miércoles, 28 de diciembre de 2016

27 de marzo de 2023

Temática: Política

Palabras: Poder, Tener, Querer

Nunca había visto a tal cantidad de gente junta. La ciudad entera debía de estar allí, todo Zanzíbar. Y no era para menos, la verdad. Estaban tan apiñados, que Rehema apenas podía moverse, apenas podía ver las pantallas gigantes que habían colgado en el viejo fuerte. Gritos, risas, lloros, piel, sudor, e incluso sangre, la rodeaban por doquier y asfixibian sus sentidos. Pero no le importaba. Nada le preocupaba mientras sintiese a Haroub agarrado a su mano derecha y a Hawa a su brazo izquierdo. Porque lo que estaba pasando allí era más importante que ella, más importante que todos. Porque todos los que estaban reunidos allí, de una u otra manera, lo habían conseguido, habían conseguido cambiar el rumbo de la historia. Y estaban allí para celebrarlo.

Ni siquiera habían encendido las pantallas, y Rehema ya notaba como las lágrimas intentaban abrirse camino. Usó el velo para taparse un poco más, le daba vergüenza que la viesen así. Además, si no la reconocía nadie, mejor que mejor. Sintió como apretaban su brazo izquierdo y miró a su hija. Estaba nerviosa, pero serena al mismo tiempo. No estaba gritando ni hablando como el resto de la gente que las rodeaba, sino que simplemente miraba fijamente hacia delante. Solo tenía quince años, pero se notaba que era completamente consciente de la importancia de ese día. 27 de marzo de 2023, un día que pronto ocuparía su lugar en los libros de historia tanzanos.

Rehema suspiró. Ojalá estuviesen todos sus niños allí, con ella y Haroub. Pero las gemelas eran demasiado pequeñas y estaban mejor con su abuela, Neema lo estaría viendo con sus compañeros desde Dar es Salaam, y Khamis seguramente con su esposa, desde Koani. La pantalla se encendió de repente, y Rehema dio un respingo cuando se hizo el silencio de inmediato. Las miles de personas que se encontraban allí reunidas entendían la importancia de lo que iba a pasar, y ninguna dijo ni una palabra en cuanto aparecieron la secretaria general de la ONU y el presidente de Tanzania en pantalla.

 Rehema apretó con fuerza la mano de Haroub, y él le devolvió el gesto. Hacía unos pocos años, cuando había llegado a los cincuenta, que se había resignado a vivir esa emoción, a morir antes de que esta noticia circulase por el mundo. Pero no había sido así. Lo había vivido, y de hecho, había puesto su granito de arena. Pero no era el momento de estar orgullosa de si misma, sino de estar orgullosa de todos los millones de personas que lo habían hecho posible. Y sobre todo, era el momento de prestar atención a lo que tenía delante.

Tuvieron que aguantar soporíferos discursos durante más de una hora tanto de políticos patrios como de todas partes del mundo, en los que hablaban mucho pero sin decir nada. La gente se estaba empezando a impacientar, y ya se oían murmullos e incluso algunas discusiones. Rehema ya no era una jovenzuela como para aguantar con tanta compostura como Hawa durante tanto tiempo de pie, y pudo notar que Haroub tampoco. Pero aun así no se movieron. Ni ellos, ni nadie. Porque por fin, la secretaria de la ONU volvió a dar un paso al frente. Lo dijo en inglés, pero como el resto de los discursos, unas blancas letras en swahili se encargaron de traducirlo todo. Y el corazón de Rehema dio un vuelco, las lágrimas por fin encontraron su camino hacia la libertad, y el viejo fuerte de Zanzíbar se inundó de gritos, risas y bailes. 

Porque por fin lo habían conseguido. Después de sesenta años de historia, por fin el mundo quitaba la etiqueta que había adornado Tanzania durante demasiado tiempo. "Parcialmente libre" había sido la definición de la política en Tanzania desde que Rehema había empezado su recorrido por ese mundillo. Pero ya nunca más. Años de duro trabajo y dedicación, de luchas, juegos de estrategia y dialéctica, y hasta muertes, habían llegado a su fin, porque por fin lo habían dicho, ya era oficial. Tanzania era un país libre con todas las de la ley, nunca mejor dicho. Puede que el resto del mundo que se llama a si mismo civilizado se estuviese yendo al garete, con Rusia intentando controlar Oriente Medio, la construcción del muro de Trump y la otrora pacífica Australia ahora dividida por la guerra. Pero eso en Tanzania no importaba, porque ahora era su momento de ser grandes, o por lo menos, ser felices. Porque ese 27 de marzo de 2023 lo había cambiado todo para ellos. 

Al día siguiente, nada más llegar a su puesto en la Casa de Representates de Zanzíbar, Rehema fue consciente de que no todo el mundo estaba tan contento como ella. No es que no lo comprendiese. Su partido se había encargado de llevar a Tanzania a la libertad durante estos últimos años, y lo habían conseguido. Y entonces, apenas un mes antes del anuncio oficial, habían perdido las elecciones. Había sido por un estrecho margen, pero había sido una derrota igualmente. Oyó a dos de sus jóvenes compañeros de bancada quejarse, hablar de que no deberían haber hecho nada, que estarían mejor con el país como estaba. Rehema lo achacó a la impotencia del momento, y lo entendió. Aunque ellos siguiesen gobernando en la isla, a nivel nacional el país había decidido que no debían seguir liderándolo, sin importarles todo lo que habían conseguido. También le frustraba, tampoco lo entendía, así que sí, entendía por qué decían lo que decían. Pero ni por asomo lo compartió.

Todavía recordaba con claridad las palabras de su mentor en el mundo de la política, cuando ella había empezado su carrera, ya treinta años atrás. 

-Para llevar un país, tienes que tener presente siempre tres cosas. Lo que puedes hacer, lo que quieres hacer, y lo más importante, lo que tienes que hacer. Habrá veces que querrás hacer algo, y podrás hacerlo, pero no tendrás que hacerlo. Podrás aguantarte y vivir con ello. Otras, tendrás que hacer algo, y podrás hacerlo, pero no querrás. Tendrás que resignarte y hacerlo. Y otras, tendrás que hacer algo, y querrás hacerlo, pero no podrás. Y en esas ocasiones, Rehema, tendrás que luchar. Tendrás que darlo todo, sangre, lágrimas y tiempo, para conseguirlo. Porque has elegido este mundo, has elegido que los ciudadanos te necesiten, y has elegido hacer lo que hay que hacer.  

En aquel entonces no era más que "la tal Rehema", la chica bajita y regordeta de las juventudes del partido. Ahora era la ministra de Economía de Zanzíbar, Rehema Ali Mwinyigogo, antigua diputada y miembro del gobierno de Tanzania. Y con todo lo vivido, con todo lo sufrido, con todas las decepciones a lo largo del camino, seguía creyendo en esas palabras como el día que las escuchó. 

Les habían dicho que era imposible que su países conociese la más absoluta libertad. Que era imposible que su partido ganase unas elecciones y mucho más, que consiguiesen llevar a cabo lo que se planteaban. Y en su momento era cierto. Tenían que hacerlo y querían hacerlo más que nada en el mundo. Pero no podían. Pero no se rindieron. Y seguían sin poder hacerlo, seguían siendo incapaces de conseguirlo durante mucho tiempo. Hasta que sí que pudieron. Y lo hicieron. Y ahora su país era un lugar mejor. No muy agradecido parecía ser, pero un lugar mejor al fin y al cabo. A ella también le gustaban los aplausos, no iba a mentir, y a nadie le gustaba que le pegasen un puñetazo en la cara después de lograr lo imposible, después de dejarte la piel por ellos. 

