Palabras: Galgo, Guitarra, Gafas, Anillo, Chocolate
Immookalee no era capaz de asimilar
lo que estaba viendo. No era un río, estaba claro, pero no podía ser… Era
imposible. Limpió las gafas una y otra vez con la manga del vestido, pero la
imagen no cambiaba. El inmenso océano Atlántico se cernía ante ella, imponente,
interminable. Sin pensar, se quitó la cofia y deshizo el moño, dejando que la
brisa marina jugase con su larga cabellera a placer. El aire y el pelo le molestaban en los ojos, pero se negaba a cerrarlos. No era el fin del mundo pero lo parecía, y no podía estar más emocionada por ello. Miró a
Hiram con una sonrisa y él se la devolvió.
-Bienvenida
a Nueva York.
Habían llegado a Manhattan en una
pequeña embarcación la noche anterior. A pesar de la oscuridad, ya era evidente
que el río Chattahoochee, a cuyas orillas se había criado, no era nada en
comparación. El olor era distinto, el sonido también, incluso las gotas de agua
que la salpicaban tenían un sabor completamente diferente. Pero hasta que
amaneció y Hiram la llevó en otra barca a la vecina Queens, desde dónde podía contemplar el Atlántico en todo su esplendor, no se pudo hacer una
idea de cuán distinto era. De qué pequeña la hacía sentirse, de qué grande era
el mundo, y cuánto le faltaba por conocer.
Y no solo había sido su primer
contacto con el océano lo que la había hecho sentirse insignificante, sino
Nueva York. Apenas había salido de su pequeño poblado hasta que conoció a
Hiram. Con él se había asombrado ya al visitar grandes ciudades como Charleston
o Filadelfia, pero Nueva York era otra historia. Los edificios, las personas,
el alboroto, los carruajes… Ni sus ojos ni sus oídos, ni siquiera sus fosas nasales, daban abasto para procesar
todo aquello.
Un
ladrido impaciente la hizo saltar del susto, pero solo era Haag, que estaba inquieto
por el trayecto en barco. Immookalee acarició al galgo para calmarlo y dirigió
su mirada a Hiram de nuevo, que en ese momento estaba hablando con unos
conocidos. Nunca habría podido conocer ese nuevo mundo si no fuese
por él. Acarició la única joya que poseía, un sencillo pero hermoso anillo, y sonrió con nostalgia.
Había sido hacía un par de años
atrás, si no se equivocaba, en la primavera de 1808. Ella acababa de cumplir
los dieciséis años, y su madre y su tío no cejaban en su empeño de buscarle un
fuerte e inteligente marido que reforzase la familia. Pero ningún joven de la
zona quería saber nada de ella, de esa joven esquelética, torpe y cubierta de magulladuras, que era incapaz
de caminar más de cinco minutos seguidos sin tropezar, o de coser el más simple de los remiendos.
Recordaba la borrosa silueta un grupo de hombres
blancos que habían llegado a caballo a su poblado, los primeros que había
visto en su vida. Todos sus vecinos habían ido corriendo a
recibirlos, como si fuese el acontecimiento del año, pero ella no. No, ella no
había conocido a Sir Hiram Johannes Schuyler hasta esa misma noche, cuando después de la reunión de
los ancianos con los hombres blancos, su madre le había pedido que la acompañase a
llevar algo de comida a los visitantes.
Todavía guardaba la imagen de esas
hogueras combatiendo con la oscuridad, rodeadas de misteriosas figuras que no
pudo distinguir bien hasta que se encontró a un par de metros de ellos. Aun
así, el nerviosismo y el miedo la hicieron pasearse entre ellos con la cabeza
baja, repartiendo los refrigerios que había preparado su madre, hasta que lo
oyó. Un rítmico y suave sonido que recorrió todo su cuerpo, y una grave voz,
quizás no tan melodiosa, pero sí igual de hipnótica, acompañándolo.
Immookalee se había acercado poco a
poco, casi subconscientemente, al hombre y a la guitarra que estaban haciendo
latir su corazón al ritmo de la música. Y así fue como lo conoció. Hiram
enseguida se había dado cuenta de que ella estaba entendiendo la letra de su canción, y se
había sorprendido mucho de que una joven cherokee de un poblado tan remoto
fuese capaz de entender inglés sin problema. Al fin y al cabo, su tío, al contrario que ella, sí que era un hombre de mundo, y ella siempre había poseído una esponja por mente.
