Palabras: Batman, Bragas, Dinamita, Tarta de chocolate, Juego
-¿Todo esto ha sido un juego para
ti, verdad?
Deepa no obtuvo respuesta. Sus
enrojecidos ojos almendrados fueron testigos de cómo Priya se giraba, echaba a caminar sin mirar atrás, y su llamativo sari rojo se hacía cada vez más pequeño. Si estuviese lloviendo, habría sido una escena digna de
ver en el cine. Pero ella no estaba devorando unas crujientes samosas mientras intentaba acomodarse en su butaca y no perder el hilo de la película, no. Lo único que sostenía con su mano era su otra mano,
nerviosa y sudorosa, que temblaba como si estuviese a diez grados bajo cero. Mientras,
el sari de Priya se hacía cada vez más y más pequeño, hasta que se
desvanecía en las abarrotadas calles de Calcuta.
No volvería a verla, estaba
bastante segura. El juego había acabado y había perdido, sin saber siquiera
que había participado. Volvió a casa, sola y… No sabría decir cómo estaba.
Nunca se había sentido de esa manera. Tenía que repetirse que Priya ya no
estaba, que ya no estaría, que no la volvería a ver, porque estaba bastante
segura de que su mente no lo había asimilado. Todo había sido tan rápido... Apenas un instante, un par
de frases lapidarias, habían dinamitado su vida. Así de fácil se había
acabado el juego.
Llegó a casa, dejó las llaves sobre
la mesilla y se sentó en el sofá. Encendió el portátil, pero no sabía qué buscar
en él. Abrió la nevera, pero no sabía qué comer. Ni siquiera sabía si tenía
hambre. Sus ojos cayeron sobre la tarta de chocolate que había preparado el día
anterior. La tarta con la que esa noche tenía pensado deleitar a Priya. Hacía semanas
que no se veían, y se había esmerado tanto en preparar una cita romántica, y en cocinar uno de esos postres occidentales que tanto gustaban a su nov... A Priya. Y al igual que otra decena de cosas en las que podía pensar, ese tiempo y esfuerzo habían sido invertidos para nada. Ya no importaba.
Ahora ese chocolate, negro y
brillante, no era más que un recordatorio de lo que fue, de lo que no pudo ser y de lo
que no será. Cerró la nevera. No podía
comerse eso. Volvió al sofá, se sentó, y en apenas unos segundos se encontraba
de nuevo en pie, con chocolate, bizcocho y mermelada de naranja embadurnando su piel,
jugueteando con una mezcla de maquillaje, crema facial y unas
lágrimas fantasmales que nunca brotaron de sus ojos. Necesitó ducharse, y ni siquiera fue
capaz de reconfortarse con el agua caliente. Se quedó ahí, de pie, mientras las
gotas de agua recorrían la cáscara aparentemente vacía que era su cuerpo en busca del oscuro desagüe.
Tampoco se sintió mejor cuando se
enfundó el cálido pijama y se cubrió con su mullida manta roja. Ni peor, tenía que reconocerlo.
No podía entenderlo. Pensaba que se sentiría destrozada, que estaría
llorando por doquier, que gritaría, que rompería cosas, que insultaría a Priya
de mil maneras distintas. Pero no fue así. Notaba algo extraño en su interior, algo abstracto pero igualmente real, una sensación que le parecía al mismo obvia pero insondable. ¿Cómo explicarlo?
Cuando conoció a Priya se la presentaron
como La Fastuosa Dinamita, una maga que amenizaba cumpleaños por toda la
ciudad. Era el cumpleaños de su sobrino, y su cuñado había decidido contratarla. Tras
un par de trucos, la había hecho partícipe de un juego de cartas y de manos para
impresionar a los niños. Y había sido ella la impresionada. Ahora que lo pensaba, quizás ahí había empezado el juego, esa larga partida de naipes que acababa de finalizar. Pero mejor proseguir con su cadena de ideas, necesitaba intentar explicarse a sí misma qué pasaba en su interior.