Había llorado y se había tirado de los pelos como el resto del partido tras ver el resultado de las elecciones, sí. Como para no hacerlo. Había pensado en dejarlo todo, en abandonar al país al que había dado todo y que parecía empeñado en ponerle la zancadilla igualmente. Pero no lo hizo. En un principio no sabía decir por qué, pero en cuanto se vio rodeada de miles de personas, cantando, riendo y llorando, lo supo. En cuanto vio el serio semblante de su hija Hawa recomponerse en una carcajada, en cuanto vio a Haroub cubriéndose la para ocultar sus lágrimas, lo supo. 

Qué más daba si era diputada de un país o de una región, que más daba si estaba en el gobierno o en la oposición. Ella había querido hacerlo, había tenido que hacerlo y no había podido. Y siguió queriendo, y siguió queriéndolo aun más, y siguió sin poder. Hasta que pudo. Y lo hizo. Y lo hicieron. Y ahora todo era posible, así que sí, había perdido. Pero había ganado. Y en el fondo, da igual que sufras mil derrotas. A veces una victoria, una sola victoria perdida en un mar de pérdidas, es lo que importa. Y en este caso, así era. Así que cambió de idea, se levantó y se dirigió a esos dos jóvenes que querían rendirse. Había un discurso que quizás les vendría bien escuchar. Seguramente la ignorasen completamente, ¿pero a ella qué le importaba? Su país era libre por fin, tenía cosas más importantes en las que pensar. 

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"La palabra política se ha manoseado tanto que significa todo y no significa nada." 
Eduardo Galeano



Para saber algo más sobre las guerras que dividen Australia, podéis leer Tornillería S.L.. Para lo de Trump y Rusia, acordaos de leer periódicos en 2023. 

martes, 15 de noviembre de 2016

A flor de piel

Palabras: Sumergirse, Piel, Retroceso, Palpitar, Luscofusco

Cisco no podía pensar en nada mejor que en la sensación que recorría su cuerpo cada vez que se sumergía en esas frías aguas. Quién lo habría adivinado. Cuando había conseguido ese trabajo bastante mal pagado como instructor de buceo en el Río de la Plata, pensó que no duraría ni dos meses. Se había criado sumergiéndose en las aguas del estuario, había pasado media vida forzando sus pulmones bajo la superficie, y creía que se acabaría cansando. Pero no fue así.

Cada día era distinto, o todo lo distinto que podía ser dentro de la inagotable rutina que era el mundo laboral. El martes podía pasárselo jugando con un niño que desbordaba curiosidad, el miércoles encontrarse nadando entre elegantes tortugas marinas y el jueves aprender neerlandés de algún rico extranjero que no sabía en qué gastar su dinero. Había hecho de su profesión su pasión, o por lo menos, eso le gustaba creer.

Era mucho mejor que verlo como lo hacían sus padres. Tenía casi treinta años y no tenía estudios, dinero, vida social, novia ni nada lo más remotamente parecido. Ellos lo preferían cuando se mataba a hincar los codos en el instituto, antes de decidir que estudiar una carrera no iba a ser lo suyo, antes de cambiar los libros por el neopreno.  Para ellos vivía en un retroceso constante, estaba mucho más abajo en una metafórica cadena trófica que cuando tenía diecisiete años. Bueno, sin hierba ni plancton todos estaríamos muertos, les solía responder él.

Aun así, en ocasiones Cisco no podía evitar darles la razón. Quizás estuviesen en lo cierto. Tal vez debería buscar algo mejor, más comodidad, menos soledad. Podía ser que faltase algo o alguien en su vida. Normalmente solo necesitaba verse arropado por las aguas para olvidarse de todo eso, y recordarse a sí mismo que no tenían razón.

Pero había días que no podía ser. Días que había temporal, que hacía demasiado frío, o días como aquel, en los que tenía que perder la mañana yendo al hospital. No era la primera vez que le pasaba, debía ser alérgico a alguna alga o planta acuática que rozaba de cuando en cuando, y le provocaba unos tremendos sarpullidos. Tenía el brazo en carne viva y, todo su cerebro estaba concentrado en impedir a la otra mano que se rascase. Excepto esas malditas neuronas anarquistas que preferían tomarse un té mientras discutían si su vida tenía sentido realmente.

-Francisco Javier Puccarelli Freijedo.

Su turno. Y menos mal, porque no creía poder aguantar más las toses interminables que poblaban toda sala de espera de hospital. Avanzó rápidamente hacia la puerta que le indicaban y se sentó en la silla de siempre, antes de levantar la mirada en busca de la conocida cara amable y anciana de la doctora Ahumada. No podía decirlo con seguridad, pero estaba bastante seguro de que en lugar de una sonrisa, su mandíbula se había desencajado por completo cuando la vio.

No, no era la anciana doctora Ahumada. No, no. O por lo menos, no podía recordar que ella tuviese unos brillantes ojos ambarinos, una piel fina que parecía haber salido de una sesión de photoshop, y una sonrisa que podría cautivar al más fiero león sin necesidad de sacarle una espina de la zarpa. La dermatóloga movió los labios, pero lo único que pudo escuchar fue el atronador palpitar de su propio corazón. ¿Qué carajo había dicho?

No fue necesario preguntarlo, la joven debió de vérselo en la cara, sonrió y se presentó de nuevo. Era Flor Ezcurra, su nueva doctora. Chévere. Eso fue todo lo que las babas que inundaban sus sentidos le dejaron decir. Flor se rió, y su corazón empezó a latir más fuerte aún, como si fuese una bomba funcionando a toda máquina para elevar su temperatura corporal y así poner su piel a tono con el rojo del sarpullido del brazo.

Siguió las órdenes de la atractiva doctora sin atreverse a decir una sola palabra. No se quería arriesgar a fastidiarla. Y no es que no tuviese mucha fe en sí mismo, sino más bien ninguna. Y con razón. La última vez que había tratado de encandilar a una mujer le había cantado una canción de Rebelde Way. No la había vuelto a ver. Y no podía decir que le extrañase.

Mientras los dedos de Flor recorrían su demacrada piel, le pareció notar algo en su cara. Y no algo malo. Una sonrisa tímida, nerviosa, como la que se imaginaba que tenía él en ese momento. Hasta parecía que incluso estaba notando como se compenetraban sus frenéticas palpitaciones a través del pulso del dedo pulgar de la mujer. No, no podía ser. Vaya sarta de chorradas estaba pensando. ¿En qué momento eso podría ser ni remotamente probable?

Pues en cinco minutos y trece segundos, para ser exactos. Cisco pensó que la sangre se le había subido a las orejas y le habían distorsionado la audición por completo. No podía ser cierto.

-Sí, sí, sí, sí. Sí. Sí, claro.

¿Eso era lo único que se le ocurrió decir? ¿Me estás tomando el pelo? Cisco no se lo podía creer mientras recorría las calles de La Plata con ganas de echarse  a bailar delante de todo el mundo. Miró de nuevo la receta médica que le había dado. Y sobre todo esa letra que gracias a dios aun no era de médico, por lo que se podía entender perfectamente el número de teléfono y el nombre de una cafetería. Luscofusco. “En Luscofusco mañana a las nueve” había dicho. Justo después de confesarle que llevaba desde el momento en que lo vio pensando en cómo pedirle una cita sin morirse de vergüenza. Sus padres podían meterse el retroceso por donde les cupiese, porque él tenía una cita.

No iba a mentir. Nunca había tenido una cita así. Nunca había tenido una cita de verdad, para ser sinceros. No tenía nada con lo que comparar. Aun así, estaba completamente seguro de que no podía haber sido mejor. La verdad, no le había hecho mucho caso a la original decoración ni al casero y sabroso licor que le habían dado en esa pequeña cafetería gallega. ¿Para qué, teniendo a todo lo que quería ver y probar sentada en la silla de enfrente? ¿Y lo mejor de todo? Esa sonrisa inextinguible y esos ojos siempre fijos en él le decían que ella pensaba lo mismo.

