jueves, 16 de junio de 2016

Los tambores del vértigo

Palabras: Sueño, Vértigo, Miedo, Constancia, Talento

Que veías todo París, decían. Que te embargaba el amor, decían después. Que nunca podrías disfrutar de unas vistas más hermosas, solían añadir. Pues no era por llevar la contraria, pero todo lo que veía Étienne era un cúmulo borroso y un mundo que no paraba de dar vueltas. La ciudad se desdibujaba ante sus ojos, las pequeñas luces se convertían en faros gobernados por la amorfía, todos sus músculos temblaban y el suelo no paraba de moverse, intentando arrojarlo hacia su muerte. Y lo más importante de todo, no había manera de que su cuerpo se uniese con el de esa indistinguible joven morena que se encontraba ante él.

Lo único que era capaz de ver podía ser tanto su amada Yvette como una escoba vieja con un vestido desgastado apoyada contra la barandilla de la Torre Eiffel. Los oídos de Étienne se veían ensordecidos por los inaudibles murmullos que eran para él las palabras de la mujer. Él intentó hacerle caso, de verdad que lo intentó, pero sus sentidos no se lo permitían. Sintió como su delicada mano se apoyaba sobre su hombro, intentando reconfortarlo, pero lo único que consiguió fue que sus pies trastabillasen y lo hiciesen caerse de espaldas sobre el famoso monumento de hierro.

Si pudiese ser consciente del mundo que lo rodeaba habría sentido una inmensa vergüenza, pero todo lo que sentía eran sus sienes palpitantes amenazando con desprenderse de su cabeza. Nunca le había pasado nada igual. Las palabras de Yvette se convirtieron en gritos, que en los tímpanos de Étienne se transformaban en el Tamborilero del Bruch asustando a los franceses en lo más profundo de los Pirineos.

Horas después, Étienne se hallaba en su cama de hotel, escondiéndose entre las sábanas para intentar olvidar lo sucedido. Yvette había tenido que cargar con él sola hasta allí, hecha un manojo de preocupaciones, y lo había dejado en la habitación mientras buscaba algo que le asentase el cuerpo. No sabía qué decirle, ni siquiera cómo mirarla, tras el bochornoso espectáculo que había dado. El plan era llevar a su novia a lo alto de la Torre Eiffel, ya que ella, al ser marsellesa, nunca había tenido oportunidad de verla, y allí decirle esas palabras mágicas, y dejar que el romanticismo desbordase sus poros. Después irían a la habitación de hotel que habían alquilado, y la disfrutarían de una manera que en sus casas familiares no podían permitirse. Pero todo se había ido a la mierda.

Cuándo escuchó abrirse la puerta, Étienne ocultó su cara contra la mullida almohada, incapaz de mirar a Yvette sin sentirse conquistado por la vergüenza. Pero enseguida sus caricias y su risueña voz lograron hacerlo salir de su escondite, desalojar ese estúpido miedo de su mente. Y todo fue a peor. Ni siquiera tuvo tiempo de atisbar esos labios pícaros que eran como imanes para él antes de que el universo volviese a desenfocarse de sus retinas.

La cama se convirtió en un barco zozobrante en medio de un temporal, las paredes de la habitación se fundían con el mobiliario y la joven volvió a convertirse en esa escoba con un vestido raído. Sus manos se agarraron con fuerza contra el colchón, intentando combatir el miedo a caerse hacia el abismo. No había ningún abismo, lo sabía, pero su cerebro no quería comprenderlo. De nuevo, el Bruch volvió a emerger de aquellos sedosos labios, y no pudo hacer nada por hacerlo callar.

Étienne no sabía qué hacer. Habían pasado semanas desde aquella infame jornada sobre la Torre Eiffel, y cada vez que veía a Yvette el vértigo volvía a apoderarse de sus sentidos. Había acudido a médicos, a psicólogos, y nadie había podido ayudarle. Incluso se había dejado las rodillas rezando a un dios en el que en su vida había creído, pidiéndole que no fuese más que un enrevesado sueño. Pero no lo era. Y nunca había estado tan asustado. No podía siquiera ver a la mujer que amaba, no podía oírla, lo único que sentía cuando estaba cerca de ella era un miedo atroz que se apoderaba de todo su ser.

Le pidió que lo dejase, que él no era capaz de hacerlo, pero no podía darle esa mierda de vida. La amaba demasiado. Tenían que comunicarse con mensajes y llamadas, no podían verse, oírse, tocarse, sentirse. No, simplemente no podía hacerle eso. Yvette se negaba, una y otra vez. No quería rendirse, no tenía miedo. Étienne no sabía si esa chica era tonta o estaba loca, pero no podía quererla más. Y por eso se decidió. Tenía que afrontar sus miedos, tenía que dejarla vivir su vida, no podía permitir que sufriese por su culpa. Pero la quería demasiado.

Seguían pasando los meses, y lo siguieron intentando. En el peor de los casos, Étienne acababa llorando sobre el retrete, a punto de perder el sentido, mientras escuchaba como Yvette cerraba la puerta, dispuesta a volver a intentarlo, una y otra vez. Y en el mejor de los casos, para ser sinceros, pasaba exactamente lo mismo.

