martes, 24 de mayo de 2016

El olor del amanecer

Palabras: Amanecer, Gato, Mar, Nutella, Burbuja

Las manos de Anke acariciaron uno a uno los botes de la despensa hasta que encontró la etiqueta en braille del que buscaba. Lo colocó sobre la mesa, y aprovechó que sus padres no estaban en casa para regañarla para hundir los dedos en la densa y suave crema de cacao y avellanas de ese bote de Nutella. Y eso no fue ni la mitad de orgásmico cuando sus papilas gustativas pudieron disfrutarla. Madre mía, no había mejor forma de empezar una mañana de verano.

El cascabeleo del collar de Saffier la sacó de sus ensoñaciones. La gata acababa de llegar a la cocina maullando sin parar. Podía parecer tonta a veces, pero sabía perfectamente cuando era la hora de desayunar. Anke suspiró, y apoyándose en los muebles para evitar caerse mientras se restregaba entre sus piernas, fue a por el pienso y lo echó en su comedero. Con la gata por fin engullendo como loca su comida, pudo proseguir con su ritual matutino y asomarse a la ventana de la cocina.

No podía ver, no, pero no era necesario. Podía sentir el leve calor de los rayos de sol en las mejillas, oler a césped recién cortado y a desayunos preparándose por todo el vecindario, e identificar los matutinos cánticos de canarios, viuditas, escribanos y decenas de pajarillos más. Eran esos momentos los que le recordaban que seguía siendo una chica de diecisiete años como cualquier otra, a pesar de que sus padres se empeñasen en lo contrario.

Entonces recordó las palabras de su madre y fue hasta el buzón del jardín en busca del correo. Y como solía pasar, excepto cuando se trataba de las temidas facturas, ninguna carta había llegado a aquella casita de las afueras de la ciudad sudafricana de George. De nuevo, unos cascabeles resonaron en el fondo del oído de Anke, y los pelos de su nuca se estremecieron. ¡Había dejado la puerta abierta!

Sin pensarlo, se echó a correr tras el sonido de Saffier correteando por la carretera. Enseguida fue consciente de que no debía haberlo hecho. Ni siquiera se había parado a coger su bastón blanco. Y el universo no tardó en confirmarle el error, cuando su pie se encontró con un socavón en el camino y sus rodillas besaron el polvo. Bueno, por lo menos no se había hecho mucho daño.

Estaba levantándose, cuando escuchó una voz masculina con acento grave y chasqueante acudiendo en su auxilio, y unas cálidas manos la ayudaron a incorporarse. Antes de poder darle las gracias,  el chico le pidió que esperase, y en unos segundos el cascabeleo de Saffier se había detenido. En unos segundos, la gata estaba en sus brazos, y Anke le dio las gracias a su oportuno vecino. Iba a girarse, avergonzada, cuando se dio cuenta de que no sabía dónde estaba. Afortunadamente, él sí, y se ofreció a acompañarla a casa. Anke pudo notar el calor en sus mejillas y la piel de gallina cuando él la agarró del brazo. Al caer en que ni siquiera sabía quién le había ayudado, se presentó tímidamente.

- Anneke van den Berg, pero puedes llamarme Anke - le dijo con una sonrisa.

- Nkwenkwe Soga, o Kwe para ti, a su servicio - respondió el hombre con una nerviosa voz.

Menos mal, porque no creía que pudiese repetir Nkwenkwe sin quedar en ridículo. Los dos prosiguieron el camino en silencio hasta la casa de Anke. Ella quería decir algo, pero sin saber por qué, la timidez la había poseído por completo. Ya en la entrada, después de que Kwe le ayudase a meter a Saffier dentro, él procedió a despedirse, y Anke reaccionó. Había sido una maleducada, y quería invitarlo a tomar un tentempié para agradecérselo. La respuesta de Kwe le sorprendió.

-No sé cómo decírselo, señorita, pero es evidente que usted no me ha visto. No creo que le guste juntarse con gente como yo.

Anke tardó unos segundos en darse cuenta de a qué se refería. No necesitaba ver su color de piel para saberlo. El acento xhosa y el nombre impronunciable para ella eran pistas suficientes. Y no le importaba en absoluto. Era 1989, por el amor de dios. Que el gobierno estuviese más ciego que ella no quería decir que a todo el mundo le importasen esas tonterías. El chiste sobre su ceguera provocó una ligera risa en Kwe, a la que Anke se unió con una sonora carcajada.

-Vamos hombre, pasa. Además, me vendría bien una mano con las curas.

Y Kwe aceptó al final. Durante las dos horas siguientes, entre sándwiches de Nutella, té rooibos, burbujas de agua oxigenada y maullidos de gata, los dos jóvenes empezaron a conocerse. Anke le habló sobre sus estudios, su pasión por el violín y sus ensoñaciones sobre poder ver cosas que sus otros sentidos sentían como hermosas, como el amanecer. Kwe, en cambio, compartió con ella su sueño de ser médico, sus anécdotas con amigos y hermanos, y su trabajo como repartidor para poder costearse la universidad en algún país extranjero. Y poco a poco, sin apenas darse cuenta, comenzaron a hablar de ellos mismos, confesando anhelos que ni siquiera sabían que existían.

Anke nunca había conectado con nadie de esa manera. Quizás tampoco ayudase que sus padres la recluyesen la mayor parte del tiempo. Era por su seguridad, le decían. Pero no se daban cuenta de que lo único que conseguían era convertirla en un manojo de inseguridades. Y por ello se sorprendió cuando, al rozar los dedos de Kwe mientras tanteaba en busca de otro sándwich, sintió un chispeo que la embargó de una seguridad que no había experimentado desde que era una niña. Así que se dejó llevar.

