miércoles, 23 de diciembre de 2015

Delito de odio

Temática: Novela negra

Palabras: Esperpento, Pararrayos, Movida

Vigo, 25 de julio de 1984. Las sirenas de policía habían despertado al barrio entero. Matrimonios, ancianos, niños y hasta alguna mascota estaban reunidos en la calle, curioseando. Alguno intentaba sacar información a los policías allí presentes, pero no obtenían respuesta alguna. Magdalena Navarro, en cambio, se limitaba a observar desde un balcón. Quizás no podría oír lo que decían los agentes, ni tampoco cuchichear con los vecinos, pero estaba apenas a cinco metros sobre la escena del cirmen. Podía ver perfectamente el corpulento cadáver de esa mujer, alta, execesivamente maquillada, con ese vestido de brillante decadencia y una peluca rosa que parecía tener vida propia. 

Una lágrima recorrió la mejilla de Magdalena hasta posarse en sus labios. Esa mueca de terror grabada para siempre en la cara de… No podía ser así como se despidiese del mundo. Ella era Davinia Caamaño, o más bien, Esperpento, una de las cantantes más famosas de la época. Era su amiga. Ella le había ayudado a aceptarse tal y como era, a entenderse, a enfrentarse a un cambio que se lo había dado todo, pero también le había quitado mucho.

Magdalena apagó el purillo contra la barandilla de la terraza, se puso las gafas de sol y salió al salón. Allí una mujer en bata la miró asustada, abrazada a sus hijos, y le preguntó qué había pasado. Le respondió que no podía hablar del tema, que lo sentía, asunto policial, pero que le aconsejaba que no saliese de casa. Luego le agradeció haberle cedido su terraza, le pidió que no le contase nada a nadie, y se marchó. Menos mal que había conseguido conservar su vieja placa, le abría muchas puertas, literalmente. Solo tenía que asegurarse de que no la pillasen.

El cuerpo la había expulsado cuando aún se llamaba Marcos Navarro, cinco años atrás. Al principio la habían apoyado oficialmente con su transición, pero eso había durado poco. Puyas de sus compañeros, discriminación, incluso un par de palizas. Los altos cargos habían decretado que estaba generando conflicto en la comisaría, y básicamente le habían hecho la cama. Fue la gota que colmó el vaso, después de que sus padres y amigos renegasen de ella también. Y así había conocido a Davinia, cuando ésta era solamente una mindundi cantando en Pizarro con la funda de la guitarra abierta.

La cantante la había llevado a un grupo de apoyo, y por fin, eso fue lo que encontró. Así que sí, le debía mucho. Y pensaba compensarla. No tenía tiempo para llorar, era hora de vengarla. Ya se golpearía con el muro de la pérdida más tarde, cuando el trabajo estuviese hecho. Sabía que la policía no haría nada, era la tercera transexual asesinada en la ciudad durante la Transición y nunca habían descubierto nada. Tampoco es que se hubiesen esforzado. La prensa apenas había cubierto los crímenes también, más centrada en esa época en la crisis naval y la Movida. Aunque esta muerte quizás ayudase a dar visibilidad al asunto, se trataba de la mitad del famoso dúo musical Adefesio y Esperpento.

Como esperaba, así fue, los noticieros hicieron eco de la muerte de la famosa Esperpento, con entrevistas a policías, a conocidos, a otros cantantes… Pero nada más. Catalogaron la muerte como delito de odio y pista. Putos ineptos. Un “Seguiremos investigando” y ya. A saber incluso cuánto había de cierto en esa afirmación. Pero por lo menos podía estar segura de que ella sí que seguiría con el caso. Puede que ya no fuese una agente de la ley en el sentido oficial de la palabra, pero tenía los conocimientos, los contactos, una placa e incluso un arma, por si acaso. El asesino de su amiga tendría su castigo.

Lo primero que hizo fue entrevistar a Adefesio. Lo asedió tras el funeral, rodeado de cuatro corpulentos guardaespaldas. El hombre, al que por primera vez vio sin su atuendo gótico, le dejó hablar con él porque la reconocía como amiga de Esperpento. La verdad, no parecía muy compungido por la muerte de su compañera, hablaba con una falsa tristeza que se le hizo muy evidente. Magdalena sabía que se llevaban a matar, y que sólo seguían juntos por el dinero. Seguramente él estuviese aprovechando su muerte para forrarse con discos y para salir en platós. Pero no creía que fuese el asesino. Además, tenía coartada. Había pasado toda la noche en el hospital por un coma etílico, y las pruebas eran suficientes como para que quedase alguna duda.

El hombre le contó que sí, que claro que Esperpento tenía enemigos. Su antigua agente, su padre que la odiaba, alguna ex pareja, otros cantantes… Pero que no se le ocurría ninguno que pudiese tener la sangre fría de matarla. Le aconsejó que lo mejor que podía hacer era dejarlo, seguramente había sido un delito de odio. Pero Magdalena se negó. Cada vez que una transexual aparecía asesinada se debía a un delito de odio según las autoridades. ¿Qué pasa, no podían matarlos como a cualquier otra persona, por problemas personales, dinero, amor, envidia,...? Era mucho más fácil decir eso y hala, a otra cosa. Así iba el país.

Magdalena se recorrió las calles, placa en mano y cigarrillo en boca, con los tacones resonando en el pavimento de la acera a las tantas de la noche. No quedó ningún sospechoso sin interrogar, ninguna coartada sin ser comprobada. Pero nada, no encontraba nada. Ninguno de ellos podía ser el culpable.

-Maldita seas Esperpento, si había alguien que te quería muerta, ¿por qué no dijiste nada? – murmuró para sí cuando salía de la última casa a comprobar.

Resolver el misterio se le antojaba ya imposible. Había sido alguien que ella no conocía, de quien su amiga nunca le había hablado. O quizás incluso alguno de los sospechosos había contratado a un sicario, ¿pero cómo descubrirlo? Si siguiese siendo una policía de verdad… Pero así no podía hacer nada. Ironías de la vida, el trabajo que había perdido gracias al apoyo de Esperpento era el mismo con el que podría haber resuelto su asesinato. Aun así, no creía que fuese a servirle de mucho, su amiga ya estaba muerta. Quizás lo único que podría hacer era encargarse de que esto no volviese a pasar, movilizar a… Un dolor punzante en la cabeza fue lo último que sintió antes de sumirse en la oscuridad de la inconsciencia.

Un movimiento traqueteante la hizo recuperarse. En cuanto se movió lo más mínimo notó como su apoyo perdía completamente el equilibrio y estuvo a punto de caer. Entonces se dio cuenta, estaba siendo transportada sobre unos anchos hombros que avanzaban por unas escaleras. Sus manos estaban atadas con unas bridas y su boca amordazada, pero sus piernas estaban libres. Así que solo tuvo que moverse un poco para provocar que el hombre que la cargaba se viese obligado a soltarla para evitar caer escaleras abajo.

Magdalena tuvo la suerte de caer con los pies por delante, por lo que solo necesitó un par de segundos para incorporarse correctamente y empujar al secuestrador de una patada. La mujer corrió hacia arriba, en dirección contraria, encontrándose con una puerta. Consiguió liberarse de las bridas rápidamente usando el pomo, se quitó la mordaza y la atravesó, llegando a una azotea con apenas unos segundos de ventaja con respecto al hombre.

Éste había cometido un error al descalzarla, habría sido mucho más lenta y torpe con los tacones puestos. Pero ahora, sin ellos y presa de la adrenalina, su cuerpo y su mente trabajaron en sincronía, llevándola hacia el arma más cercana. Así que, sin pensarlo, agarró con fuerza un viejo pararrayos medio oxidado tirado sobre la azotea, lo levantó y golpeó con él el cuerpo de su agresor como si de una pelota de béisbol se tratase.

El hombre estaba ya en el suelo, con la cara salpicada de sangre, pero quería asegurarse de que no se fuese a levantar, así que le golpeó de nuevo.

-¡¿Qué quieres de mí?! – la ira desbordaba por todos los poros de su cuerpo mientras lo interrogaba - ¡Tú mataste a Davinia, hijo de puta!

Él respondió escupiendo sangre por la boca antes de atragantarse con una gutural risa. Sí, la había matado él. Y no había sido la primera. Y sí, había querido tirarla a ella azotea abajo, ver como se espachurraba contra el asfalto su monstruoso cuerpo. No eran más que aberraciones, pecados capitales hechos carne, seres que desafiaban a dios y a todas las cosas. Por su culpa los justos acabarían en el infierno, al aceptar a esas criaturas de sexo demoníaco entre ellos, deshonrando el nombre de su señor en vano.

Las lágrimas bañaron de nuevo los ojos de Magdalena. Al final todos tenían razón. No había otro motivo, no era envidia, dinero, amor, nada. No, era otro delito de odio más. A su amiga no la habían asesinado por ser quien era, ni por ser como era, sino por lo que había cambiado entre sus piernas. Era tan obvio, tan obvio. Pero no había querido verlo. Tenía que asumir que estaban en un mundo en el que ni siquiera tenían derecho a ser asesinadas como cualquier otra persona normal.

