miércoles, 3 de mayo de 2017

Nuevo mundo tras nuevo mundo

Palabras: Galgo, Guitarra, Gafas, Anillo, Chocolate

Immookalee no era capaz de asimilar lo que estaba viendo. No era un río, estaba claro, pero no podía ser… Era imposible. Limpió las gafas una y otra vez con la manga del vestido, pero la imagen no cambiaba. El inmenso océano Atlántico se cernía ante ella, imponente, interminable. Sin pensar, se quitó la cofia y deshizo el moño, dejando que la brisa marina jugase con su larga cabellera a placer. El aire y el pelo le molestaban en los ojos, pero se negaba a cerrarlos. No era el fin del mundo pero lo parecía, y no podía estar más emocionada por ello. Miró a Hiram con una sonrisa y él se la devolvió.

-Bienvenida a Nueva York.
                                   
Habían llegado a Manhattan en una pequeña embarcación la noche anterior. A pesar de la oscuridad, ya era evidente que el río Chattahoochee, a cuyas orillas se había criado, no era nada en comparación. El olor era distinto, el sonido también, incluso las gotas de agua que la salpicaban tenían un sabor completamente diferente. Pero hasta que amaneció y Hiram la llevó en otra barca a la vecina Queens, desde dónde podía contemplar el Atlántico en todo su esplendor, no se pudo hacer una idea de cuán distinto era. De qué pequeña la hacía sentirse, de qué grande era el mundo, y cuánto le faltaba por conocer.

Y no solo había sido su primer contacto con el océano lo que la había hecho sentirse insignificante, sino Nueva York. Apenas había salido de su pequeño poblado hasta que conoció a Hiram. Con él se había asombrado ya al visitar grandes ciudades como Charleston o Filadelfia, pero Nueva York era otra historia. Los edificios, las personas, el alboroto, los carruajes… Ni sus ojos ni sus oídos, ni siquiera sus fosas nasales, daban abasto para procesar todo aquello.

Un ladrido impaciente la hizo saltar del susto, pero solo era Haag, que estaba inquieto por el trayecto en barco. Immookalee acarició al galgo para calmarlo y dirigió su mirada a Hiram de nuevo, que en ese momento estaba hablando con unos conocidos. Nunca habría podido conocer ese nuevo mundo si no fuese por él. Acarició la única joya que poseía, un sencillo pero hermoso anillo, y sonrió con nostalgia. 

Había sido hacía un par de años atrás, si no se equivocaba, en la primavera de 1808. Ella acababa de cumplir los dieciséis años, y su madre y su tío no cejaban en su empeño de buscarle un fuerte e inteligente marido que reforzase la familia. Pero ningún joven de la zona quería saber nada de ella, de esa joven esquelética, torpe y cubierta de magulladuras, que era incapaz de caminar más de cinco minutos seguidos sin tropezar, o de coser el más simple de los remiendos.

Recordaba la borrosa silueta un grupo de hombres blancos que habían llegado a caballo a su poblado, los primeros que había visto en su vida. Todos sus vecinos habían ido corriendo a recibirlos, como si fuese el acontecimiento del año, pero ella no. No, ella no había conocido a Sir Hiram Johannes Schuyler hasta esa misma noche, cuando después de la reunión de los ancianos con los hombres blancos, su madre le había pedido que la acompañase a llevar algo de comida a los visitantes.

Todavía guardaba la imagen de esas hogueras combatiendo con la oscuridad, rodeadas de misteriosas figuras que no pudo distinguir bien hasta que se encontró a un par de metros de ellos. Aun así, el nerviosismo y el miedo la hicieron pasearse entre ellos con la cabeza baja, repartiendo los refrigerios que había preparado su madre, hasta que lo oyó. Un rítmico y suave sonido que recorrió todo su cuerpo, y una grave voz, quizás no tan melodiosa, pero sí igual de hipnótica, acompañándolo.

Immookalee se había acercado poco a poco, casi subconscientemente, al hombre y a la guitarra que estaban haciendo latir su corazón al ritmo de la música. Y así fue como lo conoció. Hiram enseguida se había dado cuenta de que ella estaba entendiendo la letra de su canción, y se había sorprendido mucho de que una joven cherokee de un poblado tan remoto fuese capaz de entender inglés sin problema. Al fin y al cabo, su tío, al contrario que ella, sí que era un hombre de mundo, y ella siempre había poseído una esponja por mente.  

Hiram la había invitado a sentarse con ellos, y en cualquier otra ocasión Immookalee lo habría rechazado. Podía ser su primer contacto con el hombre blanco, pero todos oían historias, historias que advertían a cualquier joven indígena de los peligros de acercarse a un estadounidense de cincuenta años. Pero había algo en él que le transmitía seguridad, una voz en su interior que le aseguraba que no pasaría nada, así que se arriesgó. Y gracias a dios que lo hizo. Esa noche no durmieron en absoluto. Hablaron y cantaron hasta el amanecer, compartiendo sus diferencias, bañándose en sus historias.

El hombre incluso le enseñó a tocar la guitarra, a hablar mejor su idioma, y ella le enseñó algo del suyo. Si algo le quedó claro es que ese hombre no quería nada de ella que ella no quisiese darle. La veía como a una igual, una alumna en todo caso, no como a un ser inferior, ni como a un cacho de carne, ni como a una fábrica de niños, como sí hacían sus compañeros con las mujeres del poblado. Al día siguiente, Hiram y los suyos se marcharon, pero le prometió que volvería.