Sus dedos se deslizaron por el brazo de Kwe, el cuál en un principio tembló. Anke, temiendo haberse propasado retiró la mano, pero el joven la devolvió a dónde estaba. De nuevo, el calor se apoderó de las mejillas de la chica, pero se envalentonó, y dejó que de nuevo sus dedos viajasen hacia arriba sobre Kwe. Brazo, hombro, cuello, mandíbula, posándose finalmente sobre su cara. Qué cálido era… Notó como sus labios se humedecían, y sin necesitar pedirle que hablase para poder situar su boca, Anke se dispuso a… A sobresaltarse cuando escuchó la puerta de la entrada abriéndose, y las voces de sus padres discutiendo entre ellos.

Notó, y escuchó, como tiraba el bote de Nutella sobre el suelo de la cocina, y se incorporó tan rápido que tropezó con la silla, siendo sostenida por Kwe en el último momento. Y así es como se los encontraron sus padres. Nunca había oído gritar a su madre de esa manera, insultando al pobre Kwe como una degenerada, ordenándole que volviese con los suyos y dejase a su hija en paz. ¿Con los suyos? ¿Qué?

Anke intentó interponerse entre Kwe y su padre cuando oyó que el segundo amenazaba con agredirle, pero con tanto ruido no era capaz de situarlos. Así que chilló. Con un tono autoritario que no sabía que poseía, ordenó a sus padres que se detuviesen, que se callasen, y que dejasen al chico en paz. Y por el silencio que se sucedió, interrumpido solo por los cascabeles de Saffier, supo que había tenido éxito. Eso sí, un éxito efímero. Pudo oír como su padre desistió de emplear la violencia, pero no en su empeño de echar a Kwe de casa. El joven se disculpó con Anke, y pidió a los otros que no le hiciesen nada a su hija, que todo había sido culpa suya. La respuesta fueron más gritos, y tras una nueva disculpa, un movimiento de pies y un portazo, Anke supo que Kwe ya no estaba allí.

Horas después, Anke estaba tendida sobre su cama, nadando en un mar de lágrimas que podían ser tanto de tristeza como de rabia. Nunca había discutido tanto con sus padres. Y nunca había sentido que ella era la adulta de la discusión. En unos escasos minutos, la riña había pasado de versar sobre dejar entrar a desconocidos en casa a juntarse con ese tipo de gente. ¿Ese tipo de gente? ¿Eso le decían dos personas que presumían de todos los amigos de color que tenían, de vivir en un barrio interracial? ¿Una mujer que se había manifestado porque liberasen a Nelson Mandela de prisión? ¿Un hombre que había renegado de su hermana por ser una gran defensora del apartheid?

Intentó tranquilizarse durante toda la noche, pero no lo consiguió. Pasó las horas dando vueltas y más vueltas sobre sí misma, intentando encontrarle el sentido a lo que había pasado. Pero le era imposible. Esperaba que en el resto del mundo no hiciese falta carecer de visión para darse cuenta que sin considerar el color de la piel, la gente no era tan distinta. Porque vaya por dios… Y Kwe… No volvería a por ella, estaba segura. Y lo entendía. Después de todo lo que había pasado…

Un repiqueteo en la ventana de su habitación y un susurro con su nombre le llevó la contraria. Anke se apresuró a abrirla, y sus dedos se entrelazaron con los de Kwe mientras se disculpaba de mil maneras distintas. Él le respondió que no importaba, que no había sido culpa suya, y le preguntó si podría salir de casa. Quería enseñarle algo.

Algo más de media hora más tarde, los pies descalzos de Anke dejaron que la arena de la playa los acariciase. Sin soltar en ningún momento a Kwe, caminó con la cabeza alta hacia el mar. Ese olor a sal y libertad, esa brisa fresca que jugaba con su melena, ese hipnótico sonido del agua rompiendo contra la costa… Parecía mentira que llevase toda su vida viviendo junto al mar y que sus padres nunca se hubiesen dignado a llevarla.

Anke le dijo a Kwe que quería acercarse más al mar, quería sentir el agua salada con su piel, quería sentirlo todo más de cerca. Él le prometió que lo harían en un momento, pero que tenía que esperar a otra cosa. Anke, confusa, le obedeció cuando la ayudó a sentarse sobre la arena, e insistió en saber a qué esperaban. Kwe le acarició la mano y susurró que no fuese impaciente, que ya casi estaba. ¿Qué ya casi estaba el qué?

La respuesta llegó sola. Anke sintió el calor sobre su piel, escuchó las canciones matutinas de los pájaros, hasta creyó notar como cambiaba el viento. El amanecer. Antes de poder decir nada, Kwe le recordó que le había contado que podía sentir el amanecer, que podía oírlo, que podía olerlo incluso, pero que siempre había soñado con verlo. Y bueno, aunque ojalá algún día fuese capaz de regalarle eso, de momento tendría que conformarse con que se lo contase.

Y entonces, las palabras de Kwe humedecieron los ojos de Anke. El joven describió detalladamente lo que para él era el amanecer, y la joven no pudo evitar emocionarse. Nunca había oído algo tan… hermoso. Hermoso era la palabra. En cuanto acabó de hablar, agarró con fuerza su mano. Si antes ya se estremecía solo con sentir su piel, en ese momento en su interior se había desencadenado un maremoto. Y cuando sus labios rozaron los de Kwe, una erupción volcánica. Y es que no era para menos, no se trataba de un chico cualquiera no. Era el chico que le había hecho ver el amanecer, y no podría olvidarlo. 

Kwe la apartó cariñosamente un momento, y le dijo que ahora era él quien quería saber una cosa.

- ¿A qué huele el amanecer?


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"Nuevas generaciones crecerán con el veneno que los adultos no tienen valor de eliminar." 
Marian Wright Edelman

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