Miró con ira al asesino, que seguía riéndose a pesar de ser incapaz de moverse. Si le acusaba, la policía no le haría nada. Incluso aunque la creyesen, aunque encontrasen pruebas, seguro que encontraba la forma de librarse de una sentencia justa. Unos años en la cárcel y pista, y saldría sin estar arrepentido y mataría a más gente. No, no iba a permitirlo. Magdalena reunió en su boca toda la saliva que pudo, la escupió con fuerza sobre su cara, y luego, ignorando sus gritos, alzó el pararrayos y le golpeó. Una vez, y otra, y otra.

Cogió un cigarrillo, lo encendió, lo colocó en su boca y entonces abrió la cartera. Bien, tenía la calderilla justa. Así que, descalza, cubierta de sangre y con un temporal de lágrimas en la cara, bajó las escaleras de la azotea en busca de una cabina.

-¿Policía? Sí, buenas noches, quería denunciar que acabo de asesinar a un hijo de puta.

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"La diferencia engendra odio." 
Stendhal

Podéis ver un poco más de lo que le pasa a Magdalena en Chocolate, bálsamo e Izal.

domingo, 20 de diciembre de 2015

Nunca llovió que no escampara

Palabras: Escalada, Escafandra, Lluvia, Papiro, Triquinosis

Ya estaba ese dichoso sonido otra vez. Era como una lluvia, como unas gotas repicando en el interior de su oído. Iratxe sacudió la cabeza. Ya pasó. Ahora sólo tenía que preocuparse por el frío, la cara congelada, las capas de ropa que apenas le daban calor, la nieve en los ojos. Hacia arriba sólo podía ver el trasero y las piernas de la menuda Pem, que se movía como un leopardo montaña arriba. Hacia abajo estaba la cara enrojecida de Rafa, al borde del llanto. Pobre, se había retirado del alpinismo, pero la oferta que le había hecho Iratxe era muy tentadora. Más abajo aun estaba el otro sherpa, Umba, que no sacaba los ojos de la nuca de Rafa, como una madre vigilando a su hijo en un parque lleno de desconocidos. Mejor, no se sentiría segura si no sabía que alguien estaba constantemente pendiente de él.

La noche fue espantosa. Iratxe había escalado la mayoría de los ochomiles, pero nunca había sufrido tal ventisca. Se suponía que el resto del grupo debería haberlos alcanzado, pero el tiempo lo hizo imposible, así que tuvieron que acampar los cuatro solos, sin posibilidad de dar marcha atrás. Iratxe apenas sentía la mayor parte de su cuerpo, a pesar de todas las capas de ropa que llevaba encima y de los otros tres cuerpos abrigados que la rodeaban. El calor ya no existía en su vocabulario. El sonido del viento devolvió a sus oídos esa maldita lluvia que no dejaba de atormentarla desde aquel encuentro con la muerte, pero aun así, logró quedarse dormida.

Se despertó de repente, no mucho después, cuando notó que alguien se movía. Sólo había otras dos personas con ella, que también acababan de salir del mundo de los sueños, Pem y Umba. ¿Dónde estaba Rafa? Les preguntó a los sherpas si vieron algo, pero el vendaval se llevaba sus palabras y apenas podía entenderles. Umba señaló en una dirección, y la alpinista les pidió que no se moviesen, ella iría a buscarlo.

Sus pisadas ya habían sido cubiertas por la nieve, pero afortunadamente pudo escuchar su voz. Estaba diciendo que… No, estaba gritando. Pedía ayuda. Iratxe gritó auxilio hacia los sherpas, esperando que la escuchasen, y se dirigió corriendo hacia la voz de Rafa. Llegó a un risco y no lo vio. ¿Dónde demonios estaba? Entonces escuchó su voz de nuevo. Miró hacia abajo, y distinguió un par de manos de tela negra agarradas al borde de la roca. Dios santo.

La mujer se lanzó rápidamente a sostenerlo, pero en cuanto lo agarró se dio cuenta de que no sabía si sería capaz de subirlo. Miró hacia abajo, y vio su cara, asustada, con los copos de nieve y las lágrimas peleándose por sitio en su mejilla. Ella lo había obligado a acompañarla al Annapurna, no iba a dejarlo morir. No. Ancló su cuerpo como pudo en la fría roca y tiró con todas sus fuerzas. Sus brazos estaban a punto de desgarrarse, sus músculos lloraban a más no poder, sus piernas le suplicaban que parase. Pero no lo iba a hacer. Rafa le estaba diciendo algo, seguramente que le dejase caer, pero la lluvia volvía a inundar sus oídos y no fue capaz de entenderle. Aun así, tampoco le habría hecho caso.

Vamos Rafa, ya casi estaba. Con un último y hercúleo esfuerzo, Iratxe fue capaz de subirlo hasta el saliente en el que se encontraba. Al hacerlo, perdió el equilibrio, y sintió impotente como su cuerpo perdía el apoyo y se precipitaba hacia abajo. Intentó agarrarse a algo, pero no fue capaz. Toda ella fue recorrida por una sensación que solo había conocido en sus peores pesadillas. El mundo se hizo jirones a su alrededor mientras caía, su mente no podía asimilar que iba a morir, de que eso era todo.

Quizás fuese porque eso no pasó. Había tenido una suerte asombrosa, solamente un molesto dolor de espalda, y una lluvia más atronadora que nunca en su cabeza. Pero nada más. Se apoyó para incorporarse, y miró hacia arriba. Si Rafa o los sherpas estaban buscándola, iba a serles imposible verla. No sabía a cuanta distancia se encontraba exactamente de ellos, pero la ventisca impedía que viese nada.

Así que estaba sola, por su cuenta. Hasta que acabase el temporal, ninguno de ellos podría bajar a rescatarla. Le había pasado lo imposible, así que tampoco podía quejarse. Cualquier otro no habría sido capaz de salvar a Rafa ni mucho menos de sobrevivir a la caída. Pero estaba viva, y Rafa también, y eso era lo importante. Ahora tendría que refugiarse y todo se acabaría solucionando.

Se giró y distinguió una pequeña cueva escavada en la roca. La suerte parecía seguir de su parte. Se adentró en ella rápidamente, pero no se atrevió a alejarse mucho de la entrada, ya que no se veía nada más que oscuridad. Sólo le quedaba sentarse y esperar. Otro golpe de suerte más, la lluvia había parado.

Llevaba años sufriendo ese mal, desde que por un estúpido banquete de jabalí mal cocinado había contraído triquinosis cerebral. Había estado al borde de la muerte, pero al ser detectada a tiempo los médicos la habían salvado. Sin embargo, esa molesta lluvia había nacido desde entonces en su cerebro, y despertaba cuando le venía en gana para recordarle lo cerca que había estado de dejar el mundo de los vivos. "Bueno, pues de nuevo, te he retado muerte. Y he ganado. A ver si ahora me traes con algo mejor que un sonidito molesto. Puedo con todo".

Intentó dormir, pero no fue capaz, así que se limitó a fijar la mirada en la roca que tenía delante y a soñar despierta. Y entonces su propio grito retumbó en el interior de la montaña. ¿Qué demonios? Una escafandra de metro noventa había aparecido ante ella, saludándola como si de un niño pequeño se tratase. Iratxe abrió y cerró los ojos varias veces, se pellizcó, se pegó una bofetada. Pero seguía estando ahí. No hacía nada, solo saludaba. Poco a poco, se levantó y acercó su mano con cuidado. Estaba a punto de tocarlo cuando la escafandra respondió moviendo un brazo, e Iratxe gritó y salió disparada como una bala de cañón.

Corrió hasta encontrarse de nuevo con que el suelo se acababa. Mierda, estaba en otro pequeño saliente. Quizás si bajase... Se dio la vuelta, y el susto estuvo a punto de hacerla caer de nuevo. Allí estaba otra vez, la escafandra, pero ya no le saludaba. Esta vez le estaba ofreciendo algo con la mano, una especie de hoja de papel. Iratxe avanzó de nuevo hacia ella, lentamente. Sus ojos le dijeron que se trataba de un papiro con algo dibujado en él, su cerebro que lo cogiese y lo mirase, y su corazón y sus piernas que escapase sin mirar atrás. Finalmente hizo caso a su cabeza, y agarró el papiro. Dios mío.

El dibujo más realista que había visto en su vida representaba a Rafa, tumbado sobre la nieve, en una postura imposible. Nadie podía tener el brazo en esa posición, y las piernas en esa otra, y seguir con vida. Entonces un río de color  rojo empezó a nacer en el papiro. Salía de la cabeza y de la boca de Rafa, y bañaba la blanca y pura nieve. Antes de que su cabeza fuese capaz de hilar lo que estaba pasando, las lágrimas ya estaban cayendo de sus ojos. Miró a la escafandra, y su boca se abrió en un mudo grito. La cabeza de Rafa estaba allí donde segundos antes se encontraba el casco. El hombre sonrió, y de un ágil movimiento, su mano se apoyó en su pecho y la inmóvil mujer se sintió caer de nuevo.

