martes, 1 de marzo de 2016

A prueba de balas

Palabras: Oculto, Apocalipsis, Supervivencia, Ruinas, Salvación

Cuando Eve Drumont era una niña pequeña, solía jugar con las muñecas que confeccionaba su madre adoptiva en sus ratos libres. Le encantaba vestirlas, peinarlas, pasearlas por toda la casa. Había algo en esa promesa de tratarlas con sumo cuidado que le hacía sentirse importante, como si fuese la única persona lo suficientemente delicada como para que se le permitiese usarlas.

Ahora, con más de veinte años a sus espaldas, apenas era capaz de recordar esa sensación. Sobre todo en momentos como este, cuando podía notar con se rompían los huesos del puño que golpeaba su estómago. Su piel podía ser más densa y resistente que un muro de piedra, pero seguía teniendo un sistema nervioso que no le permitía olvidar qué era el dolor. Aun así, estaba tan acostumbrada a ello que apenas necesitó unos segundos para recuperar el aliento y que la suela de su bota besase la cara del atacante.

Eve se giró rápidamente, pero no tanto como para evitar que la hoja de la navaja del otro atracador se doblase al intentar hundirse en su carne. Aprovechando el estupor de éste, le rompió la nariz de un codazo y, con una entrenada floritura, se colocó tras él, lo inmovilizó, cogió las esposas que llevaba enganchadas en el cinturón y ató una a una de sus muñecas y la otra a la metálica barandilla que separaba la acera de la carretera.

Escuchó entonces un grito proveniente de la mujer que acababa de rescatar de ser robada, y corrió hacia ella pensando que el otro ladrón había ido a por ella. Pero no, la anciana solo la estaba alertando de la huida del malhechor. Un superhéroe de los del cine habría ido corriendo tras él, o incluso volando, y lo habría detenido. Pero Eve no lo era. Así que se limitó a mirar a la mujer, sentada en el suelo, abrazando su bolso mientras la lágrimas manaban bajo el amparo de las lentes de sus gafas, y le indicó que debería llamar a la policía.

La anciana necesitó que se lo repitiese un par de veces para reaccionar. Sus sentidos no daban para mucho, para ellos solo existía la intimidación causada por esa esbelta joven enfundada en cuero negro, cuya identidad ocultaba con un antifaz. Esa indómita figura de larga cabellera negra que acababa de salvar lo poco que tenía, quizás hasta la vida. Logró marcar el número de emergencias con unos dedos temblorosos, y tartamudear una petición de ayuda. En cuanto colgó la llamada, cerró los ojos, suspiró y se dispuso a dar las gracias a su heroína, pero ésta ya se había desvanecido en la noche.

Minutos después, en un pequeño y húmedo cuarto de baño de un desvencijado apartamento del Londres más profundo, esa misma heroína se encontraba arrodillada sobre el retrete, vomitando entre gemidos lastimeros. Hacía tiempo que no le golpeaban muy fuerte, y la pelea de esa noche no había consistido precisamente en una barra libre de caricias. ¿Qué sentido tenía poseer una piel indestructible si no podía evitar el dolor?

Eve se incorporó con cuidado, temblorosa, y se secó las lágrimas mientras tiraba de la cisterna. Poco a poco se acercó al espejo, se quitó la cazadora de cuero y levantó la camiseta negra. Como siempre, ni una sola marca que correspondiese al daño que le habían hecho. Se quitó el antifaz y la peluca negra, y se lavó la cara una y otra vez tras enjuagarse la boca para librarse de ese dichoso regusto a bilis.

Se miró al espejo, y unos ojos castaños inyectados en sangre y a punto de ser ocultados por un largo flequillo pajizo le devolvieron una mirada inmensamente cansada. Cada vez que veía esos ojos recordaba a su familia. Siempre habían sido el recordatorio de que no pertenecía a ella de verdad. Decenas de fotos con cuatro pares de ojos verdes rodeando los suyos, haciéndolos destacar, haciendo evidente que no era como ellos. Nunca le habían ocultado que había sido adoptada, y nunca la habían tratado como si no fuese una hija o una hermana de segunda categoría, no. Todo lo contrario. Pero sus ojos no podían evitar ser castaños, no podían evitar ser distintos y recordárselo cada día.

