Temática: Crítica al capitalismo
Palabras: Libélula, Ginseng, Epíteto
Aunque el aire amenazaba con dejar
caer su gorra en lo más profundo de las estepas de la inmensa China Popular, el
estruendo provocado por el movimiento de las hélices de la tambaleante bañera
de hierro que era el helicóptero en el que volaba no lo ensordecía como a sus
compañeros. No, más bien podía decirse que lo arropaba. La mente de Raúl se dejaba
bañar por él, se dejaba llevar por esa mezcla de ruido y viento a lo más recóndito y feliz de sus recuerdos, a aquellos días de verano en esa pequeña aldea
del interior gallego.
Rememoraba la luz del sol cegando
sus ojos, el sabor de las peras recién caídas, los pequeños saltamontes
intentando huir de la prisión que era su mano, el característico olor del calor
en la hierba... Y, con especial cariño, ese sonido tan similar al que inundaba sus
oídos en ese momento, que solía pasearse cada amanecer y atardecer fugazmente
entre las plantas de perejil y romero que crecían a la vera de la sencilla casa
de sus abuelos.
Sus pensamientos se veían
acariciados por las fuertes y arrugadas manos de su
abuela posándose en su hombro, mientras su rasposa voz, cansada por los años,
le indicaba que observase atentamente a esa pequeña y esbelta figura que se
paseaba ante él. Helicóptero, lo llamaba su abuela, cuya anciana mente había olvidado
ya el nombre por el que la conocía en su juventud. Como siempre, la libélula no tardó en desaparecer de su vista, esta vez cuando una gran sacudida lo sacó de sus
ensoñaciones.
El sonido de las alas metálicas se vio acompañado por los gritos de sus compañeros de viaje, mientras el piloto pedía que mantuviesen la calma. Raúl no sabía si se debía a que realmente era más valiente de lo que jamás habría pensado, o si simplemente no era capaz de asumir que quizás estuviese a punto de perder la vida, pero su garganta se mantuvo en silencio y su cuerpo no se movía más de lo imprescindible para no precipitarse al vacío.
El sonido de las alas metálicas se vio acompañado por los gritos de sus compañeros de viaje, mientras el piloto pedía que mantuviesen la calma. Raúl no sabía si se debía a que realmente era más valiente de lo que jamás habría pensado, o si simplemente no era capaz de asumir que quizás estuviese a punto de perder la vida, pero su garganta se mantuvo en silencio y su cuerpo no se movía más de lo imprescindible para no precipitarse al vacío.
Minutos después, el hombre se
encontraba sentado sobre la seca hierba mientras escuchaba Sean, el piloto, juraba en un
incomprensible inglés con acento australiano intentando reparar el helicóptero
que a duras penas había conseguido aterrizar. A un par de metros de él, Helena,
su fotógrafa y compañera de trabajo, y Hu Meiyu, la intérpetre, discutían
entre susurros a saber sobre qué.
Raúl se incorporó y sus ojos se
volvieron a fijar en el poblado que se distinguía a un par de quilómetros de
allí, y supuso que estarían debatiendo si ir allí a por ayuda o no. En su
opinión, no tenía pinta que la gente que viviese en esa rústica población
pudiesen ayudarles mucho. No, lo que él esperaba era que Sean arreglase rápido
el helicóptero de las narices para poder volver a su trabajo. Ser periodista de
la revista científica Epíteto Específico no es que le resultase muy rentable, y
menos aún si no conseguía siquiera el material para el artículo que le habían
pedido, Saiga tatarica, sobre las
manadas de los susodichos antílopes que estaban desapareciendo de manera
apabullante en el país.
Pero ya fuese gracias al karma o a
Murphy, horas después los cuatro viajeros se encontraban a las puertas de una
de las desgastadas casas de la aldea, con los nudillos de Meiyu golpeándola con
suavidad en busca de ayuda. Era la tercera puerta a la que llamaban, y estaban empezando
a sospechar que el pueblo había sido abandonado hacía tiempo.
Mientras aguardaban con
impaciencia, Raúl se fijó en que Helena no pudo evitar sacar su cámara y
fotografiar unas pequeñas plantas con unos extraños racimos de bayas rojas que
crecían junto a la vivienda. Meiyu dijo que deberían probar con otra casa, que
esa también parecía abandonada, pero Raúl la detuvo y señaló a las plantas. Sean
lo ignoró, pero sus compañeras tardaron apenas unos segundos en fijarse en lo mismo
que él. Alguien las estaba cultivando, no se trataba de plantas salvajes. Meiyu
de hecho las identificó, Panax ginseng,
cuyas raíces solían usarse a lo largo de China para preparar gran variedad de
remedios medicinales.
Habiendo comprobado su teoría, Raúl
volvió a la entrada de esa casa y golpeó la puerta con fuerza, hasta que la
traductora lo detuvo y le indicó que prestase atención. El periodista agudizó
sus oídos y sonrió. Podía oírse como unos ligeros pies se arrastraban por la
madera al otro lado de la puerta.
Resultaba que no se trataba de una
aldea abandonada al fin al cabo. Unas cuantas familias, lo que venían siendo sobre
unas cuarenta personas, vivían ocultos en esas casas que parecían abandonadas.
