viernes, 22 de enero de 2016

Sonrisa olvidada

Palabras: Mundo, Hamburguesa, Hormiga, Amor, Álbum

Ndèye dio otro mordisco al delicioso manjar que le acababan de poner en las manos. Hamburguesa, le había llamado Iván. Le había pedido disculpas mientras se la ofrecía, lamentando no haber podido invitarla a algo mejor. ¿Disculpas por qué? En su vida había degustado algo tan sabroso.

El joven le estuvo hablando mientras la devoraba, pero estaba tan ensimismada en la comida que apenas le hizo caso. Necesitaba concentrarse para entender el torpe francés del chaval, y estaba demasiado hambrienta como para hacerlo. Cuando terminó, sus ojos se encontraron con una tímida media sonrisa, y aunque Ndèye intentó corresponderla, sus músculos faciales aun no estaban listos para ello.

Fue consciente de la pérdida de brillo en los ojos de Iván, pero no podía hacerle nada. Estaba encantada con él, de verdad, no podía haber pedido un acompañante mejor, pero simplemente no podía. Había pasado por demasiado últimamente, y ni un baño de bondad, como la que emanaba de él, era capaz de curarla.

Avergonzada por lo que pasaba por su cabeza, se disculpó para ir al cuarto de baño un momento. La expresión de Iván le decía que había susurrado tanto que no la había entendido, así que señaló hacia donde se encontraba el servicio y él asintió. Estaba caminando hacia allí, con los hombros encogidos, la cabeza baja y las manos hechas un manojo de nervios, cuando se dio cuenta de que no lo llevaba.

Se dio la vuelta en un suspiro, temiendo habérselo olvidado, pero enseguida se calmó. La bolsa estaba colgada del respaldo de su asiento, justo donde la había dejado. Un movimiento brusco del cuerpo de Iván, girándose para quedar de espaldas a ella, le hizo darse cuenta de que la había estado observando continuamente. Durante un momento se sintió muy incómoda, muy sucia. Los hombres que la miraban de esa manera desde que había llegado a España no solían tener buenas intenciones. Pero entonces una vocecilla en su cabeza le dijo que se calmase, le recordó que aunque Iván no fuese policía, seguramente sus padres le habían pedido que no la perdiese de vista.

Más tranquila, se dispuso a ir por fin al cuarto de baño, pero antes de eso tuvo que dar la vuelta. No era capaz de dejarlo allí, sabía que Iván era buen chico y no lo robaría ni nada, pero… Simplemente no podía. Así que cogió la bolsa, intentó sonreír al joven, de nuevo sin éxito, y se dirigió apresurada y avergonzada al servicio.

Ya allí apoyó la bolsa en el suelo, bajó con facilidad la larga y vaporosa falda, que le había prestado la madre de Iván y era varias tallas mayor de lo que necesitaba, y se sentó sobre el frío retrete. Se llevó las manos a la cara, cansada, y dejó que su cuerpo descansase. Finalmente todo parecía ir bien, no podía creerlo. Mejor dicho, no sabía si creerlo. No podía fiarse. No podía cometer el mismo error que sus padres.

Ellos se habían fiado de aquellos hombres, allá en Senegal, cuando les habían prometido que cuidarían de sus hijos. “Podrás conocer mundo cariño, eso es lo que importa”, le había repetido su padre un millón de veces. Y ella les había creído. Total, se suponía que eran amigos de su padre, de cuando tenía un trabajo, antes de perderlo todo. Ella apenas lo recordaba, era muy pequeña cuando su familia se había arruinado. Una de las pocas posesiones que conservaban de aquella época estaba en el interior de la desgastada bolsa de tela que se encontraba sobre el suelo húmedo y sucio, apoyada contra su pierna derecha.

No había estado segura de querer llevarla consigo en un viaje tan largo y peligroso, pero su madre había insistido. Casi la pierde cuando la deshidratación estuvo a punto de acabar con ella en el Sáhara, o cuando la embarcación en la que iban estuvo a punto de volcar, o cuando los sanitarios los habían rescatado en la costa andaluza. Aunque en aquellos momentos estaba más preocupada por no mirar ella misma, siempre había reservado las fuerzas suficientes para aferrarse a aquella bolsa. Cuando aquella amable pareja francoparlante la había encontrado vagando por las calles de Granada después de escabullirse de la policía española, había perdido a Amath, su querido hermano, pero no el contenido de la bolsa.