No estaba seguro de si reuniría el coraje suficiente, pero cuando se estaban despidiendo, y ella estaba acariciando la piel de su brazo para ver si había alguna mejoría, lo sacó de dónde no sabía ni que estaba, le agarró la barbilla y sintió como se sumergía en las aguas más cálidas que había tenido el placer de probar. Y no quería volver a la superficie. Pero el aire se acaba, y tenía que hacerlo. Aunque más bien se detuvo porque Flor le estaba apretando con fuerza el sarpullido del brazo sin darse cuenta, pero tampoco le importó. Compensaba y con creces.

Hipnotizado, intentó besarla de nuevo, pero ella posó el índice sobre sus labios. Lo sentía pero tenía que irse, así que más le valía prepararle algo original para la próxima cita. Le dio un suave beso en la nariz y otro sobre la herida del brazo y desapareció entre la multitud, mientras Cisco intentaba redirigir el latido de su corazón, que no sabía cómo reaccionar con todo lo que había pasado.

La risa cantarina de Flor fue la prueba que necesitaba para comprobar que lo había hecho bien. Se había propuesto enamorarla con una fantástica segunda cita, y eso había hecho. No tendría dinero ni estudios, pero ya no podrían decirle que estaba retrocediendo nunca más. Fijó su mirada en la Flor y sonrió. Había sido una tarde muy larga. Larga y perfecta. Y ahora estaban los dos descansando a la orilla de su lugar favorito en el mundo, empapados, y listos para dejar de sumergirse en aguas frías y pasar a otras más cálidas. Pero Flor quería jugar un poco primero.

Le pidió que cerrase los ojos y obedeció. Nada de trampas, añadió la mujer. Asintió. Nunca había estado tan excitado, no entendía por qué iba a necesitar trampas. Podía sentir la húmeda piel de Flor contra la suya mientras inmovilizaba sus muñecas con un paño de seda o algo por el estilo. ¿Era necesario apretar tanto? Bah, que más daba. Lo que importaba era esa sensación que lo recorría, que nacía cada vez que los latidos de su corazón se compenetraban con los de ella. Dejó que le atase también los tobillos, y entonces se dejó llevar mientras ella lo recostaba sobre la arena y le acariciaba el torso con cariño.

La echó de menos los segundos que se alejó a buscar “una cosita”, pero dejó de importar cuando notó sus suaves labios recorriéndole el hombro.

-Oh dios mío, esto es lo que yo quería.

Cisco iba a responderle juguetonamente, pero en su lugar chilló. Abrió los ojos, y antes de poder siquiera descubrir qué estaba pasando, sintió de nuevo como si acabasen de apuñalar con fuego en el sarpullido de su brazo y aulló al atardecer. Trató de incorporarse, pero solo consiguió tropezar consigo mismo y caer de costado. Preguntó a Flor qué estaba pasando, pero como respuesta solo recibió un gemido de placer. Consiguió girarse para encontrar a la mujer con la mirada, y su corazón, el dolor, y hasta el tiempo parecieron congelarse.

Flor sostenía con su mano una especie de tejido sanguinolento, y, y… No podía ni asimilar lo que estaba haciendo con él. Especialmente cuando se dio cuenta de que era su sangre. Era su piel. Flor salió de su ensimismamiento para dirigirle una mirada que provocó que su corazón volviese a palpitar como la primera vez que la vio. Pero ni remotamente por el mismo motivo. Ignorando el dolor de su brazo trató de desasirse de lo que fuese con lo que le había atado las manos a la espalda. Pero ella y el destello metálico que sujetaba en su otra mano fueron más rápidos.


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"Pocos ven lo que somos, pero todos ven lo que aparentamos." 
Nicolás Maquiavelo

domingo, 2 de octubre de 2016

De hámsters y hombres

Palabras: Hámster, Sandía, Pedofilia, Axe, Feminista

Las mejillas de Liun se movían sin parar cada vez que se adueñaba de una de las pipas que poblaban su jaula. Ese rápido y rítmico movimiento mandibular era capaz de mantener a Flurin absorto durante mucho más de lo que le gustaría reconocer, pero esa noche tenía prisa. Así que echó un último vistazo al hámster, recogió el teléfono y las llaves y se marchó corriendo de la habitación.

Sus padres se habían el fin de semana a la montaña, y su hermana Zegna se había quedado en Ginebra estudiando, así que podía ir a la fiesta de sus amigos sin que nadie se enterase. Cada vez que le invitaban ponía todo tipo de excusas para no ir, ya que le daba vergüenza reconocer que tenía miedo a que sus padres lo pillasen desobedeciéndoles, y se metían con él por ello. Así que por fin podría hacerlos callar. Además, tenía curiosidad por saber qué hacían sus amigos en esas fiestas.

Decepcionante. Eso era lo único en lo que podía pensar, sentado en el sofá de ese abarrotado salón, rodeado de gente borracha y tirada por los suelos, y un profundo olor a tabaco y marihuana que le hacía desear perder el sentido del olfato. Al principio había sido divertido, pensaba que aunque apenas bebiese y no fumase, podría pasárselo igual de bien que ellos. Y no había sido mentira, hasta el momento en que fue de los pocos que conseguía mantenerse en pie.

Sacudió el hombro de su amiga Lena para decirle que se iba a casa, pero al despertarla lo único que consiguió fue que le vomitase en los pantalones. Conteniendo las ganas de imitarla, fue a toda prisa a la cocina buscando algo para limpiarse y esconderse de la peste y los gemidos de la joven, pero lo que encontró en la mesa lo hizo detenerse en seco.

Ahí estaba, abierta por la mitad, con esa piel verde, lisa y tersa, y esa jugosa carne rosada que se deshacía en la boca. La habían usado para preparar algunos cócteles y luego dejado ahí, sin más, al aire, sin importarles que fuese a pocharse si no la devolvían a la nevera. Flurin se fue acercando poco a poco a lo que quedaba de la sandía, mientras un tímido cosquilleo escalaba por la parte interior de sus piernas.

El joven miró hacia la puerta, para asegurarse de que estaba solo, y hundió los dedos en la carne de la fruta, sintiendo como se fundía a su paso. ¡Oh dios mío! Flurin cerró los ojos, sintió como se le humedecía la boca, y dejó que el cosquilleo se apoderase de todo su cuerpo. Podría pasarse así todo el día. Madre mía. Hacía tanto que no estaba a solas con una sandía. Les había tenido que pedir a sus padres que dejasen de comprarlas, fingiendo que le daban náuseas, para que nunca descubriesen… eso. Y por lo tanto llevaba un par de años sin poder sentirse así.

Flurin se olvidó de que existía nada más en el mundo, solo estaban él y esa sensación, hasta que la boca no fue lo único que se humedeció. Mierda. Sacó la mano de la sandía y tocó con la otra la entrepierna del pantalón. Suspiró. Estaba seco, no había conseguido atravesar su ropa interior. Pero aun así, no podía ir por la vida con los calzoncillos sucios, por lo que que se lavó las manos a todo correr y salió del piso sin despedirse de nadie.

Afortunadamente, la inmensa mayoría de las calles de Coira estaban desiertas, como cualquier otro viernes a esas horas de la madrugada. Una de las pocas ventajas de vivir en una pequeña y antigua ciudad perdida entre los Alpes suizos, nadie te iba preguntar por qué corrías de una forma tan extravagante a las cinco de la mañana.

