Palabras: Mundo, Hamburguesa,
Hormiga, Amor, Álbum
Ndèye dio otro mordisco al
delicioso manjar que le acababan de poner en las manos. Hamburguesa, le había
llamado Iván. Le había pedido disculpas mientras se la ofrecía, lamentando no
haber podido invitarla a algo mejor. ¿Disculpas por qué? En su vida había degustado
algo tan sabroso.
El joven le estuvo hablando
mientras la devoraba, pero estaba tan ensimismada en la comida que apenas le
hizo caso. Necesitaba concentrarse para entender el torpe francés del chaval, y
estaba demasiado hambrienta como para hacerlo. Cuando terminó, sus ojos se
encontraron con una tímida media sonrisa, y aunque Ndèye intentó corresponderla,
sus músculos faciales aun no estaban listos para ello.
Fue consciente de la pérdida de
brillo en los ojos de Iván, pero no podía hacerle nada. Estaba encantada con
él, de verdad, no podía haber pedido un acompañante mejor, pero simplemente no
podía. Había pasado por demasiado últimamente, y ni un baño de bondad, como la
que emanaba de él, era capaz de curarla.
Avergonzada por lo que pasaba por
su cabeza, se disculpó para ir al cuarto de baño un momento. La expresión de Iván le decía que
había susurrado tanto que no la había entendido, así que señaló hacia donde se
encontraba el servicio y él asintió. Estaba caminando hacia allí, con los
hombros encogidos, la cabeza baja y las manos hechas un manojo de nervios, cuando se dio cuenta de que no lo llevaba.
Se dio la vuelta en un suspiro,
temiendo habérselo olvidado, pero enseguida se calmó. La bolsa estaba colgada
del respaldo de su asiento, justo donde la había dejado. Un movimiento brusco
del cuerpo de Iván, girándose para quedar de espaldas a ella, le hizo darse
cuenta de que la había estado observando continuamente. Durante un momento se
sintió muy incómoda, muy sucia. Los hombres que la miraban de esa manera desde
que había llegado a España no solían tener buenas intenciones. Pero entonces
una vocecilla en su cabeza le dijo que se calmase, le recordó que aunque Iván
no fuese policía, seguramente sus padres le habían pedido que no la perdiese de
vista.
Más tranquila, se dispuso a ir por
fin al cuarto de baño, pero antes de eso tuvo que dar la vuelta. No era capaz
de dejarlo allí, sabía que Iván era buen chico y no lo robaría ni nada, pero…
Simplemente no podía. Así que cogió la bolsa, intentó sonreír al joven, de
nuevo sin éxito, y se dirigió apresurada y avergonzada al servicio.
Ya allí apoyó la bolsa en el suelo,
bajó con facilidad la larga y vaporosa falda, que le había prestado la madre de
Iván y era varias tallas mayor de lo que necesitaba, y se sentó sobre el frío
retrete. Se llevó las manos a la cara, cansada, y dejó que su cuerpo descansase.
Finalmente todo parecía ir bien, no podía creerlo. Mejor dicho, no sabía si
creerlo. No podía fiarse. No podía cometer el mismo error que sus padres.
Ellos se habían fiado de aquellos
hombres, allá en Senegal, cuando les habían prometido que cuidarían de sus
hijos. “Podrás conocer mundo cariño, eso es lo que importa”, le había repetido su
padre un millón de veces. Y ella les había creído. Total, se suponía que eran
amigos de su padre, de cuando tenía un trabajo, antes de perderlo todo. Ella
apenas lo recordaba, era muy pequeña cuando su familia se había arruinado. Una
de las pocas posesiones que conservaban de aquella época estaba en el interior
de la desgastada bolsa de tela que se encontraba sobre el suelo húmedo y sucio,
apoyada contra su pierna derecha.
No había estado segura de querer
llevarla consigo en un viaje tan largo y peligroso, pero su madre había
insistido. Casi la pierde cuando la deshidratación estuvo a punto de acabar con ella en el Sáhara, o cuando la embarcación en la que iban estuvo a punto
de volcar, o cuando los sanitarios los habían rescatado en la costa andaluza.
Aunque en aquellos momentos estaba más preocupada por no mirar ella misma,
siempre había reservado las fuerzas suficientes para aferrarse a aquella bolsa.