Cuando aquella pareja demostró no ser tan amable, pensó que no volvería a verla. Fue metida a la fuerza en el maletero de su coche durante horas y horas, hasta que cuando por fin pudo respirar aire fresco al llegar a su destino, fue confinada en las cuatro paredes de aquella pequeña casa de las afueras de Verín. Lo siento papá, parece ser que no conocería mucho mundo. Todo el mundo que conocía era una antigua y mohosa casa perdida en los montes galaicos.

Había intentado resistirse, claro que lo había hecho, pero era demasiado pequeña, demasiado débil, estaba demasiado cansada de la vida como para poder ganar. Los primeros meses la habían mantenido siempre atada, y había aprendido a palos de parte de la mujer como debía cuidar una casa. Finalmente la habían liberado de sus ataduras físicas, pero sabían que no las necesitaban para mantenerla allí. Oh sí, ellos lo sabían. Sabían perfectamente que Ndèye había perdido la fe, la fuerza, las ganas, que lo único por lo que vivía era para obedecerlos a cambio de tres comidas al día y un sitio donde dormir. No era la primera joven a la que tenían allí, ni sería la última.

Entre ellos hablaban en gallego para que no los entendiese, pero con el tiempo había ido aprendiendo, y se enteró de que el siguiente paso era venderla a alguien. No entendía muy bien qué estaba pasando, ni si la vendían como esclava doméstica o para cosas aun peores, sólo sabía que no podía seguir así. Recordaba aquel momento perfectamente, aquella hormiga escalando por su ropa, como la había cogido y había estado a punto de aplastarla con sus dedos cuando decidió posarla en el alféizar de la ventana y dejarla vivir. Ella era una hormiga, no era más que una pequeña y desvalida hormiga, con la que los gigantescos humanos podían hacer lo que querían.

Por Alá, ¿cuánto tiempo llevaba en el baño? Le extrañaba que Iván no hubiese aparecido ya para preguntarle qué pasaba. Se limpió rápido con el papel higiénico, se colocó la ropa, agarró la bolsa como si fuese lo más importante del mundo, tiró de la cisterna y salió. No pudo evitar detenerse ante el espejo. La verdad, en la semana que llevaba en su nuevo hogar, no se había fijado mucho en su aspecto.

Se llevó una grata sorpresa. Su cara parecía más viva, más brillante. Sus mejillas algo más rellenas, su pelo más lustroso, sus ojos más tranquilos. Qué cambio en apenas siete días. Qué poco tiempo había pasado desde que la hormiga había decidido que no quería ser una hormiga. Desde que se encontró a sí misma, en el baño, con un cuchillo sobre su muñeca, y cambió de idea. Sus padres lo habían dado todo porque ella dejase atrás la miseria, porque pudiese conocer el mundo más allá de su diminuta, atestada y enfermiza cabaña. Por ellos, no podía rendirse.

Realmente, una vez reunió el valor para rebelarse, no fue tan difícil. Quizás ellos fuesen más fuertes que ella físicamente, pero había algo que no tenían. La mezcla de ira, desesperación, amor perdido, ganas de venganza y miedo que se cocinaban en el interior de Ndèye había sido el combustible necesario para huir. La pareja la había visto, sí, y la habían perseguido. Pero no había quien parase sus piernas.

Ndèye se lavó las manos y la cara, y volvió al comedor del restaurante. Allí se encontró con la cara de preocupación de Iván, y le pidió disculpas. Él le respondió que no tenía por qué darlas, y entonces le comentó que tenía una duda, pero que le daba vergüenza preguntar. La mujer no dejó que sus prejuicios se apoderasen de su cabeza esta vez. No, el chico no iba a hacerle nada malo.

El chico era como su padre, y como el resto de policías que la habían encontrado corriendo por el bosque y la habían protegido de aquella malvada pareja. Afortunadamente, la gente ya sospechaba de ellos, y encontraron las pruebas suficientes como para creer a una simple chiquilla africana sin hogar que apenas sabía su idioma. 