Al día siguiente, Flurin se encontraba tumbado boca abajo en su cama, con la mirada perdida sobre Liun, que correteaba de un lado a otro de su jaula. Sus pequeñas zarpas se colaban entre los finos barrotes de metal, pero el resto de su cuerpo era incapaz de seguirlo. ¿Así era él, verdad? Se preguntó Flurin a sí mismo. Él también era un hámster atrapado en una jaula, una jaula de mentiras, secretos y vergüenza en vez de metales baratos, pero una jaula, al fin y al cabo.

La gente de su edad hablaba de culos, tetas y bíceps, pero él en cambio solo podía pensar en poner sus manos de nuevo en esa piel coriácea, y en sentir como ese dulce rosado se deshacía en sus manos y en su boca. Y no es que no hubiese intentado no pensar en ello. Todos y cada uno de los días durante mucho tiempo. Ojeaba revistas, buscaba vídeos, desnudaba con la mirada a sus compañeras de clase. Pero nada. No sentía nada. Nada comparado con lo que uno de esos frutos le podía hacer sentir.

Sabía que no estaba sólo, sí. Había encontrado aquellos foros, aquellos lugares seguros para gente como él a lo largo del mundo. Había hablado con aquella chica rusa que se derretía por el tacto de los balones de baloncesto, o con aquella otra peruana que le aseguraba que solo era capaz de tener relaciones con hombres con cicatrices en la ceja. Le habían dicho que era normal. Que ni que fuese un pedófilo, que simplemente le atraían las sandías, no es que fuese a hacer daño a nadie. Que no tenía nada de lo que avergonzarse. ¿Pero cómo no hacerlo?

No había sido capaz de contárselo a sus padres, a su hermana, a sus amigos. Sólo unos meses atrás se había atrevido a comentárselo a Lena, pero ni siquiera directamente. Le había hablado de un “primo” suyo que tenía un problema similar con las naranjas. Ella llevaba años siendo la adalid de la igualdad allí en Coira a pesar de su juventud. No sólo era la líder de una de las mayores plataformas feministas del lugar, sino que dedicaba gran parte de su vida a luchar por los derechos de los colectivos LGBT, de los inmigrantes, de todo al que la gente discriminaba por ser distinto. Así que pensó que ella lo entendería. Que le diría que su primo no debería tener nada por lo que avergonzarse, que no podía controlar los gustos con los que había nacido, que no debería ocultarse, que era distinto sí, como todos, pero alguien normal. 

Pero no fue así. Para nada. Primero asco, luego una carcajada, luego asco de nuevo. Y Flurin se había unido a ella. Sí, tenía razón, su primo era un degenerado. Si había nacido así, entonces era un enfermo. Pero no era normal. Sí, ella se había reído, y él también, y luego había llegado a casa y había llorado sin parar. Los barrotes de su jaula eran cada vez más resistentes, y era él quién los había colocado allí. Y la verdad, la aterradora verdad era que… No estaba nada convencido de querer quitarlos.

Y pasó otro año, y siguió fingiendo en estar interesado en las chicas que sus amigos le presentaban. Quizás sólo tenía que conocer a esa chica especial, esa chica que le haría olvidar todo ese asunto sobre las sandías, que le hiciese ver que sólo era un problema con su mente, y que era pasajero. Pero esa chica no llegó, sino que fue Gian quien lo hizo, borrando con él el recuerdo de la existencia de esa jaula que lo rodeaba. No era un chico especialmente guapo, ni inteligente, ni gracioso. Y tampoco era de esos chicos que tenían vagina. Pero no podía dejar de pensar en él, no podía ni alejarse más de un metro de él cada vez que lo tenía cerca, no podía evitar soñar con el olor de su piel.

Y entonces se dio cuenta. Quizás todo ese problema con la sandía no fuese más que algún extraño recurso que su mente había estado usando todos esos años para hacerle ver que estaba buscando el placer dónde no debía. La verdad, no le encontraba mucho sentido cuando lo pensaba mejor, pero qué iba a saber él, no era psicólogo. Y con Gian era feliz, y aunque no todo el mundo lo aceptaba, ya que en resumidas cuentas, seguía viviendo en esa pequeña, religiosa y envejecida ciudad suiza, por lo menos pudo contarlo a la gente que le importaba sin miedo a que se sintiesen asqueados por él.

Y la primera noche que estuvo con él… No había palabras para describirlo. Mucho mejor que hundir el índice en la carne de una sandía. Había dolido, sí, pero después ya no. Y cuando acabaron, se encontraba entre los brazos de la persona más especial del mundo. Le costó horrores separarse de él, aunque sólo iba a hacerlo durante unos segundos, y era imprescindible si no quería quedar en ridículo meándose en la cama. Besó a un dormido Gian en los labios y se separó de él moviéndose lo menos posible, para no despertarlo.

Fue al baño con todo el sigilo que le permitían sus pies de plomo, y se sintió liberado cuando por fin pudo descargar la mercancía en el agua del retrete. Una sonrisa nació en sus labios, pero desapareció en un instante cuando miró hacia la pileta y vio el envase metálico de desodorante que se encontraba junto al grifo. Las letras plateadas sobre fondo negro y verde que lo adornaban se quedarían grabadas para siempre en su cerebro, fundiéndose para formar los barrotes de una nueva jaula que se erigía a su alrededor. Axe, Watermelon Fragrance. 


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"Todos los hombres nacen iguales, pero es la última vez que lo son." 
Abraham Lincoln

jueves, 25 de agosto de 2016

Crisantemos entre las espinas

Palabras: Camino, Encrucijada, Futuro, Sueño, Juventud

Reconocería esa risa en cualquier parte. Tan suave pero tan sonora a la vez, con ese carraspeo tan característico que recordaba al gruñido de un cachorro. Era Mei, sin duda. Zeng Xiaomin se llevó las manos a la cintura, con gesto de reproche, y gritó a su hija, sin saber exactamente dónde demonios se había escondido.

-¡Mei, sé que has sido tú, así que no seas tonta y ven aquí ahora mismo!

La pequeña no obedeció, sino que escuchó como su cantarina risa se alejaba cada vez más y como se abría la puerta. La ira de su rostro se convirtió en preocupación, y salió corriendo tras ella. Nada más salir por la puerta, notó como algo se enredaba en sus pies, sucedido un intenso dolor en las palmas de sus manos cuando se apoyó en ellas para evitar darse de bruces contra el suelo.

Estaba completamente rodeada de flores de iris blancas como la nieve, las cuales la habían hecho tropezar, y cuyas espinas habían perforado las callosas palmas de sus manos. Espera un momento… ¿Desde cuándo los iris tenían espinas? Un estruendo horriblemente familiar en seguida le sacó eso de la cabeza. No, no, no, no… La carretera estaba a rebosar de vehículos inmóviles y gente observando con curiosidad, lágrimas y pena lo que había pasado. Xiaomin se abrió camino entre ellos, y por fin llegó a ella. A Mei, su muñequita de porcelana, tan frágil, resquebrajada en mil hermosos pedazos adornando el asfalto.

Un sudor pegajoso y frío recubría todo su cuerpo cuando se despertó, gritando a la oscuridad de la noche. Había sido un sueño, una pesadilla. Bueno, ojalá hubiese sido una simple pesadilla… Mei… Habían pasado dos años, pero sus sueños no le permitían olvidar aquella fatídica mañana en la que el próspero futuro que tanto había soñado para su hija se había esfumado a través del parachoques de aquel maldito coche rojo.

Xiaomin se despegó las húmedas sábanas y se secó el sudor y las lágrimas del rostro con el antebrazo. Notó como se le aceleraba el corazón al pensar en su pequeña Mei, así que se irguió y se dirigió a la habitación de al lado. Abrió la puerta con cuidado y dejó que sus ojos se adaptasen a la oscuridad para poder contemplar a lo único que la mantenía cuerda. Song se revolvía sobre sí mismo sin parar, y se preguntó si él también estaría teniendo pesadillas.