Cuando aquella amable pareja francoparlante la había encontrado vagando por las
calles de Granada después de escabullirse de la policía española, había perdido a Amath, su querido hermano, pero no el
contenido de la bolsa.
Cuando aquella pareja demostró no
ser tan amable, pensó que no volvería a verla. Fue metida a la fuerza en el
maletero de su coche durante horas y horas, hasta que cuando por fin pudo
respirar aire fresco al llegar a su destino, fue confinada en las cuatro
paredes de aquella pequeña casa de las afueras de Verín. Lo siento papá, parece
ser que no conocería mucho mundo. Todo el mundo que conocía era una antigua y
mohosa casa perdida en los montes galaicos.
Había intentado resistirse, claro
que lo había hecho, pero era demasiado pequeña, demasiado débil, estaba
demasiado cansada de la vida como para poder ganar. Los primeros meses la
habían mantenido siempre atada, y había aprendido a palos de parte de la mujer
como debía cuidar una casa. Finalmente la habían liberado de sus ataduras
físicas, pero sabían que no las necesitaban para mantenerla allí. Oh sí, ellos
lo sabían. Sabían perfectamente que Ndèye había perdido la fe, la fuerza, las
ganas, que lo único por lo que vivía era para obedecerlos a cambio de tres
comidas al día y un sitio donde dormir. No era la primera joven a la que tenían
allí, ni sería la última.
Entre ellos hablaban en gallego
para que no los entendiese, pero con el tiempo había ido aprendiendo, y se
enteró de que el siguiente paso era venderla a alguien. No entendía muy bien
qué estaba pasando, ni si la vendían como esclava doméstica o para cosas aun peores,
sólo sabía que no podía seguir así. Recordaba aquel momento perfectamente,
aquella hormiga escalando por su ropa, como la había cogido y había estado a
punto de aplastarla con sus dedos cuando decidió posarla en el alféizar de la
ventana y dejarla vivir. Ella era una hormiga, no era más que una pequeña y desvalida
hormiga, con la que los gigantescos humanos podían hacer lo que querían.
Por Alá, ¿cuánto tiempo llevaba en
el baño? Le extrañaba que Iván no hubiese aparecido ya para preguntarle qué
pasaba. Se limpió rápido con el papel higiénico, se colocó la ropa, agarró la
bolsa como si fuese lo más importante del mundo, tiró de la cisterna y salió.
No pudo evitar detenerse ante el espejo. La verdad, en la semana que llevaba en
su nuevo hogar, no se había fijado mucho en su aspecto.
Se llevó una grata sorpresa. Su
cara parecía más viva, más brillante. Sus mejillas algo más rellenas, su pelo
más lustroso, sus ojos más tranquilos. Qué cambio en apenas siete días. Qué
poco tiempo había pasado desde que la hormiga había decidido que no quería ser
una hormiga. Desde que se encontró a sí misma, en el baño, con un cuchillo
sobre su muñeca, y cambió de idea. Sus padres lo habían dado todo porque ella
dejase atrás la miseria, porque pudiese conocer el mundo más allá de su diminuta,
atestada y enfermiza cabaña. Por ellos, no podía rendirse.
Realmente, una vez reunió el valor
para rebelarse, no fue tan difícil. Quizás ellos fuesen más fuertes que ella
físicamente, pero había algo que no tenían. La mezcla de ira, desesperación,
amor perdido, ganas de venganza y miedo que se cocinaban en el interior de Ndèye
había sido el combustible necesario para huir. La pareja la había visto, sí, y
la habían perseguido. Pero no había quien parase sus piernas.
Ndèye se lavó las manos y la cara,
y volvió al comedor del restaurante. Allí se encontró con la cara de
preocupación de Iván, y le pidió disculpas. Él le respondió que no tenía por
qué darlas, y entonces le comentó que tenía una duda, pero que le daba
vergüenza preguntar. La mujer no dejó que sus prejuicios se apoderasen de su
cabeza esta vez. No, el chico no iba a hacerle nada malo.
El chico era como su padre, y como
el resto de policías que la habían encontrado corriendo por el bosque y la
habían protegido de aquella malvada pareja. Afortunadamente, la gente ya
sospechaba de ellos, y encontraron las pruebas suficientes como para creer a
una simple chiquilla africana sin hogar que apenas sabía su idioma.