El padre de Iván se había ofrecido a acogerla enseguida, con el pretexto de que su mujer y su hijo sabían algo de francés. Al principio había desconfiado, ¿cómo no hacerlo, después de todo? Y aunque se había demostrado ese mismo día que todavía conservaba alguna duda, no podía encontrar ningún motivo lógico para quejarse. La habían tratado con cariño, como a una más. Le habían proporcionado un techo, comida, cariño… Después de su familia, nunca nadie había cuidado de ella así.

Y ahí estaba, gracias a Iván, era el primer día que se atrevía a dejar la que era su nueva casa. Le había costado, pero el chico había insistido y no supo cómo decirle que no. Era la persona más tímida y sonriente que había conocido en su vida, y había algo en él que la hacía querer seguirle a cualquier parte. Y menos mal que le había hecho caso, sino no habría probado esa delicia llamada hamburguesa. Su paladar se encontraba en la panacea gracias a ello.

Además, no podía olvidar una cosa, y es que aunque fuese una tontería, había sido él quien se lo había devuelto. Pensaba que sus captores se habrían deshecho de su más preciada posesión, estaba segurísima. Y entonces aquel día, el tercero en la cálida casa de la familia del policía, si no recordaba mal, Iván había petado en la puerta de su habitación, y lo había visto ahí, con una sonrisa en los labios y aquella bolsa de tela en las manos… Ojalá hubiese sido capaz de sonreír ella misma para expresar su felicidad. Había sido el mejor momento de su vida, su corazón había dado tal brinco que estuvo a punto de llevarla a la Luna como si nada.

Y precisamente era de eso sobre lo que Iván quería hablarle. Recordaba habérselo entregado y que ella, tras darle las gracias, lo había abrazado con cariño. Sabía que lo llevaba a todas partes con ella, y que por lo tanto, era algo muy importante, pero no había tenido oportunidad de verlo, y tenía mucha curiosidad.

El primero reflejo de Ndèye fue abrazar la bolsa con fuerza, en ademán protector. Entonces Iván le pidió perdón, y le dijo que no importaba, que entendía que no era quién de verlo. Y ver como desaparecía la eterna sonrisa de la cara de Iván la hizo reaccionar. Era el chico que se la había devuelto, el chico de la hamburguesa, por el amor de Alá. No iba a quitársela, no iba a hacerle daño. Y lo sabía perfectamente, pero parecía que intentaba convencerse a sí misma de lo contrario.

Así que abrió la bolsa, y sacó su valioso contenido. Se acercó a Iván, para que lo viese bien, y entonces abrió el viejo y desgastado álbum de fotos en el que se conservaban las pocas y viejas fotos de su familia. Sus padres, Amath, sus otras dos hermanas, todos estaban allí, mirándola fijamente, felices para toda la eternidad. Notó que los músculos de su boca intentaban hacer algo, pero no lo conseguían. Iván señaló una foto en la que salía ella de pequeña, en la que le faltaban un par de dientes y sostenía una gran pelota de cuero entre sus huesudas manos, y comentó que estaba muy guapa cuando se reía.

Ndèye lo miró, y vio que había recuperado su sonrisa. Pero esta era distinta, no era como la de siempre. No, había en ella algo especial, algo que obligó a su cara a imitarla. Y como respuesta, sintió como todo su cuerpo se revolucionaba. No podía dejar de sonreír, los latidos de su corazón aumentaron como locos, sus manos tuvieron que soltar las hojas del álbum porque las recorrían unos extraños temblores, el calor se apoderó de sus mejillas y de su pecho.

¿Qué había en esa sonrisa del chico de la hamburguesa, que estaba revolucionando el cuerpo de aquella hormiga que no quería ser tal? No lo sabía, pero sí que se dio cuenta de una cosa. Sus padres se equivocaban. En apenas unos instantes, se había percatado de una cosa. Lo importante no es conocer el mundo, sino encontrar su lugar en él. Y gracias a ellos, creía que acababa de encontrarlo.

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"Una sonrisa es una línea curva que lo endereza todo." 
Phyllis Diller 

Para saber más de la familia de Ndèye, Nubes de nieve, arena y sal.

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