La Fastuosa Dinamita, ese nombre artístico que
de primeras que le había parecido un sinsentido, cobró significado de
inmediato, en cuanto los rápidos y suaves dedos de la maga rozaron su piel. En aquel
momento, había sentido como si la nitroglicerina de la dinamita penetrase por sus
poros, hirviese su sangre, y la inundase con una energía que creía que jamás volvería a encontrarse. Pues ahora, esa dinamita había ido demasiado lejos, había evaporado
su sangre y su energía, y parecía que no le quedaba nada, nada que la llenase, nada a lo que agarrarse.
Los días pasaban, y su cuerpo no
parecía recuperar el sentido. Comía sin hambre, dormía sin sueño y caminaba sin
destino. Su mente, en cambio, intentaba buscar una solución. Recordaba todos y
cada uno de los momentos con Priya, todos esos momentos que pronto debería
dejar a un lado, que no se volverían a repetir. Y también esos otros que ni siquiera habían ocurrido, y que ya no podrían ver la luz del sol. Todo ello
se columpiaba en sus pensamientos, todo ello y más. Una mente hiperactiva y un
cuerpo aletargado, los dos componentes principales de una despechada y desilusionada Deepa.
Sus amigos intentaban ayudarla,
hablaban con ella, trataban de distraerla. Lo agradecía, de verdad. Su cerebro
era capaz de responderles, de pasárselo bien con ellos, de incluso olvidar a
Priya durante esas agradables veladas. Pero su cuerpo seguía sin reaccionar. Seguía
funcionando, obviamente, pero sentía como si ahora no tuviese control sobre él,
como si su sistema nervioso y el resto de su cuerpo fuesen ahora dos entes
distintos. Como si la dinamita los hubiese separado en dos, y estuviesen unidos simplemente por un fino y frágil hilo. Intentaba explicarlo, pero no le salían las palabras. Quizás
estuviese volviéndose loca.
Entonces se las encontró. Llevaba
semanas sin limpiar su habitación, así que cogió una escoba y se puso manos a
la obra. Nunca había tardado tanto en barrer esa superficie que siempre se le
había antojado minúscula. Y no es que ahora le pareciese más grande, no, sino
que… Apenas tuvo tiempo de pensar en sí misma como un robot desganado, cuando se
fijó en un revoltijo de tela roja que asomaba junto al pie de la cama. Se
agachó, lo recogió, y sus ojos se encontraron con un cierto problema a la hora
de distinguir lo que era, y aún más para enviar esa información a su cerebro.
Reconocía esas bragas, claro que
las reconocía. Ojalá no hubiese sido así, pensó en ese momento. Ojalá hubiesen
sido aquellas rancias y desgastadas bragas que se ponía sobre la cabeza cuando
era pequeña, las que usaba para correr por toda la casa y proclamarse la temible e intimidante Batman de Calcuta. Pero no, estas no pertenecían a su madre, pertenecían a otra
persona.
Un pensamiento aleatorio pasó por
su cabeza durante un segundo. Se asqueó, y los músculos de su cara plasmaron su
primera mueca en semanas. No, no pensaba olerlas, por favor. Las arrugó, caminó
hasta la cocina con un ímpetu que llevaba días buscando y abrió el cubo de la
basura. Pero no las tiró. Las miró, las arrugó de nuevo, y unas cálidas lágrimas cayeron
sobre el dorso de su mano.
Entonces, cual sistema informático,
Deepa sintió como si todas y cada una de sus células se reiniciasen. Las sinapsis
de sus neuronas funcionaban aún más rápido todavía, y remolinos de ideas y
recuerdos se formaban sin cesar, todas ellas con un concepto en común. Priya. Y
por fin lloró. Y sus tripas rugieron. Y sus pies le dolieron. Y quiso un
abrazo, y quiso unas palabras de consuelo, y quiso recostarse sobre su cama y
hacerse un ovillo.
Y también quiso volver a ser Batman,
ser fuerte e independiente, y poder evitarse todo ese dolor. Porque la dinamita
había desaparecido de su interior, porque nada estaba roto, quizás, como mucho,
apagado. Quizás todo había sido un juego, y quizás había perdido, quien sabe. Pero
los juegos siempre se acaban, y al final, ganes o pierdas, siempre aprendes. Y
cuando acabó, semanas después, Deepa supo que había aprendido.
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"Los amores se van, los dolores se quedan."
Proverbio español
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