Y así hizo. Apenas un par de meses después, Hiram había vuelto, esta vez en carruaje y con un séquito más pequeño. Entre ellos estaba un hombre al que los demás llamaban el oculista. Immookalee jamás había oído esa palabra, pero nunca la olvidaría. El hombre le hizo unas pruebas de vista y tanto él como Hiram le prometieron que volverían con algo para ella. Y de nuevo, así fue. Gafas les habían llamado. Immookalee no se había fiado para nada del regalo, estaba segura de que podía confiar en Hiram, pero no le hacía gracia ninguna ponerse eso en la cara. Su tío la había convencido, prometiéndole que sabía lo que eran y que no le harían daño. Y en efecto.

Esa había sido la primera vez que Hiram le había abierto los ojos, antes aún de enseñarle el país, Nueva York o el océano. Le había descubierto el primero de los nuevos mundos que conocería gracias a él, y aunque no el más impresionante, sí el más importante. Hasta ese momento no había sido consciente de que su torpeza era debida a que simplemente tenía problemas de visión, nunca había sabido que había otra manera de ver las cosas, que había un velo que se lo impedía. Tantos detalles pasados por alto por su retina a lo largo de los años, detalles que ni siquiera sabía que se había perdido. Hiram tuvo una larga conversación con ella ese mismo día, y después con su madre, su tío, su padre, las ancianas y quien hizo falta. E Immookalee aceptó, y lo mismo hicieron todos los demás, después de preguntarle a ella si confiaba en él. ¿Cómo no iba a fiarse de él a esas alturas?

Primero viajaron hasta Savannah, dónde vivía la familia de Hiram. Nada más llegar se casaron, ya que él no quería que Immookalee fuese tratada como su esclava o su amante, y ella adoptó el nombre legal de Virginia Anne Schuyler. Como Hiram le había prometido, ni consumaron el matrimonio, ni dejaron de usar su nombre de nacimiento en ningún momento. A partir de ese momento, Immookalee nunca volvió a dudar de que no se había equivocado al confiar en Hiram. No sabía por qué lo hacía, tampoco se lo preguntó nunca. Pero la había salvado, le había regalado una gran oportunidad, y jamás se lo podría agradecer lo suficiente. Antes de dejar la ciudad adoptaron a un pobre galgo callejero que se encariñó con la joven y él le prometió llevarle a la ciudad más bonita de América. Y, de nuevo, así hizo.

Haag movió la cola como loco cuando vio que Hiram se acercaba de nuevo a ellos. Le dijo a Immookalee que tenía una sorpresa para ella, pero que no podía contárselo todavía. Odiaba cuándo le hacía eso, pero sabía que no le podría sacar nada. Pasó toda la tarde encerrada en la posada neoyorquina en la que se alojaban, impaciente, mientras se encargaba de actualizar y revisar el libro de cuentas de Hiram. Él estaba fuera para preparar la sorpresa, y ella no podía esperar a saber de qué se trataba. Sonaba a que era algo más grande que todo lo que ya había hecho por ella. Y no se le ocurría nada en absoluto que fuese mayor que su visión, Nueva York y el océano.

En cuanto se lo dijo, estuvo a punto de atragantarse con el chocolate caliente que estaban bebiendo. No se lo podía creer. Irían a Europa. Cruzarían el inmenso e interminable océano. Era un sueño. Esto no le podía estar pasando, no a ella. Hiram la besó en la frente y la dejó asimilándolo. Pero no podía asimilarlo. Si aún ni era capaz de hacerse a la idea de las lentes de cristal que le permitían ver cada una de las arrugas en las mejillas de Hiram,  ni de la inmensidad del océano, ni siquiera al sabor del chocolate que acariciaba su garganta, ¿cómo iba  asimilar eso? ¿Cómo iba a creerse que iba a cruzar al otro lado del fin del mundo? Si hasta un par de años atrás le hubiesen dicho que la totalidad del universo estaba conformada por su poblado, el río y los bosques de alrededor se lo habría creído.

Immookalee, con el chocolate aún manchándole los labios, besó el frío anillo que llevaba puesto desde aquel día en aquella pequeña capilla a las afueras de Savannah. No iba a mentir, no había sido el día más feliz de su vida, como proclamaban muchas recién casadas. No, aquello había sido un mero trámite. Pero un trámite que había sido el comienzo de la época más emocionante de su vida. Hiram lo había dado todo por ella, y ella había intentado corresponderle. En unos meses había aprendido a administrar su dinero y a tocar la guitarra mejor que él mismo, le había servido de traductora, le había apoyado con su compañía y su energía. Y aun así, sabía que no era suficiente, porque le debía todo y más. Porque gracias a él, gracias a ese anciano ángel desinteresado, esa chica torpe, flacucha y medio ciega destinada a ser una solterona solitaria atrapada en su pequeño poblado de por vida, había descubierto nuevo mundo tras nuevo mundo. Y aún eran más los que le esperaban ahí fuera.


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"No hay nada que perder, y tal vez mucho que descubrir." 
Elizabeth Gilbert


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