A pesar de todo, era consciente que todos sus problemas por el color de sus ojos no eran más que tonterías empolladas en el mismo huevo que la edad del pavo. En un año, quizás dos, se le habría pasado, y se habría dado cuenta de que no era más que una gilipollez, que era una más de la familia y que siempre lo había sido. Pero no tuvo la oportunidad. Y es que sus ojos no eran el único recordatorio de que no era una más, de que era distinta. Para ello contaba también con una piel a prueba de balas.

No siempre había sido así. Recordaba haber tenido heridas de pequeña, despellejarse las rodillas jugando en la arena del parque, cortarse con hojas de papel, decenas de moretones jugando al baloncesto, los arañazos en la espalda de un primer novio hecho un manojo de nervios. No, su infancia y su adolescencia habían sido completamente normales. Dentro de lo que cabe, al menos. Pero todo había cambiado poco después de cumplir los dieciocho años.

Era pensar en aquella noche, y el calor y el sufrimiento se extendían desde lo más recóndito de sus pensamientos, alimentándose de los otros recuerdos como aquel incendio lo había hecho del oxígeno. Oliver, su hermano mayor, había salido con sus amigos, así que solo quedaban en casa ella, sus padres y el pequeño Casey, que de aquellas apenas tenía unos catorce años. Eve nunca supo cómo empezó el fuego. Se había despertado escuchando los gritos de su hermano menor, y entonces había visto el humo colándose por debajo de la puerta de su habitación. A partir de ahí, todo era borroso, confuso e increíblemente doloroso.

Columnas de fuego la rodeaban, y el humo le impedía respirar con normalidad. Podía vislumbrar a sus padres al otro lado de las llamas, gritando de terror y ordenándole que corriese, pero se había quedado inmóvil. Tampoco era que tuviese forma de escapar. Sintió como el humo intentaba conquistar sus pulmones, como todo se iba volviendo negro y más negro en sus ojos, como el calor se apoderaba de ella, como el fuego se prendía en su ropa… El dolor… Nunca nada le había dolido tanto. Había gritado, había sabido que iba a morir, y no quería, era demasiado joven, era…

Había llegado un punto que había dejado de sentir nada. Lo siguiente que recordaba era despertarse con la luz solar dándole de lleno en los ojos, y lo que le costó asimilar lo que estaba pasando. Guardaba la imagen del bombero boquiabierto al encontrársela desnuda, sin pelo y cubierta de ceniza, pero físicamente ilesa. No tenía una sola quemadura, un solo rasguño, ni una sola marca que reflejase que el apocalipsis bíblico se había paseado por su casa. La habían ayudado a levantarse y la habían llevado a una camilla, pero los paramédicos no habían sabido que hacer. Nunca se habían encontrado con algo así.

Oliver estaba allí, abrazado por su novia, mirando fijamente a las ruinas que apenas horas antes era su hogar. Los dos estaban llorando, y parecía que lo habían hecho durante horas. Y solo con verlos supo que no era simplemente por ella. Ni Casey ni sus padres habían logrado salir con vida, solo ella había sobrevivido a las llamas, solo ella había tenido la oportunidad de superar esa escena dantesca en la que se había convertido su vida.

Eve se había zafado de los aun estupefactos paramédicos y bomberos para reunirse con su hermano. Era el único que podría acompañarla en su dolor, el único que podía entender todo lo que pasaba por su cabeza en ese momento. Pero todo lo que hizo fue gritarle. ¿Por qué ella había sobrevivido y ellos no? Todo era culpa suya. ¿Cómo un ser humano podía estar perfectamente después de haber sido quemado en vida? Habían adoptado a un monstruo, un monstruo que había llevado la desgracia a la familia. Y entonces Eve hizo lo único que un monstruo adolescente asustado podía hacer en una situación como esa. Huir. Escapar lo más lejos posible de las ruinas que habían sido su hogar, del joven del alma destrozada que había sido su hermano.