Estaba tan embobada con la silueta de su hijo, que no se dio cuenta de que su mano estaba posada sobre el interruptor de la luz hasta que la encendió sin querer. La apagó de inmediato, pero algo que vio en ese breve instante le hizo encenderla de nuevo. En lugar de con su pijama, Song dormía al abrigo del sencillo camisón de su hermana mayor. Otra vez… Los labios de Xiaomin sonrieron, pero sus ojos no hicieron lo mismo. No iba a mentirse, su corazón se acaloraba cuando lo veía así, pero su cerebro… Su cerebro no sabía qué pensar. Y a la mañana siguiente, se dio cuenta de que no tardaría en tener que decidirse.

Song había dormido más de una vez con la ropa de Mei, sí, pero era la primera que se ponía el uniforme escolar de su hermana. Realmente, la primera vez que se ponía cualquier prenda suya de día. Xiaomin nunca había comentado nada a su hijo sobre el tema, pero cuando se dio cuenta de que pretendía ir así vestido a clase, no le quedó otro remedio. Y no le sirvió de mucho. Se le hizo harto complicado intentar explicarle a un niño de seis años por qué no podía vestir la ropa de su difunta hermana.

¿Por qué ella sí y yo no? ¿Por qué está mal? ¿Pero por qué las cosas son así? Xiaomin estuvo a punto de mentirle, de decirle que era una falta de respeto hacia los muertos, una falta de respeto a su hermana allí dónde estuviese. Primero se paró a pensar si le daba el sermón taoísta que le habría dado su madre o el budista de su padre sobre el lugar en el que se encontraba su hermana, hasta que se dio cuenta que lo único que hacía era llenarse la cabeza de tonterías y distracciones. ¿Qué más daría eso? 

Unos minutos después, un lloroso, enrojecido y confuso Song se montaba en el autobús escolar, mientras Xiaomin se despedía del pequeño también al borde del llanto. El sueño de esa mañana no cejaba en su empeño de repetirse en lo más profundo de sus retinas y… Luego estaba el asunto de la ropa. Lo había hecho fatal, lo sabía. Se había limitado a mandarlo callar, a darle órdenes y luego a quitarle la ropa a la fuerza. Quitarle la ropa a ese niño cuyo único delito había sido echar de menos a su hermana, y mostrarle respeto y cariño a su manera.

¿Cómo explicarle que lo había hecho por su bien? Que el mundo era cruel, y de la misma forma educaba a sus hijos. Que llevando las faldas de Mei lo único que conseguiría sería una paliza por parte de niños que no lo entenderían, y reprimendas por parte de unos profesores que a saber qué pensarían de él. Que un solo día con esa ropa, podía arruinar su futuro en la flor de la juventud, al igual que aquel coche rojo había hecho con su muñequita de porcelana. Por lo que veía en la televisión, quizás si viviesen en Londres o Los Ángeles, a la gente no le importaría nada de aquello. Pero estaba bastante segura de que en Guangzhou no tendrían esa suerte.

Las mañanas siguientes no fueron mejores. Todas ellas, Song se despertaba y se ponía ropa de Mei. Y todas ellas, las lágrimas acababan inundando la casa y unos pantalones cubriendo las piernas del infeliz joven. Xiaomin no sabía qué hacer. Pensó en llamar a sus padres, pero sabía que sería peor. La juzgarían, le recordarían que la habían advertido, que una mujer no podía criar sola a sus hijos, que mandase a Song una temporada con ellos, que le quitarían la tontería enseguida. No, ni pensarlo. Ella sola tendría que salir de la encrucijada que se había formado ante ella. ¿Dejar que su hijo fuese feliz honrando a su hermana, y arruinando su presente, y posiblemente su futuro, o impedírselo, causarle un presente infeliz pero facilitando su futuro? A eso se reducía todo, al fin y al cabo. Felicidad contra futuro. ¿Qué camino cogería?

El lunes siguiente, Song llevó el uniforme de su hermana al colegio. Apenas habían empezado las clases cuando Xiaomin recibió una llamada del director de la escuela. No le habían dejado entrar en el aula siquiera. Parte de la mujer lo comprendió, pero igualmente se enfureció. Si ya los adultos lo trataban de forma distinta, ¿cómo no iban a hacerlo los niños? Ese día Song tuvo que perderse todas las clases, pero tras horas de discusión, al final fue el director quién comprendió a Xiaomin. Sí, le dejarían entrar con la ropa de Mei. Al fin y al cabo, no era más que un crío echando de menos a la hermana que había perdido.

Si bien se había mantenido con fuerza en su decisión a pesar de los obstáculos del primer día, el segundo quiso rendirse. Un moretón adornaba el ojo izquierdo de Song, y aunque él no quería decirle por qué ni quién, ella lo sabía perfectamente. Intentó convencerlo de que ya estaba bien, ya había demostrado que quería a su hermana, que ya podía vestirse como siempre. Pero se negaba. Song siempre había sido muy testarudo, pero esta vez era distinto.

No era un berrinche, no era un capricho infantil. No, a pesar de su juventud, Xiaomin no pudo evitar pensar que su hijo estaba siendo muy maduro, más que esos niños que le habían pegado, más que ella incluso. Song sabía que no estaba haciendo nada malo, y no le importaba lo que los demás pensasen o dejasen de pensar. Xiaomin estaba a punto de anteponer el futuro de su hijo a su felicidad, de seguir el otro camino de la encrucijada, el camino fácil, un camino recto y corto pero al mismo tiempo uno infeliz en el que no crecía absolutamente nada. Pero su hijo la había cogido de la mano, y con sabiduría la había girado hacia el otro lado. Hacia un camino pedregoso, plagado de plantas espinosas, de desvíos y de curvas, un camino con un final incierto y peligroso. Pero un camino en el que crecían crisantemos entre las espinas, un camino feliz, lleno de vida . Y ella no pudo estar más orgullosa.


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"El futuro pertenece a quienes creen en la belleza de sus sueños." 
Eleanor Roosevelt

lunes, 11 de julio de 2016

Verde y azul, y más

Palabras: Película, Cámara de fotos, Asesino, Campeonato, Bosque
|Continuación de Verde malaquita y Azul indignado|

Marta se sumergía en ese bosque de gente que eran las calles de Barcelona, haciendo lo posible por retener sus lágrimas. Todo el esfuerzo malgastado en encontrarlo había sido en balde, todo por culpa de una ilusión estúpida propia de una película de Disney. Chocó contra un hombre que caminaba a toda prisa hacia ella, y se agacharon los dos para recoger la carpeta que había caído de sus manos. Él le pidió disculpas, pero ella no fue capaz de articular palabra ninguna a cambio. Una fotografía se había caído de su carpeta, y unos indignados ojos azules le devolvían la mirada, enmudeciéndola por completo.

Esos mismos ojos observaban horas después con curiosidad el jabalí estampado en el paraguas que acababa de encontrar junto a la puerta de su casa. Carlos se dispuso a coger su teléfono para llamar al número que había en la etiqueta, pero se lo pensó dos veces. Estaba hambriento, no le apetecía nada hablar con un desconocido en ese momento. Quizás al día siguiente.

Marta estaba tumbada sobre su cama, boca arriba, sosteniendo con delicadeza la fotografía, intentando establecer una conexión con esos ojos azules. No sabía por qué, quizás podría sentir alguna especie de cierre, una despedida. Suspiró. Menuda patraña, quizás veía demasiado la tele. Intentó dormir, pero no fue capaz. Sólo quería encontrarse de nuevo con esa familia feliz de ojos verdes y azules que habitaba en sus sueños, nada más. Lo necesitaba. Pero todo lo que consiguió fueron horas de vueltas en la cama, sudor y miles de pensamientos paseándose por su mente.