Abrió los ojos, y la lluvia de sus oídos se vio acompañada por sus propios gritos, causados por un dolor inconmensurable que llegaba hasta la punta de sus pestañas. En su vida había sentido tal dolor. Solo quería que acabase, no le importaba como. No podía mover más que un brazo y el cuello, y cada vez que lo hacía sentía miles de cuchillos incandescentes clavándose en su congelada carne. Tardando lo que le parecieron siglos, logró girar la cara hacia arriba, para poder divisar a Rafa, Pem y Umba asomados al borde del risco, observándola. Tenía que ser evidente para ellos que no le quedaba mucho. 

No podía jurarlo, pero estaba segura de que sus extremidades estaban en posturas imposibles, de que la nieve bajo su cabeza estaba tiñéndose de rojo. Pero oye, por lo menos, la lluvia estaba desapareciendo. Sí, la estaba dejando tranquila por fin. Como solía decir su abuela: "Nunca llovió que no escampara". "¿En serio mi último pensamiento va a ser un refrán?", pensó mientras su última sonrisa se dibujó en sus labios.

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"Es feliz el que soñando, muere. Desgraciado el que muere sin soñar." 
Rosalía de Castro

jueves, 17 de diciembre de 2015

Teu dikenal

Temática: Nuevas experiencias

Palabras: Viajar, Desconocido, Comida

“No estoy en mi cama”. Eso fue lo primero que pensó Damião al despertare. No se atrevió a abrir los ojos, pero podía sentir el agua en su piel, la arena húmeda visitando las partes más recónditas de su cuerpo, la ropa mojada y pesada pegada a sus extremidades, sabor a sal, tierra, bilis y óxido en la lengua. Se atrevió a abrirlos. Necesitó unos segundos para adaptarse a la luz del sol, y entonces vio dónde estaba. Mierda, no había sido un sueño…

Se irguió, y su mirada recorrió con rapidez la pequeña cala en la que había naufragado. Había otros tres cuerpos tirados sobre la arena. Corrió hacia ellos. Por favor, que no fuese el único superviviente. No era más que el cocinero del barco, no podría aguantar mucho tiempo sólo. No sabía qué hacer, ni siquiera sabía dónde estaban. Los necesitaba.

El primero estaba muerto. Necesitó comprobarle el pulso diez veces y un par de sacudidas y bofetadas para convencerse. Entonces se fijó en que un marinero, Lopo da Gama, se había levantado por su propio pie y estaba arrodillado junto al otro cuerpo. Se acercó a ellos. Se trataba de un joven comerciante, inconsciente. Estaba malherido, pero sobreviviría. O no. La verdad, no tenía ni idea de qué hacer, de cómo tratar esa herida. Cuanto más se fijaba, peor pinta tenía. ¿No era normal que tuviese esa costra amarilla, no? Lopo lo hizo salir de dudas. Le dijo en un susurro que no podían hacer nada por él, se giró y le aplastó el cráneo con una roca.

Dos días pasaron sin que los dos naufragados se moviesen de la playa. Esperaban señales de algún otro superviviente, pero si las hubo no fueron capaces de distinguirlas. Finalmente, Lopo decidió que lo mejor era explorar la isla. Damião habría preferido no hacerlo, pero cada vez que pensaba en protestar recordaba la muerte del comerciante malherido y… Y bueno, le gustaba su cabeza tal como estaba. Sangre, hueso y sesos bañando la blanca y fina arena era una visión que no iba a olvidar en su vida.

Durante su inmersión en la húmeda y frondosa jungla apenas intercambiaron palabra. Damião se limitaba a seguir al marinero con la cabeza baja. Dios mío, iba a morir. Estaba cada vez más convencido. Del barco no quedaba ni rastro, y ni siquiera sabía dónde estaban. Su embarcación se dirigía al reino de la Sonda, a comprar pimienta para venderla en Europa, y sólo sabía que estaban a punto de llegar cuando un terrible tifón había aparecido de la nada. Y allí estaban ahora, en alguna de los cientos de islas de las especias que aún no habían sido colonizadas, solos. Terriblemente solos.

No tardó en descubrir que eso último no era cierto. Una lanza de madera emergió con un silbido de entre la vegetación y atravesó la garganta de Lopo. Damião apenas tuvo tiempo de tirarse al suelo antes de sentir otra pasando sobre él. Se quedó acostado contra la fría tierra, sin saber si hacerse el muerto o escapar. Lo único que tenía a la vista eran los últimos segundos del marinero, con la sangre manando de su boca como si fuese un volcán. Escuchó como unas voces en un idioma ininteligible se acercaban a él. Se hizo un ovillo. Por favor, que no le matasen.

Y así había sido. Les había parecido inofensivo, o les había dado pena, le daba igual. Lo que importaba es que seguía con vida. Sus captoras resultaron ser un grupo de bajas y robustas indígenas, vestidas apenas con unas raídas faldas y adornos en brazos y pelo. No parecerían muy intimidantes si no fuese porque todas ellas iban armadas con lanzas y arcos. No había un solo hombre en el grupo, lo cual aterrorizaba a Damião. Por favor, que no fuesen unas deborahombres o algo así, que no se los comiesen. Había oído leyendas de tribus antropófagas en el archipiélago, y quizás habrían caído en las manos de una de ellas. El hecho de que no hubiesen recogido el cadáver de Lopo como su cena le hacía sentirse más seguro. Pero solo un poco.

Una de las mujeres, la que parecía la más joven, intentara comunicarse con él, pero no fue capaz. Ella no tenía idea de portugués, ni castellano ni nada parecido, y él apenas sabía un par de palabras en malayo, que la chica tampoco comprendía. Damião solo entendió que se referían a él como “teu dikenal”, pero no tenía idea de qué quería decir. Hombre blanco o algo así, imaginaba.

El grupo lo llevó hasta su pequeño poblado, compuesto de un par de docenas de destartaladas chozas de madera distribuidas a ambos lados de un pequeño riachuelo. Según lo atravesaban, los habitantes iban asomándose con curiosidad, siguiéndolos de cerca. Nunca habrían visto a alguien como él. Y entonces se dio cuenta de una cosa. La inmensa mayoría de la población estaba compuesta por mujeres, excepto por unos pocos niños y ancianos. ¿A qué se debería?

No le preocupó mucho tampoco. Estaba más pendiente de sí mismo. No tenía ni idea de qué iba a pasar, las costumbres de esas gentes podían ser muy… Mejor ni pensarlo. Finalmente se detuvieron. Con un gesto, una de ellas le indicó que no se moviese y entró en la vivienda más cercana. Unos segundos después salió acompañada por una mujer enorme, con unos brazos que podían romper piedras de un puñetazo, unos pechos caídos casi hasta la cintura y una gran corona de flores que se sostenía en un equilibrio imposible sobre su cabeza. Se acercó a él, lo miró de arriba abajo, lo tocó de arriba abajo. Damião intentó mantenerse inmóvil y sereno, pero no pudo evitar soltar un gemido cuando la mujer palpó con fuerza su miembro. Entonces lo miró a los ojos y sus labios se abrieron para dejar a la vista una sonrisa sin dientes.

Nunca se le había ocurrido pensar que estaría tan cómodo allí. Se había convertido en cocinero de a bordo por la búsqueda de nuevas experiencias, y había cumplido y con creces. Él se esperaba algo más como visitar el palacio del rey de la Sonda, montar en elefante, conocer a esas exóticas mujeres de bronce… Y ahora aprendía a cazar extraños animales con sus propias manos, a fabricar armas con madera de árboles caídos, a bailar danzas tribales que lo dejaban agotado pero extrañamente satisfecho al mismo tiempo…

Aunque le había costado un tiempo adaptarse, las mujeres no tardaron en darse cuenta de que tenía una mano especial con la cocina, y le habían enseñado todo lo que sabían. Y había descubierto sabores increíbles, sabores que su paladar tardó tiempo en aceptar. Y tampoco podía olvidar la parte de las exóticas mujeres de bronce. 

Quizás no fuesen tan perfectas cono creyera en su momento, quizás sus pechos colgantes no fuesen tan tersos, sus cinturas tan delgadas ni sus dentaduras tan perfectas como había imaginado. Quizás su piel estaba cubierta de cicatrices y sus manos de callos. Pero se debía a que eran mujeres fuertes e independientes, capaces de sobrevivir en una situación en la que cualquier hombre europeo habría muerto sin siquiera ser capaz de intentarlo. Y eso lo excitaba. Siempre había necesitado sentirse protegido, y eso era algo imposible con la mayor parte de las mujeres de su tierra. ¿Pero con ellas? Era imposible no estarlo.