Y allí estaba ahora, en un piso de mierda que poco tenía que envidiar a aquellas ruinas postapocalípticas, y sola. Completa y terriblemente sola. Acompañada únicamente por esa piel dura como el diamante que la había salvado de la muerte y, al mismo tiempo, le recordaba que nunca había formado parte de la familia que había perdido, que era distinta a ellos y a todos, que era un monstruo que solamente salvaba a personas en peligro para tener una excusa para no quitarse la vida.

El día siguiente amaneció con un titular. “Salvation strikes back”. Salvation. Así la había bautizado la prensa londinense un par de años atrás, en una de las primeras ocasiones que su nombre salía en las noticias. La gente a la que rescataba no era capaz de asegurar si la mujer era una experta en artes marciales o si tenía asombrosos poderes, solo lograban ponerse de acuerdo en una cosa. Era su salvadora.

A Eve le hacía gracia ese nombre. Le recordaba a los alias de los que hacían gala los superhéroes de los cómics que leía de pequeña. Quizás entre las páginas de papel una piel sobrehumana, un trágico pasado y unas cuantas clases de judo y de krav maga convertían a una chica asustada en una altruista e invencible superheroína. Pero en la vida real no era así. Simplemente era una chica que había detenido a un par de decenas de ladrones, violadores y agresores, pero no por el bien común, sino por sí misma, por tener algo por lo que vivir.

Esa noche empezó como otra cualquiera. Bueno, quizás acudió a su ronda nocturna con más entusiasmo, como cada vez que veía noticias con su nombre. Al fin y al cabo, salvar a una persona alegraba a cualquiera, por muy traumática que fuese su vida. Pero enseguida fue consciente de que esa noche cambiaría su vida para siempre. Porque nada más torcer la primera calle, estaba allí. Hacía años que no lo veía, pero reconocería perfectamente a su hermano en cualquier momento. Era él, Oliver.

Eve se sobresaltó, pero intentó parecer impasible. Era de noche y llevaba un antifaz y una peluca. Parecía tanto una superheroína como una prostituta, pero para nada esa delicada adolescente rubia que él recordaba. Le daba igual que la reconociese como Salvation, pero no podía saber que era ella. Pronto fue consciente de que no tenía sentido ocultarse. Oliver corrió a sus brazos, la apretó con fuerza y se disculpó. Sabía que era ella, lo había sabido desde la primera noticia encontrada en las profundidades del periódico, y la había estado buscando desde entonces. Por favor, tenía que perdonarle. Y lo más importante, por favor, no podía dejarle solo otra vez.

Cuando Eve Drumont era una niña pequeña, solía jugar con las muñecas que confeccionaba su madre adoptiva en sus ratos libres. Su hermano Oliver acostumbraba a meterse con ella, algo tan fácil de romper no podía ser un juguete. Un día había querido demostrárselo, y una de ellas había acabado hecha añicos. Oliver prometió culpar a su hermana, no quería líos, y cualquiera le creería, era ella quien se pasaba el día con las frágiles muñecas.

Eve había llorado y llorado. Si su madre se enteraba no le dejaría jugar con ellas nunca más. Pero aun así, mientras ella le gritaba enfurecida no había dicho nada. Había mirado al suelo y se había callado. Y entonces había llegado Oliver, había contado la verdad, y había recibido un castigo aún mayor. Cuando Eve se acercó a él para preguntarle por qué había cambiado de idea, él se había limitado a echarle la lengua, hacer una mueca y a marcharse corriendo. Hermanos, así es como funciona la sangre, incluso cuando no es la misma. 

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"Ningún amigo como un hermano, ningún enemigo como un hermano." 
Proverbio indio

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