Lo que más llamó la atención a Raúl fue que una gran parte no eran más que niños.
Meiyu se comunicó con ellos como pudo, ya que apenas media docena de ellos
tenían ciertas nociones de mandarín, y transmitió a los demás que se negaban a
dejarlos a la intemperie, que prometían acogerles entre ellos el tiempo que
fuese necesario.
Y el tiempo que fuese necesario se
había convertido en una larga, extraña y quizás exótica semana. Tras la primera
noche, dos de los hombres del poblado habían partido a pie con Sean y Meiyu en
busca de la ciudad más cercana, en la que esperaban encontrar cobertura y
ayuda. En cambio, Raúl y Helena se habían quedado allí, en parte porque sabían
que solamente entorpecerían su viaje, y en parte porque sentían una enorme
curiosidad por ese grupo de gente que parecía haberse distanciado de la
civilización por decisión propia.
En un principio su estancia se
había visto definida por la falta de comunicación y el asombro de los niños que
nunca habían visto a ningún extranjero, pero el internacional lenguaje de los
gestos resultó ser tremendamente eficaz, como siempre, y los pequeños olvidaron
pronto la sorpresa. Pero ellos dos no. Las cámaras que había en el equipaje de
Helena trabajaban sin descanso, intentando almacenar cada ápice de su vivencia.
Las mañanas trabajando en los huertos, las tardes de juegos fruto de la
desbordante imaginación de los niños, las noches bebiendo ginseng preparado de
mil formas distintas.
No les faltaba de nada. Raúl no
podía sino conmoverse al ser consciente de que esa gente no tenía nada, y de
alguna manera se las apañaban para darles todo. Comida, bebida, un lecho en el
que dormir, entretenimiento. Y era consciente de que si hablasen su mismo
idioma, tenían cientos de historias que compartir, con las que podría alimentar
quilómetros de libros hasta que el planeta se quedase sin tinta para contarlas.
Sí, había sido una larga semana, pero cuando escucharon el aleteo de una
libélula gigantesca sobre sus cabezas, se dio cuenta de que no podía haber sido
más corta.
No fue hasta que se habían
despedido entre besos y abrazos que todos y cada uno de sus acogedores hospedadores
y habían subido en un gran helicóptero con la bandera China en su costado, que Meiyu
les contó su historia. Hacía una treintena de años, una empresa estadounidense
se había asentado en el valle, dando trabajo, o más bien, esclavizando, tanto a
adultos como a niños por un dinero que apenas les llegaba para subsistir, pero
que era lo único que tenían. Aunque les pareciese mentira, para ellos era la
panacea económica, nunca habían tenido tales riquezas en su haber.
Como siempre, el trabajo atraía
trabajadores, y la población había crecido poco a poco a lo largo de los años.
Pero unos cinco años atrás, la empresa había visto que trasladar la producción
a Camboya les salía mucho más barato, y allí se habían ido de un día para otro.
¿Qué más daba que dejasen a todas esas familias a su suerte, sin trabajo ni
dinero? La mayor parte de la población había acabado emigrando a otras villas o
ciudades en las que buscarse la vida, y los que los habían cuidado estos últimos
días eran los pocos que habían preferido quedarse, subsistiendo con su
esfuerzo, su imaginación y sus plantas de ginseng.
Aún no habían aterrizado, el
zumbido de la libélula seguía retumbando en sus oídos, y ya tenía pensado hasta
el título del artículo. Panax ginseng,
para seguir la tónica de Epíteto Específico. Esperaba que la revista le dejase
publicarlo, y que llegase a toda la gente posible. Tenía que saberse. El mundo
tenía el derecho, la obligación de conmoverse con esa historia. Tenía que hacer
lo posible por ayudar a esas personas que lo habían cuidado como si fuese uno
más, tenía que ser para ellos algo más que esa libélula que aparece y
desaparece en un instante de tu vida.
Ya lo tenía casi listo. Solamente
le quedaba repasar la ortografía y encajar las fotografías que había
seleccionado de Helena, y ya podría enviarlo a la redactora jefe. Estaba
inmerso en una intensa lucha con Word para darle el formato que quería a una
imagen de esas llamativas bayas rojas de ginseng cuando recibió la llamada. Era
una importante editorial. Habían oído su historia, y querían que pasase de un
simple artículo para Epíteto Específico. Querían que publicase un libro con
ellos, basado en hechos reales, contando las desavenencias de ese pequeño
poblado del noroeste de China. Las cifras eran…
Raúl pidió que le diesen un par de
días para pensárselo. El artículo ya casi estaba, en una semana podría volverse
viral por toda la red y ayudar a toda esa gente mucho antes que cualquier
libro. Eso era lo que él quería, no necesitaba embolsarse una enorme cantidad
de dinero, lo justo era lo mismo que habían hecho ellos, ayudarles sin pedir nada a cambio,
simplemente por el hecho de hacer algo bueno. Volvió a observar todos esos
ceros seguidos del símbolo del euro que había apuntado en la esquina de un
papel, cogió el teléfono de nuevo y llamó a Helena.
-Oye, ¿qué opinas de “En el aleteo
de una libélula” como título de un libro?
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"Poderoso caballero es don Dinero."
Francisco de Quevedo
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