domingo, 8 de julio de 2018

Nubes de nieve, arena y sal


Palabras: Natación, Playa, Mar, Nube, Nieve

Unas suaves olas rompían contra la arena sin hacer apenas ruido, enmudecidas por los gritos de los niños que chapoteaban en la orilla mientras esperaban sus órdenes. Fatou prefirió darles unos minutos más de disfrute, así que se limitó a sacudir de sus pies descalzos las algas que se acumulaban en la playa y a observarlos unos minutos más. El viento mecía con delicadeza tanto su vestido como las hojas de las palmeras, una brisa plácida y fresca capaz de calmar a cualquiera. A cualquiera excepto a esos niños, tan llenos de vida y absortos de todo mal que asolaba sus vidas, que Fatou no podía sino, como cada día, odiar el momento de romper su burbuja de abstracción y hacerles volver al mundo real. Pero no quedaba otra. Así que colocó las manos a modo de altavoz alrededor de su boca y les gritó que era la hora.

Con una disciplina casi militar los niños salieron corriendo del agua hacia el montículo que habían formado con sus mochilas y su ropa, se secaron y cambiaron con rapidez, y se despidieron con un vivaz gesto de Fatou antes de dirigirse a toda prisa a clase. Todos salvo dos, un niño y una niña que se acercaron a ella y la abrazaron antes de seguir al resto de sus compañeros. Fatou sonrió y recordó a sus hijos que apurasen o llegarían tarde. En cuanto Pape y Safi se perdieron de su vista, comprobó que no había nadie a su alrededor, dejó caer su colorido vestido y su pañuelo sobre las algas y se apresuró a zambullirse en el agua.

Por Alá, no tenía palabras para describir como se sentía. Hacía siglos que no lo hacía, que no se metía en el agua más que para enseñar a todos esos niños a nadar, que no se relajaba ni se dejaba llevar por el líquido elemento que en ese momento bañaba cada milímetro de su cuerpo. Se sumergió una y otra vez, abriendo los ojos sin importarle lo irritados que fuesen a estar. Solo quería disfrutar de ese verdor azul, de las minúsculas criaturas nadando a su alrededor, de girar y girar sobre sí misma como si no existiesen leyes en ese húmedo mundo. Todo era posible ahí abajo, no existía bien ni mal, sólo ella y el agua. Pero no podía estar ahí para siempre.

Su cabeza rompió la superficie del agua con sus pulmones a punto de explotar. Se dio unos segundos para recuperar el aliento y el oxígeno, y decidió que ya era suficiente, que debía parar de hacer el tonto. Dio un par de largos de un lado a otro de la cala y se dispuso a salir. Pero no quería hacerlo. Se detuvo un momento, de espaldas a la orilla, flotando como si estuviese sentada en un cómodo trono inexistente. La inmensidad del océano se cernía ante ella, ni la más mínima sospecha de tierra a la vista, y no pudo evitar pensar en ellos. En esa otra hija y ese otro hijo que cuatro años atrás había dejado partir, jugarse la vida en unas aguas no muy distintas a las que la rodeaban, aunque sí muy lejanas, en busca de un lugar mejor, y, sobre todo, un futuro. Y como siempre, no pudo sino preguntarse, ¿lo habrían conseguido? ¿O su decisión los habría condenado?

Los recuerdos de aquel día la acompañaron mientras se secaba y se vestía. Ndèye, tan delgada y pequeña, abrazada con firmeza a aquella bolsa llena de recuerdos como si fuese lo más importante del mundo, y Amath, como siempre con una sonrisa en la cara, besando la frente de un Pape que apenas le llegaba a las rodillas, prometiéndole que volverían a verse. Ella misma, cogiendo con fuerza la mano de su marido mientras los veía subirse a la camioneta de aquellos desconocidos a los que les habían encomendado el futuro de sus hijos a cambio de todo el dinero que tenían. Se había equivocado, ¿verdad? Un bosquejo de lágrima se dejó sentir en sus ojos, pero no lloró. Ya había llorado lo suficiente. Sus niños se habían ido, Youssou había muerto, y Pape, Safi y Fama necesitaban una madre fuerte que cuidase de ellos, que los quisiese, que se encargase de que la historia no se repitiese. Así que no iba a llorar más. Pero había cosas en las que no podía evitar pensar. Y mucho menos recordar.

Recorrió lo más rápido que pudo el par de kilómetros que la separaban del mercado, atravesando un rebaño de ruidosos cebúes mientras intentaba esquivar el séquito de excrementos que siempre los acompañaban, hasta que por fin localizó el puesto en el que su madre y Fama ya estaban despachando el pescado capturado por sus hermanos a los clientes más madrugadores. Fatou se unió a ellas indicando a Fama que ya podía ir a clase, pero la adolescente vaciló y dirigió una tímida mirada a su abuela. Antes de que ésta abriese la boca ya sabía lo que le iba a decir, así que se lo impidió. Ni de broma, su hija iría a la escuela. Lo dijo con tal autoridad que ninguna de las dos se atrevió a replicarle, así que la joven recogió sus cosas y se despidió. Su madre la miró con reproche y Fatou le sostuvo la mirada hasta que la otra desistió y volvió a centrarse en colocar el pescado. Fatou asintió para sí misma e hizo otro tanto.

