Palabras: Hámster, Sandía, Pedofilia, Axe, Feminista
Las mejillas de Liun se movían sin
parar cada vez que se adueñaba de una de las pipas que poblaban su jaula. Ese
rápido y rítmico movimiento mandibular era capaz de mantener a Flurin absorto durante mucho
más de lo que le gustaría reconocer, pero esa noche tenía prisa. Así que echó
un último vistazo al hámster, recogió el teléfono y las llaves y se marchó
corriendo de la habitación.
Sus padres se habían el fin de
semana a la montaña, y su hermana Zegna se había quedado en Ginebra estudiando,
así que podía ir a la fiesta de sus amigos sin que nadie se enterase. Cada vez
que le invitaban ponía todo tipo de excusas para no ir, ya que le daba
vergüenza reconocer que tenía miedo a que sus padres lo pillasen desobedeciéndoles,
y se metían con él por ello. Así que por fin podría hacerlos callar. Además,
tenía curiosidad por saber qué hacían sus amigos en esas fiestas.
Decepcionante. Eso era lo único en
lo que podía pensar, sentado en el sofá de ese abarrotado salón, rodeado de
gente borracha y tirada por los suelos, y un profundo olor a tabaco y marihuana
que le hacía desear perder el sentido del olfato. Al principio había sido
divertido, pensaba que aunque apenas bebiese y no fumase, podría pasárselo
igual de bien que ellos. Y no había sido mentira, hasta el momento en que fue
de los pocos que conseguía mantenerse en pie.
Sacudió el hombro de su amiga Lena
para decirle que se iba a casa, pero al despertarla lo único que consiguió fue
que le vomitase en los pantalones. Conteniendo las ganas de imitarla, fue a
toda prisa a la cocina buscando algo para limpiarse y esconderse de la peste y
los gemidos de la joven, pero lo que encontró en la mesa lo hizo detenerse en
seco.
Ahí estaba, abierta por la mitad,
con esa piel verde, lisa y tersa, y esa jugosa carne rosada que se deshacía en
la boca. La habían usado para preparar algunos cócteles y luego dejado ahí, sin
más, al aire, sin importarles que fuese a pocharse si no la devolvían a la nevera.
Flurin se fue acercando poco a poco a lo que quedaba de la sandía, mientras un
tímido cosquilleo escalaba por la parte interior de sus piernas.
El joven miró hacia la puerta, para
asegurarse de que estaba solo, y hundió los dedos en la carne de la fruta,
sintiendo como se fundía a su paso. ¡Oh dios mío! Flurin cerró los ojos, sintió
como se le humedecía la boca, y dejó que el cosquilleo se apoderase de todo su
cuerpo. Podría pasarse así todo el día. Madre mía. Hacía tanto que no estaba a
solas con una sandía. Les había tenido que pedir a sus padres que dejasen de comprarlas,
fingiendo que le daban náuseas, para que nunca descubriesen… eso. Y por lo
tanto llevaba un par de años sin poder sentirse así.
Flurin se olvidó de que existía
nada más en el mundo, solo estaban él y esa sensación, hasta que la boca no fue
lo único que se humedeció. Mierda. Sacó la mano de la sandía y tocó con la otra
la entrepierna del pantalón. Suspiró. Estaba seco, no había conseguido
atravesar su ropa interior. Pero aun así, no podía ir por la vida con los
calzoncillos sucios, por lo que que se lavó las manos a todo correr y salió del piso sin
despedirse de nadie.
Afortunadamente, la inmensa mayoría
de las calles de Coira estaban desiertas, como cualquier otro viernes a esas
horas de la madrugada. Una de las pocas ventajas de vivir en una pequeña y
antigua ciudad perdida entre los Alpes suizos, nadie te iba preguntar por qué
corrías de una forma tan extravagante a las cinco de la mañana.
Al día siguiente, Flurin se
encontraba tumbado boca abajo en su cama, con la mirada perdida sobre Liun, que
correteaba de un lado a otro de su jaula. Sus pequeñas zarpas se colaban entre
los finos barrotes de metal, pero el resto de su cuerpo era incapaz de
seguirlo. ¿Así era él, verdad? Se preguntó Flurin a sí mismo. Él también era un
hámster atrapado en una jaula, una jaula de mentiras, secretos y vergüenza en
vez de metales baratos, pero una jaula, al fin y al cabo.
La gente de su edad hablaba de
culos, tetas y bíceps, pero él en cambio solo podía pensar en poner sus manos
de nuevo en esa piel coriácea, y en sentir como ese dulce rosado se deshacía en
sus manos y en su boca. Y no es que no hubiese intentado no pensar en ello.