Sobre todo teniendo a Ananka, esa pequeña belleza de ojos profundos que le había dejado entrar en su choza, en su brazos y en su interior. La mujer que le hacía sentirse seguro todas y cada una de las noches. La miró con una sonrisa mientras despellejaba la comida del día y la besó, primero en los labios y luego en el vientre. Sus padres insistiendo en que no se embarcase, que así no podría montar una familia nunca. Ojalá pudiesen verlo ahora.

Ella era la única persona que le llamaba por su nombre, para el resto de mujeres seguía siendo teu dikenal. Había aprendido bastante de su idioma durante el tiempo que llevaba allí, lo suficiente para poder comunicarse con ellas sin problema. Pero seguía sin saber qué significaba esa expresión, sólo la escuchaba cuando se referían a él. Y cuando llegó el día en que lo descubrió, deseó no haberlo sabido jamás.

-¡Teu dikenal! ¡Teu dikenal! – gritaban varias mujeres de la tribu.

Damião salió corriendo de su choza, pensando que lo llamaban a él, pero enseguida se percató de que no era así. Las mujeres gritaban sin parar, entrando en las viviendas a avisar a las demás, escondiendo a niños y ancianos y recogiendo sus armas. Se estaban preparando para defenderse de algo. ¿Pero de qué? No vivía nadie más allí, estaba muy seguro. Y los animales más grandes que había no le llegaban siquiera a la altura de las rodillas, así que no podía tratarse de alguna temible fiera.

Ananka apareció tras él, con una barriga ya evidente. En cuanto vio el arco y las flechas en sus manos, el cocinero intentó convencerla de que se quedase en casa, pero le ignoró. Le dijo algo sobre que era cuestión de vida o muerte, todas eran necesarias. ¿Pero qué estaba pasando? Entonces escuchó unas voces. Era la primera vez que oía su idioma materno desde la muerte de Lopo. Y poco después llegaron los gritos.

Un grupo de hombres portugueses y españoles aparecieron en el poblado, y sin dar tiempo a ningún tipo de diálogo, el lugar se convirtió en un campo de batalla. El terror se apoderó de Damião, que no supo qué hacer. Las lanzas de madera no tenían nada qué hacer contra las espadas de acero. Una a una, las valientes y fuertes mujeres fueron cayendo, masacradas. El hombre no fue capaz de moverse hasta que vislumbró a Ananka, defendiéndose a duras penas de dos hombres que la agarraban a la vez. Pero no intentaban, matarla, no estaban haciendo eso. No era una espada con lo que pretendían atravesarla.

Fue corriendo hacia ella, recogiendo una lanza por el camino, pero apenas dio un par de pasos cuando los portugueses se cansaron y, de un solo movimiento, le cortaron la cabeza. La ira se apoderó de Damião. Esas mujeres le habían salvado la vida, lo habían cuidado, lo habían protegido, lo habían aceptado. Y ahora las estaba dejando morir solas. Había perdido a su amor y a su futuro hijo. No podía salvarlas, y no habría podido hacerlo aunque hubiese reaccionado a tiempo. No era lo suficientemente fuerte. Pero sí que podría honrarlas aún. Podía morir como ellas. Así que agarró con fuerza el arma y se lanzó contra el hombre que había asesinado a Ananka. Sabía que la muerte le esperaba entre las manos de aquel teu dikenal, de aquel desconocido. Y la recibió con un grito de guerra.


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"Nuestro destino nunca es un lugar, sino una nueva forma de ver las cosas." 
Henry Miller

lunes, 14 de diciembre de 2015

Tornillería S.L.

Palabras: Coronel Homer, Tornillería S.L., Monte Uluru, Zarzaparrilla, Ancla marina

Un, dos, un, dos, un, dos. Un, dos, un, dos, un, dos. Su mente lo repetía una y otra vez, como si fuese una canción que intentaba seguir el ritmo de las botas pisando sobre la arena del desierto. Un, dos. Nadie hablaba, simplemente corrían. Necesitaban llegar a algún lugar cubierto antes de la noche. Apenas unas horas antes, eran treinta los pares de pies que resonaban contra el terreno. Ya solo quedaban siete.

Al Coronel Homer Kelly le habría encantado decirles que ya podían detenerse, que ya era seguro. Y probablemente lo fuese. Pero no se fiaba. Tenía la mirada fija en el Monte Uluru, allí encontrarían refugio. Sabía que los estúpidos fanáticos supersticiosos del Frente Australiano Nacional temían que los espíritus aborígenes les atacasen. De hecho, seguramente en el momento en que se adentraron en el parque nacional habían dejado de perseguirles. Pero aun así, no les mandó parar. Aún no.

Era de noche cuando alcanzaron la base del monte. Por fin, Homer sintió como si dejase caer por fin un yunque de sus hombros, y con la garganta rasposa articuló sus primeras palabras en horas. “Podéis descansar.” Como si un rayo los hubiese fulminado, sus seis acompañantes se dejaron caer. Al coronel le habría encantado hacer lo mismo, pero esas personas estaban a su cuidado, así que primero debía comprobar su estado.

La gente de a pie, todos eses civiles inocentes del oeste australiano, veía a los hombres y mujeres de la Primera División del Frente Nacionalista de Australia simplemente como sus defensores, héroes incansables sin miedo alguno que no sentían otra emoción que la ira contra los separatistas. Pero no era así, eran algo más que maquinaria de guerra. Entre esas rocas del frío desierto, Homer sólo veía a un puñado de humanos, normales y corrientes, asustados y cansados. 

Sólo veía a la cadete Higgins, que se había quedado frita nada más sentarse, al intimidante Matthews sollozando en una esquina por la muerte de su hermana, a la teniente King repartiendo zarzaparrilla entre los soldados, al joven Taylor y al veterano teniente Simmons abrazados y compartiendo cariño junto al fuego, y a la inquieta sargento Nguyen recargando todas sus armas con la poca munición que quedaba. Vale, quizás ella sí que fuese una heroína incansable sin miedo.

Homer se alejó un momento del grupo, excusándose en que iba a mear, y en cuanto salió de su campo visual, dejó que todo saliese. Sus lágrimas bañaron su piel, su ropa, la arena del desierto, pero no se permitió emitir ni un solo sonido. Era su líder, no podían verlo así. Escuchó unos pasos arrastrándose tras él, y en un segundo ya estaba apuntando al recién llegado con el machete que lleva atado a la pernera de su pantalón. La bajó enseguida, avergonzado. Era King, ofreciéndole una botella de zarzaparrilla.

El coronel la aceptó, resignado, bebió un sorbo y escupió. ¡Qué puto asco! Pero era lo único que tenían, así que apretó los ojos y bebió más. No habían podido rescatar agua, ni nada de comer. Esa bolsa llena de botellas de cristal rellenas de esa repugnante y dulce bebida era el único alimento que tenían. Todo por culpa del estúpido vicio de la general de brigada, adicta a ese líquido, del cual había surtido la base en abundancia. Vieja, inútil e inteligente vaca, que dios la tuviese en su gloria.

Al día siguiente, Homer, acompañado de Nguyen, Taylor y Higgins, exploraba la zona en busca de agua. O por lo menos, les había dicho a sus soldados que era su único cometido. Obviamente, agua necesitaban, sobre todo si lo único que tenían para beber era esa mierda. Pero también había escuchado rumores de que en el Monte Uluru se habían refugiado partidarios del oeste que habían huido del régimen oriental. Y quería saber si los rumores eran ciertos.

El avistamiento de una pequeña edificación en el aba de la formación rocosa pareció darle la razón. Antiguamente nadie podría haber construido ahí al ser una reserva natural, pero llevaban cinco años de guerra civil, habían tenido tiempo de sobra. Por si acaso, pidió a Taylor y a Higgins que les cubriesen desde un alto, y él y Nguyen se acercaron a la casa. “Tornillería S.L.” se podía leer en el cartel de la entrada. El coronel miró a la sargento extrañado. Parecía español. La mujer corroboró que se trataba de ese idioma, pero que por lo que sabía, tornillería era una tienda de tornillos. No tenía ningún sentido. Homer se encogió de hombros, supuso que su compañera se había liado con la traducción, y petó en la puerta, con el arma cargada en la otra mano.

-¡Adelante! -indicó una potente voz femenina desde el interior.

Homer y Nguyen entraron en formación de a dos, con las armas listas para disparar. Y fueron recibidos de la misma manera, con los cañones de una docena de pistolas distintas apuntándoles a la cabeza. La misma voz de mujer que les indicó que entrasen ordenó que todo el mundo depusiese las armas, y la obedecieron enseguida. Lo mismo hicieron los soldados. El coronel no podía dejar de sorprenderse. Acababan de entrar en un bar repleto de gente armada a los pies del Monte Uluru. Ver para creer.