A varios kilómetros de allí, la noche de Carlos no era muy distinta. No entendía qué pasaba, nunca tenía problema para dormirse, sumergirse en sus recuerdos y encontrarse con ese par de ojos verdes de verano. Sentía ganas de llorar, de gritar, de arañar las paredes. Sólo quería verla, era lo único que tenía en su vida, no podían arrebatárselo. Se sentía como si alguien hubiese sido el asesino de sus sueños, alguien que había cometido el crimen perfecto y a quién jamás podría hacérselo pagar.

Marta se levantó con el sonido de la vajilla desde la cocina. No había dormido nada, pero sabía que a su tía no le haría ninguna gracia que se pasase la mañana en la cama. La mujer, después de observar asustada sus enormes ojeras, le preguntó dónde había dejado el paraguas de Olivia. ¿Qué paraguas? Oh, mierda… Recordaba dejar el paraguas y la carpeta mientras timbraba donde creía que vivía Carlos, y al ver que no contestaba, sólo había recogido la carpeta…
Al mismo tiempo, Carlos escribía en su teléfono el número que había encontrado en la etiqueta del paraguas con el jabalí estampado. Nada, no cogía nadie. Probaría en un rato.

Mientras Marta prometía a su tía que volvería con el paraguas, que recordaba dónde lo había dejado, las dos escucharon como sonaba el teléfono. La mujer fue a cogerlo, pero llegó demasiado tarde. Número desconocido le dijo a su sobrina. Quizás debería devolver la llamada, podría ser algo importante. Marta le aconsejó que no lo hiciese, si era importante volverían a llamar. Se puso los auriculares y se sumergió de nuevo en el bosque barcelonés, camino a un lugar al que habría preferido no volver nunca.

Carlos volvió a llamar unos minutos después, y esta vez una mujer cogió el teléfono. Se ofreció a ir ella misma a buscar el paraguas, pero tras preguntarle su dirección se ofreció a llevárselo el mismo. No le apetecía mucho, pero le quedaba de camino para ir a la tienda de móviles que necesitaba.

Marta caminaba con los ojos fijos en el suelo, juzgando los zapatos de la gente, mientras se sentía embriagada por la música que escuchaba. Hasta que, de repente, Somebody Told Me se detuvo para dejar sonar el tono predeterminado de su teléfono. Su tía. Suspiró. Querría recordarle que por la tarde tenía que ir al campeonato de patinaje de Olivia. Qué pesada llevaba toda la semana con el tema, por dios, no se le iba olvidar. Colgó, no le apetecía que le lo repitiese por milésima vez. Si preguntaba luego, le diría que estaba ocupada y pista.

Carlos estaba nervioso mientras subía las escaleras de ese edificio desconocido. Podría ser una tontería, pero no le gustaba nada tratar con desconocidos. Aunque fuesen un par de palabras. Se sorprendió a si mismo incluso, por haberse ofrecido a ir hasta allí. Pero bueno, ya no había marcha atrás. Le esperaba una puerta entreabierta, pero aun así la golpeó con los nudillos. Ni de coña iba a meterse sólo en una casa desconocida.

Marta, cansada de pulsar una y otra vez el mismo botón del telefonillo para de nuevo no recibir respuesta alguna, probó con otros pisos. Un “¡Cartera comercial!” fue suficiente para que una amable señora le abriese el portal. Subió al trote las escaleras para encontrarse con que el paraguas ya no estaba allí. Mierda, su tía la iba a matar…

Carlos se sorprendió cuando fue recibido por una niña de unos… ¿Siete? ¿Cinco? ¿Cuatro? Se le daba fatal calcular edades de niños. Tartamudeando, le preguntó si estaba su madre en casa, a lo que respondió que estaba en el baño. Bueno, daba igual, se lo podría dar a la niña igualmente. Mejor, así se ahorraba que le tocase alguna de esas señoras a las que les encantaba hablar. Le preguntó si le sonaba el paraguas, y la pequeña respondió que sí, que era suyo. Y entonces se quedó pensativa, mirándolo fijamente, y Carlos se sintió muy incómodo.

En apenas un par de días volvería a casa. Era lo único en lo que podía pensar Marta mientras sacaba foto tras fotos de la pequeña Olivia ansiosa por usar sus patines. ¿Pero qué haría al volver? ¿Habría espacio en la vida de Gabriel para ella? Y lo más importante, ¿de verdad quería ella que lo hubiese? Que no hubiese encontrado al chico de sus sueños no implicaba que sus sueños no pudiesen cambiar. Oh, era el turno de Olivia, mejor ponerse en otro día para fotografiarla mejor.

Carlos estaba muy confuso. Aquella extraña niña, a cambio del paraguas con el jabalí, le había entregado una arrugada foto suya, con su dirección, y le había dicho que debería acudir esa misma tarde a su torneo de patinaje. Debería haber esperado para hablar con su madre del tema, para averiguar de que iba todo aquello, pero en el momento había decidido irse. Podría haberla llamado, lo sabía, pero algo le decía que no tenía nada que ver con aquella mujer. Y se había planteado pasar de todo, claro, pero allí estaba, observando como un montón de niños presumían de sus torpes dotes sobre ruedas.

A Marta estuvo a punto de caérsele la cámara de fotos de las manos. ¿Había visto…? No podía ser. Se olvidó completamente de su prima, y buscó la última foto sacada con la cámara. Zoom. Zoom. Más zoom. Allí estaban. Bajo ese flequillo rizado, unos confusos ojos azules observándola. Alzó la mirada.

Carlos no tenía ni idea de que estaba buscando. No conocía el sitio, y nadie le resultaba familiar excepto por la niña que acababa de salir a la pista de patinaje. Miró para todas partes, y se quedó mirando para una chica cuya cara estaba oculta por una cámara de fotos de esas negras tan buenas. Oye, pues no estaba mal la muchacha. A ver si podía verle la cara. Pero ella tenía otra idea, y su melena dorada cayó sobre su rostro cuando se agachó para comprobar algo en la cámara. Y entonces, cuando Carlos ya iba a apartar la mirada para dejar de sentirse un acosador, ella alzó la cabeza y sus ojos se cruzaron. No podía ser. Hacía siglos que no veía ese color fuera de sus sueños. Verde malaquita.

Los pies de Marta se fundieron con el suelo durante unos instantes, siendo incapaces de reaccionar. Y sus ojos no podían enfocar nada que no fuesen los ojos azules de aquel chico, que ahora tenía la boca abierta de la sorpresa. Supuso que la suya tendría el mismo aspecto. Y se echó a correr. Esta vez, no había nada en ese bosque de personas que la rodeaba que pudiese interponerse en su camino.

Carlos la vio, corriendo a toda prisa hacia a él, pero no fue capaz de moverse. No era capaz de asimilarlo. El asesino de sus sueños estaba ante él. Y no podía odiarlo. Era todo lo que siempre había soñado, literalmente. Literalmente, y más.

Y allí estaba él, parado ante ella.

Y allí estaba ella, parado ante él.

Todo pasó entre ellos como en un buen libro, o como en una no tan buena película. Sueños de presente y futuro se habían encontrado, y se habían asesinado entre ellos, para dejar lugar al presente. Al único y bendito presente. Y los sueños se hicieron realidad. Y la realidad asustó. Pero gustó. Los dos se miraron, y el verde y el azul se hicieron indistinguibles uno del otro. Era tal como lo recordaba, y más. Era tal como la recordaba, y más. Y eso también dio miedo.

Los dos se giraron, espalda contra espalda. ¿Y si los sueños, sueños son? ¿Y si se había engañado? ¿Y si era mejor la ficción que la realidad? ¿Y si no era más que el final de la primera mitad de la película, en la que todo saldría mal? ¿Valdría la pena arriesgarse? Quizás no, pero, ¿quién sabe? Ellos eran los guionistas, los directores y los actores. Y a ellos les correspondía descubrirlo. 