Todos y cada uno de los días durante mucho tiempo. Ojeaba revistas, buscaba
vídeos, desnudaba con la mirada a sus compañeras de clase. Pero nada. No sentía
nada. Nada comparado con lo que uno de esos frutos le podía hacer sentir.
Sabía que no estaba sólo, sí. Había
encontrado aquellos foros, aquellos lugares seguros para gente como él a lo
largo del mundo. Había hablado con aquella chica rusa que se derretía por el
tacto de los balones de baloncesto, o con aquella otra peruana que le aseguraba
que solo era capaz de tener relaciones con hombres con cicatrices en la ceja. Le habían dicho que era normal. Que ni que fuese un pedófilo, que simplemente le atraían las sandías, no es que fuese a hacer daño a nadie. Que no tenía nada de lo que avergonzarse. ¿Pero
cómo no hacerlo?
No había sido capaz de contárselo a
sus padres, a su hermana, a sus amigos. Sólo unos meses atrás se había atrevido
a comentárselo a Lena, pero ni siquiera directamente. Le había hablado de un “primo” suyo que tenía un
problema similar con las naranjas. Ella llevaba años siendo la adalid de la
igualdad allí en Coira a pesar de su juventud. No sólo era la líder de una de las mayores plataformas feministas del lugar, sino que dedicaba gran parte de su
vida a luchar por los derechos de los colectivos LGBT, de los inmigrantes, de todo
al que la gente discriminaba por ser distinto. Así que pensó que ella lo
entendería. Que le diría que su primo no debería tener nada por lo que
avergonzarse, que no podía controlar los gustos con los que había nacido, que
no debería ocultarse, que era distinto sí, como todos, pero alguien normal.
Pero no fue así. Para nada. Primero
asco, luego una carcajada, luego asco de nuevo. Y Flurin se había unido a ella.
Sí, tenía razón, su primo era un degenerado. Si había nacido así, entonces era
un enfermo. Pero no era normal. Sí, ella se había reído, y él también, y luego
había llegado a casa y había llorado sin parar. Los barrotes de su jaula eran
cada vez más resistentes, y era él quién los había colocado allí. Y la verdad,
la aterradora verdad era que… No estaba nada convencido de querer quitarlos.
Y pasó otro año, y siguió fingiendo
en estar interesado en las chicas que sus amigos le presentaban. Quizás sólo
tenía que conocer a esa chica especial, esa chica que le haría olvidar todo ese
asunto sobre las sandías, que le hiciese ver que sólo era un problema con su
mente, y que era pasajero. Pero esa chica no llegó, sino que fue Gian quien
lo hizo, borrando con él el recuerdo de la existencia de esa jaula que lo rodeaba. No era un chico especialmente guapo,
ni inteligente, ni gracioso. Y tampoco era de esos chicos que tenían vagina. Pero
no podía dejar de pensar en él, no podía ni alejarse más de un metro de él cada
vez que lo tenía cerca, no podía evitar soñar con el olor de su piel.
Y entonces se dio cuenta. Quizás
todo ese problema con la sandía no fuese más que algún extraño recurso que su
mente había estado usando todos esos años para hacerle ver que estaba buscando
el placer dónde no debía. La verdad, no le encontraba mucho sentido cuando lo
pensaba mejor, pero qué iba a saber él, no era psicólogo. Y con Gian era feliz,
y aunque no todo el mundo lo aceptaba, ya que en resumidas cuentas, seguía
viviendo en esa pequeña, religiosa y envejecida ciudad suiza, por lo menos pudo
contarlo a la gente que le importaba sin miedo a que se sintiesen asqueados por
él.
Y la primera noche que estuvo con
él… No había palabras para describirlo. Mucho mejor que hundir el índice en la
carne de una sandía. Había dolido, sí, pero después ya no. Y cuando acabaron,
se encontraba entre los brazos de la persona más especial del mundo. Le costó
horrores separarse de él, aunque sólo iba a hacerlo durante unos segundos, y
era imprescindible si no quería quedar en ridículo meándose en la cama. Besó a
un dormido Gian en los labios y se separó de él moviéndose lo menos posible, para no despertarlo.
Fue al baño con todo el sigilo que
le permitían sus pies de plomo, y se sintió liberado cuando por fin pudo
descargar la mercancía en el agua del retrete. Una sonrisa nació en sus labios,
pero desapareció en un instante cuando miró hacia la pileta y vio el envase
metálico de desodorante que se encontraba junto al grifo. Las letras plateadas sobre fondo
negro y verde que lo adornaban se quedarían grabadas para siempre en su cerebro, fundiéndose para formar los barrotes de una nueva jaula que se erigía a su alrededor. Axe, Watermelon Fragrance.
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"Todos los hombres nacen iguales, pero es la última vez que lo son."
Abraham Lincoln
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