El coronel se acercó a la barra, seguido por la sargento, al otro lado de la cual se encontraba la persona que daba las órdenes allí. Se trataba de una mujer alta y corpulenta, con un tatuaje de un ancla marina en la frente. Se presentó como Jefa, mote que según ella le habían puesto sus “clientes”, y que prefería usar antes que su verdadero nombre. Había que proteger a la familia. Confirmó lo que habían sospechado. Claro, ¿quién iba a abrir un bar en el medio de la nada en medio de una guerra? Españoles, por supuesto.

La mujer les invitó a un par de botellas de agua. Tuvo que probar ella un poco de ambas para demostrarles que no estaban envenenadas, y entonces bebieron con avidez. Por fin, algo que no era la puta zarzaparrilla. Era el paraíso. Más tranquilo, ordenó a Nguyen que fuese en busca de Taylor y Higgins, mientras que él continuó hablando con Jefa. ¿Cómo había llegado hasta allí? No le respondió. ¿Por qué había abierto un bar? ¿Cómo? ¿Cuándo? Tampoco le contestó.

Lo único que pensaba decirle era que su establecimiento era neutral, allí no había bandos. Todos sus clientes eran refugiados de ambos lados del conflicto que habían hecho del Monte Uluru su hogar durante esa estúpida guerra. No eran muchos, pero tampoco pocos. No tenían mucho con qué pagarle, pero bueno, ella realmente vendía agua y poco más, así que tampoco pedía demasiado. Y esa mochila llena de zarzaparrilla sonaba muy tentadora.

-¿Por qué Tornillería S.L? –preguntó Homer con curiosidad.

-Porque no vendo tornillos.

-No lo entiendo.

-Australiano tenías que ser… -respondió Jefa con una carcajada.- Es un chiste, no vendo tornillos, así que la llamo Tornillería. ¿Qué querías, que le llamase Agua Embotellada de Mierda S.L.? Así no voy a atraer clientela.

-No lo entiendo. ¿Atraer clientela? Si no tienes competencia. Y realmente clientes tampoco, no son más que gente perdida que necesita un techo y agua para no morirse deshidratada, básicamente.

-De verdad, días como hoy entiendo por qué este país está en guerra. Sin sentido del humor no se puede vivir en paz.

Homer seguía confuso. ¿Se estaba burlando de él? Quizás la mujer no se expresaba bien en inglés. Sí, sería eso. El semblante de la española se convirtió en una risa al ver su cara. Le dijo que no importaba, que dejase de darle vueltas al nombre. Que lo que importaba era que ahora estaban a salvo de toda esa muerte sin sentido. ¿Muerte sin sentido? Ahora insinuaba que la causa que había llevado a tantos amigos a la tumba era por nada. El coronel se incorporó, enfadado, rompiendo el vaso que tenía en su mano. Sólo la conveniente llegada de Nguyen y Taylor impidió que se abalanzase sobre la mujer, aunque no que le gritase como un poseso.

-Vamos a ver –replicó Jefa- Yo lo siento bonito, pero no puedo entender como alguien puede defender esta guerra. Vamos, ninguna en general. Me parece un concepto estúpido. Seguro que ni siquiera sabéis por qué peleáis. Y no me vengas a decir que es por defender a vuestra nación de unos fanáticos, como me han dicho tantos otros. Todo empezó por una trifulca política de mierda que se podía haber resuelto con una puta disculpa. Pero si hasta los dos bandos se llaman ridículamente igual, ¡no me jodas! ¿Frente Australiano Nacional y Frente Nacionalista de Australia? ¿De verdad? Ya sólo por eso es imposible tomaros en serio. Llevo casi quince años viviendo en este país, pensé que sería distinto al mío. Tenía entendido que aquí la gente era más civilizada, que no alzaría las armas por cualquier mierda. Pero estaba equivocada. El retraso mental parece ser algo universal. Puedo entender que la gente luche, sé que no os queda otra a muchos. Lo entiendo, de verdad. ¿Pero qué defiendas esta mierda de guerra? No, no lo entiendo. Y lo peor es que incluso los que saben que está mal, la consideran la mejor solución para acabar por la vía rápida, por la vía fácil, ¡tócate los pies! ¿Pero acaso no es mejor tardar más, buscar una solución más difícil, si se puede evitar un derramamiento de sangre? ¿No ves que en cuanto los dos bandos pensáis que estáis haciendo lo correcto con esto, ninguno podéis ser los buenos? Muchas americanadas veis me parece a mí. Pues si no estás de acuerdo con que este puto enfrentamiento no tiene sentido vete coño, idos y no volváis. Yo aquí sólo atiendo a gente necesitada de verdad, gente que quiere una vida sin muerte, gente que sabe que todo esto está mal.

El discurso resonaba en su cabeza mientras se alejaba del bar. Sólo lo acompañaban Taylor y Higgins. Nguyen, la dura y fuerte Nguyen, la heroína incansable y sin miedo, había resultado ser todo lo contrario y se había quedado atrás. Había creído en las palabras de esa extraña española con un ancla en la frente y se había decantado por vivir en paz, por dejar las armas. Bueno, era una gran pérdida para su ejército, pero también lo eran las otras treinta personas que habían perdido el día anterior. El coronel Homer dirigió una última mirada atrás, una última lectura del cartel de esa Tornillería S.L. a la sombra del Monte Uluru. Nada, seguía sin entender el chiste. Dio un trago de zarzaparrilla que le dio náuseas. “Porque no vendo tornillos.” Seguro que si le preguntaba por qué se había tatuado un ancla le diría "Porque no soy un barco". Imbécil.

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"La guerra ha sido la norma, y la paz, la excepción." 
Susan Sontag

viernes, 11 de diciembre de 2015

Fish & Chips

Palabras: FBI, Hacker, Elefante, Británica, Samurái

La luz la cegaba de nuevo. Malditos focos, ¿no podían apuntar hacia otro lado? Un joven se acercó para maquillarla. No, por favor. Quería salir lo más natural posible. Él insistió, pero una voz lo hizo callar. Una mujer baja, fornida y autoritaria se acercó a ellos. Un simple gesto de su mano bastó para que el maquillador desapareciese de su vista. En cuanto quedaron a solas, sostuvo con ternura su cara entre las manos y la miró a los ojos. Todo iba a ir bien, le dijo. Sus miradas se entrecruzaron unos segundos que parecieron toda una vida. El brillo en sus ojos oscuros, las arrugas color chocolate que surcaban su cara, esa expresión preocupada y serena al mismo tiempo. Era obvio que la presentadora había vivido mucho más de lo que cualquiera podría presumir a simple vista. 

Con unas cuidadas manos a las que la edad no perdonaba, y con el cariño propio de una madre, la que era una de las mujeres más influyentes del país le recolocó el hiyab alrededor del cuello. En un principio no iba a llevarlo puesto, no querían que su imagen fuese tan… ¿Cuál había sido la palabra que usara aquel viejo productor? Tópica. Pero se había negado rotundamente, y la presentadora la había apoyado sin dudar. Ella era así, y así iba a salir ante las cámaras. Eran sus creencias, y había que respetarlas. Era una frase con la que no solía estar de acuerdo, pero no veía ningún problema en su caso. No iba a hacer daño a nadie. No era una muestra de inferioridad ante nadie, por mucho genital externo que les colgase entre las piernas. Lo llevaba porque quería, porque su madre y su abuela lo portaran antes que ella, porque las cosas podían interpretarse de mil maneras distintas. Y eso era lo que le importaba a ella, y lo único que tenía que importar a los demás.

Una chica con una visera negra les informó de que en cinco minutos estarían el aire. Cogió aire. Sus ojos almendrados recorrieron el plató por completo. Estaba casi desierto, y los pocos trabajadores que allí se encontraban temblaban sin parar. Sabían que podían estar haciendo historia, pero que también se metían en un gran problema. Sus jefes les habían prometido que asumirían toda la responsabilidad, pero aun así era difícil estar tranquilo. Tenía que hacerlo bien por ellos. Se estaban arriesgando mucho. Por ellos y por… Metió la mano en su bolsillo y sacó un pequeño samurái de plástico. Por ellos y por su valiente samurái. La presentadora se unió a ella ante las cámaras. Ya era la hora. Se enjugó las lágrimas y se giró. Era el momento. Su nombre era Nasrin Hashemi y tenía una historia que contar.

Todo había empezado días atrás. Estaba sentada en esa acolchada silla de su despachito, notando el olor del café recién hecho y el ronroneo de su regordeta gata sobre su regazo. Y lo que descubrió cambió su vida para siempre. Sabía en lo que se estaba metiendo, no era el primer secreto gubernamental que había descubierto. Pero nunca había visto tal cosa. Tal… Sentía ganas de vomitar. No podía ser cierto. Para. Tenía que dejar su sorpresa de lado y actuar con toda rapidez. Descargó la información, la guardó en su pegajoso y gastado pen drive y salió lo más rápido que pudo de esa base de datos. Se concedió unos segundos para recuperarse y avisó a sus superiores en KiwiLeads. No quería esa información en sus manos más tiempo del imprescindible.