Así que, de nuevo, verde y azul se fundieron, y eso fue todo, y más.


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"No hay realidad que no nazca de un sueño." 
Autor desconocido

jueves, 16 de junio de 2016

Los tambores del vértigo

Palabras: Sueño, Vértigo, Miedo, Constancia, Talento

Que veías todo París, decían. Que te embargaba el amor, decían después. Que nunca podrías disfrutar de unas vistas más hermosas, solían añadir. Pues no era por llevar la contraria, pero todo lo que veía Étienne era un cúmulo borroso y un mundo que no paraba de dar vueltas. La ciudad se desdibujaba ante sus ojos, las pequeñas luces se convertían en faros gobernados por la amorfía, todos sus músculos temblaban y el suelo no paraba de moverse, intentando arrojarlo hacia su muerte. Y lo más importante de todo, no había manera de que su cuerpo se uniese con el de esa indistinguible joven morena que se encontraba ante él.

Lo único que era capaz de ver podía ser tanto su amada Yvette como una escoba vieja con un vestido desgastado apoyada contra la barandilla de la Torre Eiffel. Los oídos de Étienne se veían ensordecidos por los inaudibles murmullos que eran para él las palabras de la mujer. Él intentó hacerle caso, de verdad que lo intentó, pero sus sentidos no se lo permitían. Sintió como su delicada mano se apoyaba sobre su hombro, intentando reconfortarlo, pero lo único que consiguió fue que sus pies trastabillasen y lo hiciesen caerse de espaldas sobre el famoso monumento de hierro.

Si pudiese ser consciente del mundo que lo rodeaba habría sentido una inmensa vergüenza, pero todo lo que sentía eran sus sienes palpitantes amenazando con desprenderse de su cabeza. Nunca le había pasado nada igual. Las palabras de Yvette se convirtieron en gritos, que en los tímpanos de Étienne se transformaban en el Tamborilero del Bruch asustando a los franceses en lo más profundo de los Pirineos.

Horas después, Étienne se hallaba en su cama de hotel, escondiéndose entre las sábanas para intentar olvidar lo sucedido. Yvette había tenido que cargar con él sola hasta allí, hecha un manojo de preocupaciones, y lo había dejado en la habitación mientras buscaba algo que le asentase el cuerpo. No sabía qué decirle, ni siquiera cómo mirarla, tras el bochornoso espectáculo que había dado. El plan era llevar a su novia a lo alto de la Torre Eiffel, ya que ella, al ser marsellesa, nunca había tenido oportunidad de verla, y allí decirle esas palabras mágicas, y dejar que el romanticismo desbordase sus poros. Después irían a la habitación de hotel que habían alquilado, y la disfrutarían de una manera que en sus casas familiares no podían permitirse. Pero todo se había ido a la mierda.

Cuándo escuchó abrirse la puerta, Étienne ocultó su cara contra la mullida almohada, incapaz de mirar a Yvette sin sentirse conquistado por la vergüenza. Pero enseguida sus caricias y su risueña voz lograron hacerlo salir de su escondite, desalojar ese estúpido miedo de su mente. Y todo fue a peor. Ni siquiera tuvo tiempo de atisbar esos labios pícaros que eran como imanes para él antes de que el universo volviese a desenfocarse de sus retinas.

La cama se convirtió en un barco zozobrante en medio de un temporal, las paredes de la habitación se fundían con el mobiliario y la joven volvió a convertirse en esa escoba con un vestido raído. Sus manos se agarraron con fuerza contra el colchón, intentando combatir el miedo a caerse hacia el abismo. No había ningún abismo, lo sabía, pero su cerebro no quería comprenderlo. De nuevo, el Bruch volvió a emerger de aquellos sedosos labios, y no pudo hacer nada por hacerlo callar.

Étienne no sabía qué hacer. Habían pasado semanas desde aquella infame jornada sobre la Torre Eiffel, y cada vez que veía a Yvette el vértigo volvía a apoderarse de sus sentidos. Había acudido a médicos, a psicólogos, y nadie había podido ayudarle. Incluso se había dejado las rodillas rezando a un dios en el que en su vida había creído, pidiéndole que no fuese más que un enrevesado sueño. Pero no lo era. Y nunca había estado tan asustado. No podía siquiera ver a la mujer que amaba, no podía oírla, lo único que sentía cuando estaba cerca de ella era un miedo atroz que se apoderaba de todo su ser.

Le pidió que lo dejase, que él no era capaz de hacerlo, pero no podía darle esa mierda de vida. La amaba demasiado. Tenían que comunicarse con mensajes y llamadas, no podían verse, oírse, tocarse, sentirse. No, simplemente no podía hacerle eso. Yvette se negaba, una y otra vez. No quería rendirse, no tenía miedo. Étienne no sabía si esa chica era tonta o estaba loca, pero no podía quererla más. Y por eso se decidió. Tenía que afrontar sus miedos, tenía que dejarla vivir su vida, no podía permitir que sufriese por su culpa. Pero la quería demasiado.

Seguían pasando los meses, y lo siguieron intentando. En el peor de los casos, Étienne acababa llorando sobre el retrete, a punto de perder el sentido, mientras escuchaba como Yvette cerraba la puerta, dispuesta a volver a intentarlo, una y otra vez. Y en el mejor de los casos, para ser sinceros, pasaba exactamente lo mismo.

En las suaves teclas de su piano era el único lugar en el que Étienne encontraba su refugio. Era el único talento que tenía, y lo único que lo reconfortaba. La tranquilidad que le otorgaban esas sinfonías centenarias conseguía aplacar sus miedos, sus dudas, echar de su cabeza esas voces que discutían entre sí. Unas querían que siguiese intentándolo, otras que reuniese valor y que convenciese a Yvette de que no sería feliz sin él, y otras que era un tremendo imbécil por dejarse conquistar por ese vértigo imposible.

Y quizás fuese porque la música acallaba esas voces, o quizás no tenía nada que ver, pero fue entre los si bemoles y las sonatas de Bach dónde por fin, tras incontables jornadas de locuras, pudo escuchar la voz que antaño derretía todas sus emociones. Y seguía haciéndolo. Étienne alzó los ojos hacia el frente, y allí estaba, esa cabellera oscura, esos ojos castaños, aquellos deliciosos labios que reclamaban su presencia. No podía creérselo. Por fin había pasado. El miedo ya no estaba, el vértigo había desaparecido.

Los dos cruzaron una brillante mirada, y Étienne soltó las teclas y se incorporó como si no hubiese un mañana, dispuesto a darle todo el amor que llevaba meses intentando salir de su interior. Y en cuanto la última nota se desvaneció en el aire, volvió a estar solo en un remolino de inconsistencia, impotencia y el más absoluto pavor, acompañados por el dolor de huesos rompiéndose cuando su brazo se vio atrapado entre ochenta kilos de francés y el parqué del suelo.

Con una escayola en el brazo y el miedo nublando sus neuronas, Étienne por fin llegó a una solución. Pidió a Yvette que lo esperase en su casa, tenía que decirle algo. No podía perder el valor ahora, debía hacer lo correcto. Tenía que abandonar ese reducto de felicidad que era la joven para que ella pudiese ser feliz.

En cuanto entró en su casa cerró los ojos, sabiendo lo que pasaría si la veía. Ya le había pedido que no le hablase al llegar, que solo escuchase, para impedir que el temible vértigo le impidiese hacer lo que tenía que hacer. La llamó por su nombre, esperando que con algún ruido le indicase donde se encontraba, y lo que respondió le sorprendió como nada lo había hecho en toda su vida. Era Claro de Luna, su sonata favorita de Beethoven. O eso parecía.

