuentos, le enseñaba a preparar el chocolate que tanto le gustaba, la arropaba por las noches. Ella le premiaba con inocentes besos en la mejilla, con ilusión por cada cosa nueva aprendida, con sonrisas, con mejillas enrojecidas. “No serás padre hasta que aprendas a amar”. Quizás la anciana no había estado tan equivocada al fin y al cabo.

Había pasado más de un año desde aquel perezoso viaje a Barcelona cuando por fin Gurruchaga le llamó. Estaban todos de acuerdo en la empresa, había demostrado ser más que válido para ir a Madrid. Alberte no dudó. Sabía las consecuencias, pero no le importaban ya. Podía estar arriesgándose completamente, no sabía qué iba a pasar con ellas. Pero quería hacerlo. Necesitaba hacerlo. Estaba preparado para perder si con ello podía soñar con ganar de verdad.

A esa decisión le siguieron días de envío de currículums, de dejarse los ojos leyendo ofertas en periódicos, de vueltas y más vueltas en busca de un trabajo. Pero nada. Era un experto en chocolates, no sabía mucho más. Hasta que, un buen día, de nuevo fue Carlota el ángel caído del cielo que necesitaba. Acababan de salir del cine, comentando la película, y fue la única que se fijó en aquella colorida y abandonada fachada. Alberte se acercó. Una vieja chocolatería con un cartel de "SE VENDE". Cruzó una mirada con Montse. Ella asintió. Era hora de arriesgarse otra vez. Como le habían dicho una vez: “no tendrás dinero hasta que aprendas a perderlo”. Quizás esta era la buena.

Meses después, la nueva Doces e Soños estaba a rebosar de clientes. Era un sábado a hora punta, y Montse y Carlota se habían ofrecido a ayudarle. Por fin lo había entendido. Le había costado unos veinte años, pero lo entendía. La clave del éxito no se encontraba en el poder o el dinero. Tampoco en ser famoso, reconocido, ni deseado. El éxito en la vida consistía, simplemente, en ser feliz. Y esas manos manchadas de chocolate, la clientela que llegaba hasta el otro lado de la acera, la risa de Carlota, la mano de Montse acariciándole la cintura... Si eso no era felicidad, que le fulminase un rayo allí mismo. “No conocerás el éxito hasta que aprendas a reconocerlo y a arriesgarte”. Gracias señora. Tenía usted razón. Había perdido, había amado y se había arriesgado. Y no podía irle mejor.

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Feliz cumpleaños Tifa ;) 

"He cometido el peor de los pecados: no he sido feliz." 
Jorge Luis Borges

2 comentarios:

  1. Mundo, hormiga, álbum, hamburguesa, amor
    A ver que haces con estas 5 jajaja

    Te quiere tu amiga belerda jaja

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  2. Dedo, yogur, carpeta, esmoquin y pestillo
    Saludos
    Ruben

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