El hombre incluso le enseñó a tocar la guitarra, a hablar mejor su idioma, y ella le enseñó algo del suyo. Si algo le quedó claro es que ese hombre no quería nada de ella que ella no quisiese darle. La veía como a una igual, una alumna en todo caso, no como a un ser inferior, ni como a un cacho de carne, ni como a una fábrica de niños, como sí hacían sus compañeros con las mujeres del poblado. Al día siguiente, Hiram y los suyos se marcharon, pero le prometió que volvería.
Y así hizo. Apenas un par de meses
después, Hiram había vuelto, esta vez en carruaje y con un séquito más pequeño.
Entre ellos estaba un hombre al que los demás llamaban el oculista. Immookalee jamás había oído esa palabra, pero nunca la olvidaría. El hombre le hizo unas pruebas de
vista y tanto él como Hiram le prometieron que volverían con algo para ella. Y
de nuevo, así fue. Gafas les habían llamado. Immookalee no se había fiado para
nada del regalo, estaba segura de que podía confiar en Hiram, pero no le hacía
gracia ninguna ponerse eso en la cara. Su tío la había convencido,
prometiéndole que sabía lo que eran y que no le harían daño. Y en efecto.
Esa había sido la primera vez que
Hiram le había abierto los ojos, antes aún de enseñarle el país, Nueva York o
el océano. Le había descubierto el primero de los nuevos mundos que conocería gracias a él, y aunque no el más impresionante, sí el más importante. Hasta ese momento no había sido consciente de que su torpeza era debida a que
simplemente tenía problemas de visión, nunca había sabido que había otra manera de ver las cosas, que había un velo que se lo impedía. Tantos detalles pasados por alto por su retina a lo largo de los años, detalles que ni siquiera sabía que se había perdido. Hiram tuvo una larga conversación con ella ese mismo día, y
después con su madre, su tío, su padre, las ancianas y quien hizo falta. E
Immookalee aceptó, y lo mismo hicieron todos los demás, después de preguntarle a ella si confiaba en él. ¿Cómo no iba a fiarse
de él a esas alturas?
Primero viajaron hasta Savannah, dónde
vivía la familia de Hiram. Nada más llegar se casaron, ya que él no quería que
Immookalee fuese tratada como su esclava o su amante, y ella adoptó el nombre legal de Virginia
Anne Schuyler. Como Hiram le había prometido, ni consumaron el matrimonio, ni dejaron de usar su nombre de
nacimiento en ningún momento. A partir de ese momento, Immookalee nunca volvió a dudar de que no se había
equivocado al confiar en Hiram. No sabía por qué lo hacía, tampoco se lo preguntó nunca. Pero la había salvado, le había regalado una gran oportunidad, y jamás se lo podría agradecer lo suficiente. Antes de dejar la ciudad adoptaron a un pobre galgo callejero que se encariñó con la joven y él le
prometió llevarle a la ciudad más bonita de América. Y, de nuevo, así hizo.
Haag movió la cola como loco cuando
vio que Hiram se acercaba de nuevo a ellos. Le dijo a Immookalee que tenía una
sorpresa para ella, pero que no podía contárselo todavía. Odiaba cuándo le hacía
eso, pero sabía que no le podría sacar nada. Pasó toda la tarde encerrada en la
posada neoyorquina en la que se alojaban, impaciente, mientras se encargaba de actualizar y
revisar el libro de cuentas de Hiram. Él estaba fuera para preparar la
sorpresa, y ella no podía esperar a saber de qué se trataba. Sonaba a que era
algo más grande que todo lo que ya había hecho por ella. Y no se le ocurría nada
en absoluto que fuese mayor que su visión, Nueva York y el océano.
En cuanto se lo dijo, estuvo a
punto de atragantarse con el chocolate caliente que estaban bebiendo. No se lo
podía creer. Irían a Europa. Cruzarían el inmenso e interminable océano. Era un
sueño. Esto no le podía estar pasando, no a ella. Hiram la besó en la frente y
la dejó asimilándolo. Pero no podía asimilarlo. Si aún ni era capaz de hacerse
a la idea de las lentes de cristal que le permitían ver cada una de las arrugas en las mejillas de Hiram, ni de la inmensidad del océano, ni siquiera al sabor del chocolate que acariciaba su garganta, ¿cómo iba asimilar eso? ¿Cómo iba a creerse que iba a cruzar al otro lado del fin del mundo? Si hasta un par de años atrás le
hubiesen dicho que la totalidad del universo estaba conformada por su poblado, el río y los
bosques de alrededor se lo habría creído.
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"No hay nada que perder, y tal vez mucho que descubrir."
"No hay nada que perder, y tal vez mucho que descubrir."
Elizabeth Gilbert
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