Sabía perfectamente que no podría proveer un gran futuro para sus hijos, pero haría lo posible por intentarlo. Ya había tenido que mandar a dos hijos a la incertidumbre, y no quería tener que repetirlo. Ella ya se había tenido que resignar a no alcanzar sus metas, y no quería que se repitiese tampoco. Recordaba cuando creyó que todo sería posible. Cuando ella y Youssou soñaba con vivir en las nubes, y creían que lo habían logrado. Se habían casado, habían abandonado la pequeña Palmarín y se habían mudado a Dakar, a la gran ciudad. Y todo había sido fantástico, un sueño. Hasta que dejó de serlo. Y sin trabajo, sin casa y con seis niños a cuestas habían vuelto a casa, derrotados. Su madre y sus hermanos les habían acogido de nuevo, y la pesca y el mercado se habían convertido en sus nuevas nubes. Unas nubes de tormenta que no eran capaces de alimentar tantas bocas. Todavía podía sentir en sus brazos a Yandé, su pequeña princesa. Oh, tan pequeña, tan hermosa. No tenía ni dos años cuando regresaron a Palmarín. Y tampoco los había cumplido aún el día que dejó de respirar para siempre y su corazón se detuvo. Y se había prometido que ninguno de sus hijos seguiría su camino. Pero se le antojaba una promesa más que imposible, o eso creía, hasta que Youssou conoció a aquellos misteriosos hombres disfrazados de salvadores.

Fatou no confiaba en ellos por completo, y sabía que su marido tampoco. ¿Pero qué podían hacer? Ellos no podían acompañarlos. Tenían que pensar en sus hijos pequeños, que los necesitaban y no serían capaces de sobrevivir a ese arriesgado viaje. Pero Ndèye y Amath eran lo suficientemente mayores, lo suficientemente fuertes. Eran los únicos que tendrían una oportunidad. Aun así les había preguntado, una otra y vez, con su corazón deseando que se negasen. Pero eran responsables, valientes e increíbles, y querían ayudar. Querían dejar de ser una carga, y más que encontrar un futuro para ellos mismos, creían mejorar las oportunidades de sus hermanos. Y una y otra vez habían dicho que sí, que irían a Europa con esos hombres, que conseguirían un trabajo, dinero, una vida, y volverían a por ellos. Y como se temía, no los había vuelto a ver. Desde el primer momento sabía que era lo más probable, pero no había sido consciente hasta que pasó. Hasta que sintió lo que era no saber si llorar por ellos o si respirar aliviada. No saber si estarían viendo la nieve en las montañas del norte por primera vez, o si estarían flotando en el medio del Mediterráneo. 

Su madre se empañaba con consternación en eso último. Apenas unas semanas después, tanto Fatou como los pequeños habían cogido un catarro, una tontería que se pasó en unos días. Pero para su madre significaba mucho más, ya que se decía que los resfriados entre la gente de su clan eran un mensaje del más allá, que les comunicaba que uno de los suyos había dejado el mundo de los vivos. Pero Fatou no quería creerla, y sobre todo, no sabía creerla. ¿Cómo iba a hacerlo? Habían discutido por ello, su madre le había recriminado que no asumiese la muerte de sus hijos, que no dejase de esperarlos, y que no se centrase por completo en sus otras tres criaturas. Pero Fatou se negaba, no iba a dejar que una antigua tradición y un estúpido catarro definiesen su vida. Ya tenía suficiente, y las cosas no habían mejorado.

Youssou había muerto poco después, faenando con sus hermanos en la costa, tras un gran temporal. Fatou sí que se había permitido llorar aquella vez. No solo por el hombre que la llevó a las nubes para después devolverla a la yerma y baldía tierra, sino porque no podía evitar pensar que eso les había podido pasar también a Ndèye y Amath. Y no creía que una patera a rebosar de personas fuese a aguantar mucho mejor un temporal que las maltrechas barcas pesqueras de sus hermanos. Y entonces Fama la había abrazado y le había secado las lágrimas, y le había prometido que todo iría bien. Y esa fue la última vez que lloró. Era ella quien tenía que secar las lágrimas de Fama, quien tendría que prometerle que todo iba a ir bien. Quien haría todo lo posible por que todo saliese bien.

Ella había tenido su oportunidad y había fallado. Sus hijos mayores quizás la tuviesen y hubiese tenido éxito, pero nunca lo sabría. Había aprendido que la vida era así, que para bien o para mal, no volvería a saber nada de sus hijos. qQue nunca sabría si habían alcanzado las nubes y jugaban en la nieve, o si yacían en el fondo del mar. Pero una cosa tenía clara. Eso no volvería a pasar. Haría todo lo que estuviese en su mano para llevar a sus hijos a las nubes, pero sin que despegasen los pies del suelo. Les enseñaría a no cometer sus errores, a que no tuviesen que pasar todo lo que ella había pasado. Y si les tocaba pasarlo, como era muy probable en el cruel mundo en el que les tocaba vivir, ella estaría allí para ellos. Esta vez ella lo sabría, para bien o para mal. Ella sabría qué sería de ellos, hasta que llegase un futuro en el que podría dejarlos vivir, observarlos a lo lejos y relajarse. Estaba segura de que nunca dejaría de preocuparse por ellos, y de que nunca dejaría de pensar en Ndèye y Amath, de desear que apareciesen de repente en su puerta, pero su vida dejaría de girar en torno a esa agobiante sensación. Podría centrarse en encontrar sus nuevas nubes, en pasar el resto de sus días preocupándose solamente por llegar al siguiente, y, de cuando en cuando, de zambullirse en el agua del mar y no sentir más que azul y verde en sus ojos y arena y sal en su piel.

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"La incertidumbre es casi peor que el dolor, como quizás comprendas algún día." 
Elizabeth Johnson Kostova

Para saber qué fue de Ndèye y Amath, Sonrisa olvidada.

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