En las suaves teclas de su piano era el único lugar en el que Étienne encontraba su refugio. Era el único talento que tenía, y lo único que lo reconfortaba. La tranquilidad que le otorgaban esas sinfonías centenarias conseguía aplacar sus miedos, sus dudas, echar de su cabeza esas voces que discutían entre sí. Unas querían que siguiese intentándolo, otras que reuniese valor y que convenciese a Yvette de que no sería feliz sin él, y otras que era un tremendo imbécil por dejarse conquistar por ese vértigo imposible.

Y quizás fuese porque la música acallaba esas voces, o quizás no tenía nada que ver, pero fue entre los si bemoles y las sonatas de Bach dónde por fin, tras incontables jornadas de locuras, pudo escuchar la voz que antaño derretía todas sus emociones. Y seguía haciéndolo. Étienne alzó los ojos hacia el frente, y allí estaba, esa cabellera oscura, esos ojos castaños, aquellos deliciosos labios que reclamaban su presencia. No podía creérselo. Por fin había pasado. El miedo ya no estaba, el vértigo había desaparecido.

Los dos cruzaron una brillante mirada, y Étienne soltó las teclas y se incorporó como si no hubiese un mañana, dispuesto a darle todo el amor que llevaba meses intentando salir de su interior. Y en cuanto la última nota se desvaneció en el aire, volvió a estar solo en un remolino de inconsistencia, impotencia y el más absoluto pavor, acompañados por el dolor de huesos rompiéndose cuando su brazo se vio atrapado entre ochenta kilos de francés y el parqué del suelo.

Con una escayola en el brazo y el miedo nublando sus neuronas, Étienne por fin llegó a una solución. Pidió a Yvette que lo esperase en su casa, tenía que decirle algo. No podía perder el valor ahora, debía hacer lo correcto. Tenía que abandonar ese reducto de felicidad que era la joven para que ella pudiese ser feliz.

En cuanto entró en su casa cerró los ojos, sabiendo lo que pasaría si la veía. Ya le había pedido que no le hablase al llegar, que solo escuchase, para impedir que el temible vértigo le impidiese hacer lo que tenía que hacer. La llamó por su nombre, esperando que con algún ruido le indicase donde se encontraba, y lo que respondió le sorprendió como nada lo había hecho en toda su vida. Era Claro de Luna, su sonata favorita de Beethoven. O eso parecía.

Étienne se acercó poco a poco al piano, sin atreverse a abrir los ojos. Quizás Yvette no tuviese talento musical ninguno, pero la torpeza de la sonata era sólo un añadido más que hacía que se humedeciesen sus ojos. Jamás había estado tan enamorado. ¿Cómo podía hacerle esto ahora? Le pidió que parase, que solo se lo estaba poniendo más difícil. Pero ella lo ignoró. Se lo repitió, y se lo volvió a repetir. No quería hacerlo, pero se lo gritó. Y Claro de Luna seguía sonando, a su hermosa manera.

No pudo más. Abrió los ojos, y con todo el valor que pudo reunir, le gritó que dejase de hacer el estúpido. Y entonces se dio cuenta. Ojos castaños, sonrisa deliciosa, cabellera oscura. Estaba todo ahí. Y no había señales del vértigo. No había miedo, ni temblores, ni el Tamborilero del Bruch espantando a las tropas napoleónicas. Solo estaba ella, esa  joven que le sonreía con un amor incalculable a pesar de que acababa de llamarla estúpida. Esa mujer que en vez de abandonarlo había preferido ser una constante en su vida, valiente y testaruda, que no se había resignado a rendirse.

Esa tranquilizante música reactivó el imán que era Yvette para él, y Étienne se acercó a ella con calma, temiendo que todo fuese una falsa alarma y que el mundo se volvería a desmoronar bajo sus pies. No podía creérselo, no podía asimilar que por fin la estaba viendo, que por fin estaba escuchando esa risa nerviosa otra vez. Que por fin las yemas de sus dedos podían recorrer su suave y fría piel, notando como se erizaba con el mero contacto mientras se paseaban desde sus hombros hasta el dorso de sus manos.

Tenían que hacerlo juntos, estaba seguro. Era la única forma de averiguarlo. Pero el miedo seguía ahí. El miedo a que en cuanto se desvaneciese la música, el vértigo volvería a derrumbar su felicidad. Pero Yvette no podía estar postrada ante ese piano eternamente. Así que entrelazó los dedos con los suyos, y con suma ternura apartaron las manos de las teclas de marfil, y comprobaron como un instante se convertía eterno. Pero la eternidad también tenía fin, y lo que la sucedió, bueno, digamos que lo único que importa es que no fue el vértigo. 

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"Adiós al vértigo de vernos coincidiendo en el espacio." 
Mikel Izal

Si  queréis saber que algo sobre la familia de Yvette, leed Carne de vitela de primeira calidade!

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