Un leve golpeteo en la puerta llamó su atención. Nasrin enmascaró sus emociones con una sonrisa y dijo a su hijo que pasase. Aiden entró corriendo y riendo, con esa vitalidad que sólo un niño de seis años era capaz de presentar a cualquier hora del día. Como siempre, llevaba puesto ese pijama que parecía una armadura, que le había regalado en Navidades por su obsesión con los guerreros japoneses. Su pequeño samurái. En la mano llevaba un juguete, un samurái de plástico, con el que empezó a atacar a la gata. 

Nasrin le riñó y le quitó el muñeco de las manos. Eso no se hacía. Aiden cogió una rabieta y fue a buscar a su padre. Ya empezábamos. Siempre acudía a Grant y acababa siendo ella la mala. Mientras seguía al pequeño, el timbre se puso a sonar como loco. La mujer abrió la puerta, y al otro lado se encontró un hombre vestido completamente de negro. Podía llamarle Elephant, y lo habían enviado para sacarla de allí. Tenían que desaparecer, y tenían que hacerlo ya.

A partir de ahí, todo fue muy rápido. Los altos mandos de KiwiLeads le habían enviado para protegerla. El gobierno se había enterado que había descubierto ciertos secretos, así que ella y su pen drive eran lo más buscado por el FBI en ese momento. Lo bueno es que ellos eran más rápidos. Nasrin apenas tuvo tiempo de despedirse de Grant y del pequeño Aiden. “Sé valiente cariño, sé mi valiente samurái” le dijo. No podían llevarlos con ellos, sería más seguro que se quedasen atrás. Las lágrimas en los ojos de un niño que no entendía por qué su madre le abandonaba le rompieron el corazón. Estaría bien, se dijo. Si quería conseguir un futuro mejor para él, estaba haciendo lo correcto. Por favor, que no se estuviese equivocando.

Elephant había llegado en el momento justo. Apenas se habían alejado veinte metros del portal cuando los primeros agentes del FBI se personaron allí. El hombre le había ordenado quitarse el hiyab para pasar desapercibida, y los dos siguieron caminando con normalidad, cogidos de la mano, como si fuesen una pareja que buscaba una buena terraza en la que tomar algo. El instinto le hacía revisar cada minuto el bolsillo para comprobar que el pen drive seguía allí, y se dio cuenta de que había en él otra cosa. Un pequeño samurái de plástico. Maldita sea, no le había dado a tiempo a devolvérselo. Recordó las lágrimas en sus ojos. Era lo mejor para él, se repitió.

Pasaron los días siguientes en un piso de mala muerte en un oscuro barrio de Charlotte, a más de mil kilómetros de casa. Un zulo del tres al cuarto. Ni siquiera tenía una mísera ventana, y sólo Elephant podía entrar y salir. Nasrin se preguntó si le llamarían así por su pelo teñido de gris o por sus pendientes en forma de colmillo, pero no se atrevió a decirle nada. No hablaban mucho de hecho, excepto cuando él le traía noticias del exterior. Su novio seguía en custodia del FBI, pero todo apuntaba a que pronto le liberarían. Afortunadamente, nunca le había revelado nada de lo que había descubierto a lo largo de su carrera como hacker, y los interrogadores se habrían dado cuenta. Al ser tan pequeño, Aiden había sido puesto en custodia de la madre de Grant de inmediato. Estaba bien, y a salvo. Asustado, pero a salvo. Era lo que necesitaba saber.

El resto de noticias fueron más perturbadoras. Todo Estados Unidos la tenía en el punto de mira. Había salido en decenas de periódicos y noticiarios, identificada como una peligrosa terrorista iraní afiliada con el ISIS. ¿De verdad? Vale, no era la persona más legal del mundo, pero de hacker para KiwiLeads a asesina fanática del Estado Islámico había mucha diferencia. Ella sólo quería que el mundo descubriese la verdad, la gente tenía derecho a saberla. No quería matar a nadie. Es que ni podía entender que se lo planteasen.

Pero realmente lo que más le molestaba era que la encasillasen tan pronto como iraní, sin más. Claro, querían dar la imagen de una musulmana más, una loca religiosa que llegara desde la tierra de los desiertos, los jeques y el petróleo para sembrar el caos en la patria más poderosa del mundo. ¡Pero si era británica! Había nacido en Londres y se había criado en Manchester, con las manos bañadas en el aceite de los fish & chips callejeros y viendo reposiciones del Doctor Who. Animaba al United con todo el aire de sus pulmones, contaba chistes de escoceses a pesar de que amaba sus verdes colinas, se reía de los franceses aunque soñaba con visitar la torre Eiffel, cantaba God Save the Queen con emoción aunque era republicana... 

Y no, no había emigrado a América por sus valores, ni porque creyese que era la tierra de las oportunidades. Pero tampoco por poner bombas y matar a gente inocente que creía en otra bandera y en otro dios. No, se había mudado a esa pequeña ciudad de Massachusetts porque había conocido a un joven estudiante de intercambio que había conquistado su corazón y sembrado su vientre con lo más perfecto que había en ese mundo.

Estaba cansada ya. Cansada de que la nación de su madre y sus abuelos fuese más importante que la suya propia. Cansada de que llevar un pañuelo alrededor de la cabeza la definiese más que lo que había en su interior. Cansada de que la gente que había jurado protegerles les mintiese. Cansada de atrocidades, medias tintas, ilusiones de seguridad y de tanta represión. Cansada de tener que resignarse a que su hijo tuviese que vivir lo mismo que ella. Cansada de no luchar, cansada de no hacer nada. Cansada, simple y llanamente.

Y por eso ahora estaba en ese plató, con los focos cegadores y la verdad aferrada a su corazón. Elephant la había puesto en contacto con ellos, personas suficientemente valientes como para arriesgarse para contar la verdad, y luego se había desvanecido. Le habría gustado darle las gracias, preguntarle algo sobre él, pero no había tiempo. Estaban allí para cambiar el mundo, sin temer las consecuencias. Bueno, sí que las temían, pero eso sólo los hacía más valientes. Ella no iba a ser menos. 

Por Grant. Por su valiente samurái. Por toda esa gente que vivía en una mentira tras otra. El cámara le hizo un gesto y un piloto rojo se encendió en el aparato. Nasrin miró a su derecha. La presentadora asintió. Cogió aire. Mirada al frente. Echó aire. Metió la mano en el bolsillo y apretó con fuerza esa pequeña figura de plástico, que le recordaba a lo más importante que había en el planeta. Y las palabras salieron solas de su boca.

-Hola, mi nombre es Nasrin Hashemi, y… y… Tengo una historia que contarles.

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"La verdad se corrompe tanto con la mentira como con el silencio." 
Cicerón


Podéis saber lo que le pasa a Nasrin después de esto en Chocolate, bálsamo e Izal y en Niebla.

miércoles, 9 de diciembre de 2015

La clave del éxito

Temática: Destino

Palabras: Chocolate, Viajar, Éxito

Era un día como otro cualquiera. Alberte arrastraba los pies por el camino de tierra le llevaba fuera del pueblo, rumbo a casa. En su mano derecha, una artesanal cesta se balanceaba adelante y atrás, adelante y atrás. A sus diez años, había recorrido ese trayecto tantas veces que no podía ni aspirar a contarlas. Pero no podía estar más contento, hacía meses que la cesta no estaba tan vacía. Había vendido casi todo el chocolate, y llevaba el doble fondo de la cesta bien surtido de monedas. Por fin su madre sonreiría al verle.

Al ser ya mediados de noviembre, a pesar de que eran las siete de la tarde ya era de noche. Así que apuró el paso, no le inspiraba mucha confianza esa zona a oscuras. Cruzaba un endeble puente de madera sobre un riachuelo cuando vio una figura agachada en la orilla. Se trataba de una menuda y encorvada anciana, lavando sus ropas entre suspiros de cansancio. Alberte se apiadó de ella y se ofreció a ayudarla. La mujer se lo agradeció encarecidamente, y entre los dos acabaron enseguida. Al terminar, el niño la vio tan cansada que le dio un par de bombones que le quedaban en la cesta. La anciana, con los ojos vidriosos por la gratitud mostrada, le acarició el mentón con sus esqueléticos dedos y susurró:

-Niño, hace años que la gente se encuentra conmigo, y nunca nadie ha sido amable. Y tú, tú eres especial. Así que te mereces una recompensa. Espero que sepas valorarla. Has de saber que en el futuro tienes que tener en cuenta tres cosas, tres cosas importantes que te definirán para siempre. Escúchame chico, y escúchame bien, porque no pienso repetirlo. No tendrás dinero hasta que aprendas a perderlo, no serás padre hasta que aprendas a amar, y no conocerás el éxito hasta que aprendas a reconocerlo y a arriesgarte. Nunca lo olvides niño, porque este es tu destino, y no lo puedes cambiar.