El padre de
Iván se había ofrecido a acogerla enseguida, con el pretexto de que su mujer y su hijo sabían algo de
francés. Al principio había desconfiado, ¿cómo no hacerlo, después de todo? Y
aunque se había demostrado ese mismo día que todavía conservaba alguna duda,
no podía encontrar ningún motivo lógico para quejarse. La habían tratado con
cariño, como a una más. Le habían proporcionado un techo, comida, cariño… Después
de su familia, nunca nadie había cuidado de ella así.
Y ahí estaba, gracias a Iván, era
el primer día que se atrevía a dejar la que era su nueva casa. Le había
costado, pero el chico había insistido y no supo cómo decirle que no. Era la
persona más tímida y sonriente que había conocido en su vida, y había algo en
él que la hacía querer seguirle a cualquier parte. Y menos mal que le había
hecho caso, sino no habría probado esa delicia llamada hamburguesa. Su paladar
se encontraba en la panacea gracias a ello.
Además, no podía olvidar una cosa,
y es que aunque fuese una tontería, había sido él quien se lo había devuelto.
Pensaba que sus captores se habrían deshecho de su más preciada posesión, estaba
segurísima. Y entonces aquel día, el tercero en la cálida casa de la familia del
policía, si no recordaba mal, Iván había petado en la puerta de su habitación,
y lo había visto ahí, con una sonrisa en los labios y aquella bolsa de tela en
las manos… Ojalá hubiese sido capaz de sonreír ella misma para expresar su
felicidad. Había sido el mejor momento de su vida, su corazón había dado tal
brinco que estuvo a punto de llevarla a la Luna como si nada.
Y precisamente era de eso sobre lo
que Iván quería hablarle. Recordaba habérselo entregado y que ella, tras darle
las gracias, lo había abrazado con cariño. Sabía que lo llevaba a todas partes
con ella, y que por lo tanto, era algo muy importante, pero no había tenido
oportunidad de verlo, y tenía mucha curiosidad.
El primero reflejo de Ndèye fue
abrazar la bolsa con fuerza, en ademán protector. Entonces Iván le pidió
perdón, y le dijo que no importaba, que entendía que no era quién de verlo. Y
ver como desaparecía la eterna sonrisa de la cara de Iván la hizo reaccionar.
Era el chico que se la había devuelto, el chico de la hamburguesa, por el amor
de Alá. No iba a quitársela, no iba a hacerle daño. Y lo sabía perfectamente,
pero parecía que intentaba convencerse a sí misma de lo contrario.
Así que abrió la bolsa, y sacó su
valioso contenido. Se acercó a Iván, para que lo viese bien, y entonces abrió
el viejo y desgastado álbum de fotos en el que se conservaban las pocas y
viejas fotos de su familia. Sus padres, Amath, sus otras dos hermanas, todos
estaban allí, mirándola fijamente, felices para toda la eternidad.
Notó que los músculos de su boca intentaban hacer algo, pero no lo conseguían.
Iván señaló una foto en la que salía ella de pequeña, en la que le faltaban un
par de dientes y sostenía una gran pelota de cuero entre sus huesudas manos, y
comentó que estaba muy guapa cuando se reía.
Ndèye lo miró, y vio que había
recuperado su sonrisa. Pero esta era distinta, no era como la de siempre. No,
había en ella algo especial, algo que obligó a su cara a imitarla. Y como
respuesta, sintió como todo su cuerpo se revolucionaba. No podía dejar de
sonreír, los latidos de su corazón aumentaron como locos, sus manos tuvieron
que soltar las hojas del álbum porque las recorrían unos extraños temblores, el
calor se apoderó de sus mejillas y de su pecho.
¿Qué había en esa sonrisa del chico
de la hamburguesa, que estaba revolucionando el cuerpo de aquella hormiga que no quería ser tal? No lo sabía, pero sí que se dio cuenta de una cosa. Sus padres se
equivocaban. En apenas unos instantes, se había percatado de una cosa. Lo
importante no es conocer el mundo, sino encontrar su lugar en él. Y gracias a
ellos, creía que acababa de encontrarlo.
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"Una sonrisa es una línea curva que lo endereza todo."
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