Étienne se acercó poco a poco al piano, sin atreverse a abrir los ojos. Quizás Yvette no tuviese talento musical ninguno, pero la torpeza de la sonata era sólo un añadido más que hacía que se humedeciesen sus ojos. Jamás había estado tan enamorado. ¿Cómo podía hacerle esto ahora? Le pidió que parase, que solo se lo estaba poniendo más difícil. Pero ella lo ignoró. Se lo repitió, y se lo volvió a repetir. No quería hacerlo, pero se lo gritó. Y Claro de Luna seguía sonando, a su hermosa manera.

No pudo más. Abrió los ojos, y con todo el valor que pudo reunir, le gritó que dejase de hacer el estúpido. Y entonces se dio cuenta. Ojos castaños, sonrisa deliciosa, cabellera oscura. Estaba todo ahí. Y no había señales del vértigo. No había miedo, ni temblores, ni el Tamborilero del Bruch espantando a las tropas napoleónicas. Solo estaba ella, esa  joven que le sonreía con un amor incalculable a pesar de que acababa de llamarla estúpida. Esa mujer que en vez de abandonarlo había preferido ser una constante en su vida, valiente y testaruda, que no se había resignado a rendirse.

Esa tranquilizante música reactivó el imán que era Yvette para él, y Étienne se acercó a ella con calma, temiendo que todo fuese una falsa alarma y que el mundo se volvería a desmoronar bajo sus pies. No podía creérselo, no podía asimilar que por fin la estaba viendo, que por fin estaba escuchando esa risa nerviosa otra vez. Que por fin las yemas de sus dedos podían recorrer su suave y fría piel, notando como se erizaba con el mero contacto mientras se paseaban desde sus hombros hasta el dorso de sus manos.

Tenían que hacerlo juntos, estaba seguro. Era la única forma de averiguarlo. Pero el miedo seguía ahí. El miedo a que en cuanto se desvaneciese la música, el vértigo volvería a derrumbar su felicidad. Pero Yvette no podía estar postrada ante ese piano eternamente. Así que entrelazó los dedos con los suyos, y con suma ternura apartaron las manos de las teclas de marfil, y comprobaron como un instante se convertía eterno. Pero la eternidad también tenía fin, y lo que la sucedió, bueno, digamos que lo único que importa es que no fue el vértigo. 

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"Adiós al vértigo de vernos coincidiendo en el espacio." 
Mikel Izal

Si  queréis saber que algo sobre la familia de Yvette, leed Carne de vitela de primeira calidade!

viernes, 10 de junio de 2016

Remando hacia Múnich

Palabras: Remo, Milhouse, Apuesta, Solimón, Aspirina

Xenoveva se detuvo, pensativa, observando como las puertas transparentes se abrían automáticamente ante ella. ¿Cómo lo habían hecho? Dio un paso adelante, se giró, y no pasó nada. Dio otro, se volvió a girar, y tuvo tiempo de ver como las puertas se cerraban de nuevo. Curioso. Estuvo a punto de hacer más pruebas, pero entonces lo recordó. Tenía una apuesta que ganar, tenía prisa.

Asunción le había dicho que no sería capaz de batirla en la prueba de remo. ¡Ja! Ella era la mejor remera de toda la ciudad de Ourense, e iba a demostrárselo. Esa niña con aires de grandeza no sabía dónde se metía. Ella era Xenoveva Caamaño Garcés, una de las pocas mujeres representando a España en las Olimpiadas de Tokio y de México, por el amor de dios.  Y pensaba repetir en las de Múnich, y esa lercha no iba a impedírselo.

Xenoveva se aventuró por los corredores del mercado, intentado recordar qué buscaba. Congelados, leche, cereales… No, no era nada de eso.  Iba a llegar tarde a la carrera, lo estaba viendo venir. Quizás debería irse, ya se acordaría luego y volvería al mercado. Lo último que quería en el mundo era ver la cara de Asunción si le ganaba la apuesta por llegar tarde, esa maldita cara de lagarta con esos ojos desorbitados que parecían seguirla a todas partes. No, no, no.

La mujer dio la vuelta, dispuesta a dirigirse a su cita por fin, cuando se encontró cara a cara con un estante a rebosar de unas pequeñas botellas verdes y amarillas. Solimón, se podía leer en su etiqueta. ¡Claro, era eso¡ Una bebida isotónica para darle fuerzas para la carrera, justo lo que necesitaba. Ahora ya podía ir hacia el río, que aún le quedaba una caminata.

Guardó la botella de Solimón en el bolso y salió todo lo rápido que pudo del mercado. Le habría gustado ir más rápido, pero por algún motivo podía sentir como los huesos de sus piernas y su cadera parecían arder al rojo vivo. Esperaba que se le pasase antes de la carrera, no quería perder por un estúpido dolor de piernas. Nada más salir del establecimiento, mientras esperaba a que cambiase el semáforo, bebió un sorbo de Solimón.

-Meu deus, que noxo!

Sus ojos encogieron para evitar que cayesen las lágrimas, su lengua intentó llorar sin conseguirlo de lo áspera que estaba, todo su cuerpo se puso a estremecer. Dios mío, había sido como lamer un limón. ¿Qué clase de bebidas isotónicas bebía la gente? No había probado en su vida nada tan horrorosamente ácido. Estuvo a punto de tirarlo, pero no lo hizo. Con ese dolor de huesos, necesitaría toda la ayuda posible para ganar a la maldita Asunción. Así que bebió otro trago, y se dispuso por fin a cruzar la calle, y entonces algo la retuvo.

-Vamos a casa, por favor.

Xenoveva se giró al oír esa voz, para encontrarse a un niño de unos doce años tirándole de la manga con su pequeña mano. ¿Quién era ese chaval? Le sonaba de algo. Esas cejas pobladas, esas gafas rojas, esa voz de pito… Nada, no caía. O sí, espera. Aquel chavalín de pelo azul, amigo de Bart Simpson… ¡Milhouse! Claro, debía de ser a él a quien le recordaba.

-Venga, vámonos…

Entonces se dio cuenta de que el chico, ese Milhouse, seguía tirando de su manga con unos ojos al borde del llanto. Pobre, debía de haberse perdido. Tenía que ayudarle a buscar a sus padres. O quizás mejor encasquetárselo a alguien, ella tenía que remar… Se volvió hacia él para decirle que le iba a buscar ayuda, que ella no tenía tiempo, pero esos ojos húmedos que le devolvieron la mirada… Simplemente no fue capaz. Nada, solo le quedaba tener fe en encontrar rápido a los padres del muchacho.

Horas después, el pequeño Breixo caminaba por un estrecho pasillo, mientras se colocaba sus gafas rojas. Como siempre, al llegar al salón se detuvo unos momentos para observar la estantería, repleta de medallas y trofeos de remo antiguos. Sonrió. Entonces escuchó un ronquido, y recordó que no estaba solo en la habitación. Se acercó a la mesa, y se fijó en la pequeña botella de Solimón que había dejado ahí. ¿Por qué le habría dado por ponerse a beber aliño de ensaladas?

La tiró a la papelera, y dejó en su lugar un vaso de agua, y a su lado una caja de aspirinas. Y luego su vista se volvió hacia esa anciana que dormía en su sofá. Esa mujer con la fina melena blanca fluyendo salvajemente sobre los cojines, esa mujer que hasta hacía un par de años lo cuidaba como si fuese su hijo. Esa mujer que había sido un referente mundial en el mundo del deporte, quien había inundado su hogar con decenas de trofeos . Esa mujer que ahora no recordaba ni su nombre.

-Venga abuela, despierta, que tienes que tomarte la aspirina.

- Milhouse, meu fillo, quedei durmida. Seica vou perder a aposta…


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"Bebo para olvidar, pero ahora... no me acuerdo de qué." 
Frida Kahlo