Y entonces la anciana se desvaneció en la noche, como si nunca hubiese existido.

Veinte años después, Alberte recordó esas palabras con una solitaria carcajada mientras limpiaba la caja registradora. Recorrió con una mirada la tienda, completamente desierta. No le preocupó, ya era casi la hora de cerrar, lo extraño habría sido que hubiese alguien. Realmente el negocio tenía más éxito del que se esperaba. Más del que tenía cuando él era el propietario, por lo menos. No podía evitar sentirse culpable cada vez que pensaba en ello. Su madre había conseguido pasar de vender chocolates caseros en la cocina de casa o por medio de la venta ambulante de un niño de diez años, a montar una chocolatería de primera categoría en el centro de Compostela. Chocolatería Doces e Soños. Bueno, ahora se llamaba La Aldea de Chocolate. Pura basura en su opinión, vamos. Pero ya no era el jefe, no podía decir nada. Y la culpa era suya.

Cinco años atrás, un accidente de tráfico se llevó la vida de sus padres. Su hermana pequeña estaba convirtiéndose en médico en Valencia, así que le tocó a él hacerse cargo del establecimiento. Solo necesitó un año para hundirlo en la miseria. Por suerte o por desgracia, el señor Gurruchaga compró el local para que formase parte de su cadena de chocolaterías, y accedió a que Alberte conservase su puesto de trabajo. Así que sí, se reía ahora de la predicción de aquella anciana. Esas palabras habían resonado en sus oídos durante años, pero estaba claro que no eran más que patrañas.

Ya sabía qué era perder dinero, y no veía que hubiese aparecido más por ninguna parte. Ya sabía qué era el éxito, su madre lo había tenido. Y él no lo había ni olido. Y había conocido el amor, sí. Lucía, cómo olvidarla. La misma que había desaparecido de su vida en cuanto un médico le dijo que no podría tener hijos. Así que ahí estaba, pobre, fracasado y estéril. Vamos, predicción cumplida tal cual. 

Volvió a recordar esas palabras al dejar la maleta sobre la cama, antes de salir a explorar la ciudad. Parecía que iba a tener dinero sin tener que perderlo, ¿eh, señora? Gurruchaga lo había transferido a uno de sus establecimientos de Barcelona. Estaría allí durante unos meses de prueba, y si daba el tipo, lo ascendería para trabajar en la sede central, en Madrid. Parecía ser que al fin se había percatado de que había heredado el arte de su madre. Hacía años que no le pasaba algo bueno, ¿podría ser que su vida estuviese encaminada por fin?

Iba tan ensimismado en sus pensamientos que no se dio cuenta hasta que era demasiado tarde de que se había perdido. ¿A quién se le ocurría distraerse de tal manera en una ciudad desconocida? El GPS no funcionaba. Mierda. A saber dónde estaba. Aun por encima parecía que nadie sabía decirle como llegar a su calle. Putas grandes ciudades. Se puso a buscar alguna señal con el nombre de su calle, y entonces  sintió como alguien le tiraba de la manga.

-¿Señor, está perdido? ¿Necesita que le ayude? – murmuró una niñita rubia y regordeta.

Alberte se sonrojó y sonrió. Le dio las gracias, se agachó y le dijo su dirección. La pequeña no sabía dónde estaba, pero su madre seguramente sí, así que gritó para llamarla. Avergonzado, le dijo que no era necesario, pero ya era tarde. Una mujer de su edad se acercó, preocupada, e instintivamente su cuerpo se colocó en un ademán protector ante su hija. Alberte se disculpó, más azorado todavía, pero la niña le ignoró y contó a su madre lo que había pasado. Tras intercambiar un par de frases con él, la mujer pareció darse cuenta de que era inofensivo, y se relajó. Ella era Montse, y la pequeña, Carlota, y estarían encantadas de ayudarle a llegar hasta casa.

La verdad, no podía haberle ido mejor. No solamente le acompañaron, sino que después también le hicieron un tour por la zona. Montse incluso le pasó su número, por si se volvía a perder. De primeras, solamente lo usó para preguntarle por lugares. Pero poco a poco, las conversaciones se fueron haciendo más personales. Ya no hablaban de las Ramblas o de la Sagrada Familia. Alberte le explicaba como hacer unos buenos bombones, Montse como ponía orden entre sus alumnos. Él le pedía consejo de moda, ella le contaba un chiste. Él le hablaba de como había perdido a sus padres, ella de como había criado a su hija sola. Los dos consolaban lágrimas que no veían, reían gracias que no escuchaban. Se convirtieron primero en amigos, y luego en algo más.

Alberte tardó casi un mes en dar el paso. Un paso del que nunca se arrepentiría. En un principio sólo habían quedado para que le enseñase el centro, pero en su cabeza era una cita en toda regla. Un discreto beso de despedida lo confirmó. Las excusas para verse se convirtieron en rutina, y la rutina en necesidad. No hacía falta inventarse motivos ya, querían verse y punto. Pasaban los meses, y la relación de dos se convirtió en una de tres. Alberte se quedaba en casa de Montse, y allí estaba Carlota. Esa niña que, sin saberlo, con un gesto de amabilidad había encendido una chispa. Una chispa que ahora no se quería extinguir.

El chocolatero había pasado años intentando ocultar su amor por los críos, desde que había recibido aquella noticia que propiciara la marcha de Lucía. Pero con ella era imposible. La incomodidad al hablar con ella, al no saber qué decirle como hombre que tenía sexo con su madre, no tardó en desaparecer. Carlota lo hacía fácil. Él le leía cuentos, le enseñaba a preparar el chocolate que tanto le gustaba, la arropaba por las noches. Ella le premiaba con inocentes besos en la mejilla, con ilusión por cada cosa nueva aprendida, con sonrisas, con mejillas enrojecidas. “No serás padre hasta que aprendas a amar”. Quizás la anciana no había estado tan equivocada al fin y al cabo.

Había pasado más de un año desde aquel perezoso viaje a Barcelona cuando por fin Gurruchaga le llamó. Estaban todos de acuerdo en la empresa, había demostrado ser más que válido para ir a Madrid. Alberte no dudó. Sabía las consecuencias, pero no le importaban ya. Podía estar arriesgándose completamente, no sabía qué iba a pasar con ellas. Pero quería hacerlo. Necesitaba hacerlo. Estaba preparado para perder si con ello podía soñar con ganar de verdad.

A esa decisión le siguieron días de envío de currículums, de dejarse los ojos leyendo ofertas en periódicos, de vueltas y más vueltas en busca de un trabajo. Pero nada. Era un experto en chocolates, no sabía mucho más. Hasta que, un buen día, de nuevo fue Carlota el ángel caído del cielo que necesitaba. Acababan de salir del cine, comentando la película, y fue la única que se fijó en aquella colorida y abandonada fachada. Alberte se acercó. Una vieja chocolatería con un cartel de "SE VENDE". Cruzó una mirada con Montse. Ella asintió. Era hora de arriesgarse otra vez. Como le habían dicho una vez: “no tendrás dinero hasta que aprendas a perderlo”. Quizás esta era la buena.

Meses después, la nueva Doces e Soños estaba a rebosar de clientes. Era un sábado a hora punta, y Montse y Carlota se habían ofrecido a ayudarle. Por fin lo había entendido. Le había costado unos veinte años, pero lo entendía. La clave del éxito no se encontraba en el poder o el dinero. Tampoco en ser famoso, reconocido, ni deseado. El éxito en la vida consistía, simplemente, en ser feliz. Y esas manos manchadas de chocolate, la clientela que llegaba hasta el otro lado de la acera, la risa de Carlota, la mano de Montse acariciándole la cintura... Si eso no era felicidad, que le fulminase un rayo allí mismo. “No conocerás el éxito hasta que aprendas a reconocerlo y a arriesgarte”. Gracias señora. Tenía usted razón. Había perdido, había amado y se había arriesgado. Y no podía irle mejor.

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Feliz cumpleaños Tifa ;) 

"He cometido el peor de los pecados: no he sido feliz." 
Jorge Luis Borges

lunes, 7 de diciembre de 2015

Érase una vez un pulgón inconformista

Palabras: Globo, Tonto, Hormiga, Brote, Especulación

Lo llamaban tonto. Una y otra vez. Su madre, su padre, sus casi cien hermanos y hermanas. Siempre el mismo cuento. Los pulgones no debían pensar. Los pulgones no debían plantearse nada. Servir, obedecer, servir y obedecer. Era todo lo que tenían que hacer. Ni siquiera podían tener un nombre. Un número era suficiente. Dejarse guiar hacia alimento fresco, dejarse proteger de depredadores, y, a cambio, sólo tenían que alimentar a sus guías y guardianas. ¿Guías y guardianas? Oh, sí, muchas gracias señora hormiga, por enseñarme dónde está la comida. Es que soy tan estúpido que no sé encontrarla yo solito.

Ellas les decían cuándo comer, qué comer, cómo comer, dónde comer. Y aun así, buena parte del alimento era para ellas. Y lo peor es que todos estaban contentos. Todos y cada uno de los cientos de miles de pulgones que conocía, estaban encantados con el trato. No eran más que un rebaño, uno muy fácil de guiar. Pero él no pensaba lo mismo. Lo sentía por los suyos, pero no se iba a conformar con eso. 23437 quería libertad e independencia, quería ganarse su comida con su esfuerzo y disfrutar de sus resultados.

Y por ello, había una cosa que no sabían todos aquellos que le llamaban tonto. Tampoco esas supuestas omnipotentes e inteligentes hormigas que tan pendientes de ellos estaban. Sin que nadie se percatase, consiguió separarse del grupo, mientras éstos estaban demasiado ocupados en devorar las hojas de un rosal. Correteó tallo abajo, sin pausa pero con cuidado, y no se sintió seguro hasta que llegó a la base. Ahí, entre la tierra y tanta vegetación, sabía que tendrían muy complicado encontrarlo.

Se habían alejado mucho de su zona de pasto habitual, pero aun así no le costó encontrar su destino. Allí estaba, su más preciado tesoro. Su secreto más oculto, y a la vez, su mayor orgullo. Unos pequeños brotes, que cada vez estaban más grandes. Meneó sus antenas con firmeza, repitiendo una señal ensayada centenares de veces. Y los demás surgieron de sus escondites entre la vegetación. La anciana 4378, el revolucionario 17108, el pequeño 23992. Y también 20479, la de las antenas largas, y una veintena de idealistas y rebeldes pulgones más. Vale, quizás el secreto no fuese solamente suyo. Pero en los números estaba la fuerza.

No habían nacido todos de la misma puesta, pero eran familia. Eran los únicos que lo respetaban, que compartían sus ideas, los únicos que no lo llamaban tonto. Los únicos que lo consideraban un igual. Ni siquiera eran ellos quiénes habían comenzado con el plan, el huerto ya existía mucho antes de que el huevo de 4378 eclosionase. Tampoco vivirían para ver el resultado de sus acciones, eran demasiado efímeros. Pero no les importaba. Lo que contaba era el hecho, la acción, la idea. Que sirviese para algo a alguien en algún futuro.

Comprobaron el buen estado de los brotes, e iban a retirarse cuando sintieron que alguien más se acercaba. Sus antenas interpretaron de inmediato el origen de esas feromonas. Era una hormiga. 23992 dio la voz de alarma y les dijo que huyesen, pero era demasiado tarde. Ya estaba allí, ya los había visto. La hormiga se paseó lenta y altivamente entre los brotes, tocándolo todo con sus antenas mientras hacía chasquear sus mandíbulas. 23437, al igual que los demás, se mantuvo inmóvil. No sabía qué hacer. La habían fastidiado. De alguna manera, alguno de ellos había sido descubierto al dirigirse hacia allí. ¿Podría haber sido culpa suya?

La hormiga se detuvo por fin, situándose ante 4378. Sabía que era la más vieja, y por ende, la identificaba como la artífice de lo que estaba pasando allí. Por la forma en que se dirigió a ella, era evidente que no necesitaba preguntar para saber qué estaba pasando. Se había dado cuenta de que se trataba de un acto de rebeldía, de que estaban rompiendo el pacto supuestamente mutualista que existía entre ambas especies. Y si no había sido evidente en ese momento, lo fue cuando, con un rápido y potente movimiento, la agarró con sus fauces y partió su anciano cuerpo en dos.

23437 seguía paralizado, no sabía cómo reaccionar. El mundo se había detenido a su alrededor. Estaban muertos, todos muertos. Pero entonces, un movimiento de las antenas de la hormiga indicó lo contrario. Sabía qué estaban haciendo allí, sí. Y quería ayudarlos. Era una gran idea, cultivar sus propias plantas en un lugar estratégico… Les ahorraría tantos desplazamientos con el objeto de localizar el alimento. Era una gran idea, estaba orgullosa de ellos. Nadie más iba a sufrir ningún daño.

¿Entonces por qué había matado a 4378? Antes de que respondiese, otra hormiga apareció de la nada, al lado de la primera. “El mundo funciona así.” les dijo. “Uno no puede liderar sin que el anterior líder haya muerto. Se sabe.” “Y una hormiga nunca va a ser liderada por un pulgón. Es ley de vida.”, añadió la otra. 23437 intentó averiguar qué pensaban los demás. Era obvio, lo mismo que él. No se fiaban un pelo. ¿Pero qué otra cosa podían hacer?

Así que ese grupo de pulgones inconformistas acabó a las órdenes de las dos hormigas. Su gran rebeldía ahora se encontraba bajo las órdenes de sus opresores. ¿Cómo había pasado eso? ¿Cómo el trabajo de generaciones había sido anulado en apenas un momento, por un pequeño error que ni siquiera podían identificar? Las hormigas, por algún motivo, seguían ocultando la existencia de los brotes al resto del hormiguero. Según ellas era para protegerlos de la ira de la reina, pero no se lo tragaba. Algo más tenía que haber.

Aun así, durante los días siguientes, todo continuó igual que siempre en el cuidado del huerto. La única diferencia era que esas dos hormigas los observaban constantemente, pero sin darles órdenes ni intervenir. Eran conscientes de que por muy superiores a ellos se creyesen, no sabían nada sobre el tema, y lo único que harían sería molestar. Iba todo muy bien, la verdad. Demasiado bien. Y todo tenía su explicación.

23437 y 20479 descubrieron el pastel por accidente. Él se había quedado atrapado una gota de restos de baba de caracol, y ella lo ayudó a liberarse, lo que les hizo separarse del resto del grupo. Y así se tropezaron con las dos hormigas, que se comunicaban a escondidas. Ocultos sobre las hojas de un trébol, se enteraron de todo. Su plan consistía en aprovecharse de los pulgones para seguir cuidando de ese huerto de brotes, y en cuanto fuese evidente que era un gran plan, y supiesen lo suficiente como para seguir su cuidado, eliminarlos a todos. Entonces se presentarían ante la reina, y le venderían su idea. Le colarían ese terreno conseguido sin apenas esfuerzo para conseguir que las colmase de honores y una nueva y mejor posición en el hormiguero. Todo a cambio de nada. No podían haberlo hecho mejor.

Los dos pulgones maldijeron. Lo sabían, sabían que la cosa era peor aún de lo que parecía. Su legado estaba bajo el control de dos hormigas especuladoras, mentirosas y homicidas. Tenían que hacer algo. Costase lo que costase, tenían que solucionarlo. Si habían sido capaces de creer en algo una vez, ¿por qué no hacerlo de nuevo? Si fueron capaces de ser más inteligentes que ellas, ¿por qué no podían ser más fuertes también?

La cosa no salió bien. En cuanto informaron a los demás, 17108 los lideró valientemente a la batalla, a enfrentarse a esas dos esclavistas que se creían más listas que ellos. Demostrar al mundo que no sólo ellas podían decidir sobre su vida o muerte, que ellos tenían el mismo poder. Ahora su cabeza reposaba en una esquina, el tórax en otra y del abdomen no había ni rastro. El cuerpo de 20479 yacía a pocos metros de él, apenas reconocible, rodeado por otra veintena de cadáveres de sus compañeros. Su familia.

23437 nunca se había sentido tan derrotado. Seguía vivo, sí, pero poco más. Las dos hormigas se dirigían ya hacia él, dispuestas a rematarlo. Quizás su familia tuviese razón. Quizás sí que había sido un tonto. Pero por lo menos lo había intentado. Así que se preparó para lo inevitable. Pero fue lo imposible lo que ocurrió. Un viento huracanado los lanzó a los tres por los aires. El pulgón tuvo la suerte de conseguir encaramarse a una hoja, y pudo distinguir el origen del fenómeno. Un globo azul, gigantesco para ellos, lo había provocado al pasar flotando sobre ellos.

Después llegaron los temblores. Uno de esos enormes gigantes de carne y tela corría tras él, persiguiéndolo, nada más que un crío riendo alocadamente con la mente sumida en algún infantil juego. Primero un pie, luego el otro, se posaron sobre el diminuto huerto. Cuando se alejó lo suficiente, 23437 se atrevió a acercarse. No pudo evitar alegrarse al ver los cuerpos sin vida de las dos hormigas, con las extremidades dobladas en posiciones imposibles. Habían recibido su merecido por todos los amigos masacrados. Y después se topó con los brotes, destruidos también. ¿Tanta muerte, tanta lucha, para nada? ¿Qué podía hacer ahora? El pequeño 23992, el otro único superviviente, se acercó a él y respondió.

-Volver a empezar.

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Gracias al único Miguel que empieza por R. 

"Es posible tener que librar una batalla más de una vez para ganarla." 
Margaret Thatcher