Palabras: Oculto, Apocalipsis, Supervivencia, Ruinas, Salvación
Cuando Eve Drumont era una niña
pequeña, solía jugar con las muñecas que confeccionaba su madre adoptiva en sus ratos libres. Le
encantaba vestirlas, peinarlas, pasearlas por toda la casa. Había algo en esa
promesa de tratarlas con sumo cuidado que le hacía sentirse importante, como si
fuese la única persona lo suficientemente delicada como para que se le permitiese
usarlas.
Ahora, con más de veinte años a sus
espaldas, apenas era capaz de recordar esa sensación. Sobre todo en momentos
como este, cuando podía notar con se rompían los huesos del puño que golpeaba
su estómago. Su piel podía ser más densa y resistente que un muro de piedra, pero seguía teniendo
un sistema nervioso que no le permitía olvidar qué era el dolor. Aun
así, estaba tan acostumbrada a ello que apenas necesitó unos segundos para
recuperar el aliento y que la suela de su bota besase la cara del atacante.
Eve se giró rápidamente, pero no tanto como para evitar que la hoja de la navaja del otro atracador se doblase
al intentar hundirse en su carne. Aprovechando el estupor de éste, le
rompió la nariz de un codazo y, con una entrenada floritura, se colocó tras él,
lo inmovilizó, cogió las esposas que llevaba enganchadas en el cinturón y ató
una a una de sus muñecas y la otra a la metálica barandilla que separaba la acera de
la carretera.
Escuchó entonces un grito proveniente
de la mujer que acababa de rescatar de ser robada, y corrió hacia ella pensando
que el otro ladrón había ido a por ella. Pero no, la anciana solo
la estaba alertando de la huida del malhechor. Un superhéroe de los del cine
habría ido corriendo tras él, o incluso volando, y lo habría detenido. Pero Eve
no lo era. Así que se limitó a mirar a la mujer, sentada en el suelo, abrazando
su bolso mientras la lágrimas manaban bajo el amparo de las lentes de sus gafas, y le indicó que debería llamar a la
policía.
La anciana necesitó que se lo repitiese un par de veces para reaccionar. Sus sentidos no daban para mucho, para ellos solo existía la intimidación causada por esa esbelta joven enfundada en cuero negro, cuya identidad
ocultaba con un antifaz. Esa indómita figura de larga cabellera negra que acababa de salvar lo poco que tenía, quizás hasta la vida. Logró marcar el número de emergencias con unos dedos
temblorosos, y tartamudear una petición de ayuda. En cuanto colgó la llamada, cerró los ojos, suspiró y se dispuso
a dar las gracias a su heroína, pero ésta ya se había desvanecido
en la noche.
Minutos después, en un pequeño y
húmedo cuarto de baño de un desvencijado apartamento del Londres más profundo,
esa misma heroína se encontraba arrodillada sobre el retrete, vomitando entre
gemidos lastimeros. Hacía tiempo que no le golpeaban muy fuerte, y la pelea de esa noche no había consistido precisamente en una barra libre de caricias. ¿Qué
sentido tenía poseer una piel indestructible si no podía evitar el dolor?
Eve se incorporó con cuidado,
temblorosa, y se secó las lágrimas mientras tiraba de la cisterna. Poco a poco
se acercó al espejo, se quitó la cazadora de cuero y levantó la camiseta negra.
Como siempre, ni una sola marca que correspondiese al daño que le habían hecho.
Se quitó el antifaz y la peluca negra, y se lavó la cara una y otra vez tras
enjuagarse la boca para librarse de ese dichoso regusto a bilis.
Se miró al espejo, y unos ojos
castaños inyectados en sangre y a punto de ser ocultados por un largo flequillo
pajizo le devolvieron una mirada inmensamente cansada. Cada vez que veía esos
ojos recordaba a su familia. Siempre habían sido el recordatorio de que no pertenecía
a ella de verdad. Decenas de fotos con cuatro pares de ojos verdes rodeando los suyos, haciéndolos destacar, haciendo evidente que no era como ellos. Nunca le habían ocultado
que había sido adoptada, y nunca la habían tratado como si no fuese una hija o
una hermana de segunda categoría, no. Todo lo contrario. Pero sus ojos no
podían evitar ser castaños, no podían evitar ser distintos y recordárselo cada día.
A pesar de todo, era consciente que
todos sus problemas por el color de sus ojos no eran más que tonterías empolladas en el mismo huevo que la edad del pavo. En un año, quizás dos, se le habría pasado,
y se habría dado cuenta de que no era más que una gilipollez, que era una más
de la familia y que siempre lo había sido. Pero no tuvo la oportunidad. Y es
que sus ojos no eran el único recordatorio de que no era una más, de que era
distinta. Para ello contaba también con una piel a prueba de balas.
No siempre había sido así.
Recordaba haber tenido heridas de pequeña, despellejarse las rodillas jugando
en la arena del parque, cortarse con hojas de papel, decenas de moretones jugando
al baloncesto, los arañazos en la espalda de un primer novio hecho un manojo de
nervios. No, su infancia y su adolescencia habían sido completamente normales. Dentro de lo que cabe, al menos. Pero todo había cambiado poco después de cumplir los dieciocho años.
Era pensar en aquella noche, y el
calor y el sufrimiento se extendían desde lo más recóndito de sus pensamientos, alimentándose de los otros recuerdos como aquel incendio lo había hecho del oxígeno. Oliver,
su hermano mayor, había salido con sus amigos, así que solo quedaban en casa
ella, sus padres y el pequeño Casey, que de aquellas apenas tenía unos catorce años.
Eve nunca supo cómo empezó el fuego. Se había despertado escuchando los
gritos de su hermano menor, y entonces había visto el humo colándose por debajo
de la puerta de su habitación. A partir de ahí, todo era borroso, confuso e
increíblemente doloroso.
Columnas de fuego la rodeaban, y el
humo le impedía respirar con normalidad. Podía vislumbrar a sus padres al otro lado de las llamas,
gritando de terror y ordenándole que corriese, pero se había quedado inmóvil.
Tampoco era que tuviese forma de escapar. Sintió como el humo intentaba conquistar sus
pulmones, como todo se iba volviendo negro y más negro en sus ojos, como el
calor se apoderaba de ella, como el fuego se prendía en su ropa… El dolor…
Nunca nada le había dolido tanto. Había gritado, había sabido que iba a morir,
y no quería, era demasiado joven, era…
Había llegado un punto que había
dejado de sentir nada. Lo siguiente que recordaba era despertarse con la luz
solar dándole de lleno en los ojos, y lo que le costó asimilar lo que estaba
pasando. Guardaba la imagen del bombero boquiabierto al encontrársela desnuda, sin pelo y cubierta de ceniza,
pero físicamente ilesa. No tenía una sola quemadura, un solo rasguño, ni una sola marca que reflejase que el apocalipsis bíblico se había paseado por su casa. La habían
ayudado a levantarse y la habían llevado a una camilla, pero los paramédicos no
habían sabido que hacer. Nunca se habían encontrado con algo así.
Oliver estaba allí, abrazado por su
novia, mirando fijamente a las ruinas que apenas horas antes era su hogar. Los
dos estaban llorando, y parecía que lo habían hecho durante horas. Y solo con
verlos supo que no era simplemente por ella. Ni Casey ni sus padres habían
logrado salir con vida, solo ella había sobrevivido a las llamas, solo ella
había tenido la oportunidad de superar esa escena dantesca en la que
se había convertido su vida.
Eve se había zafado de los aun
estupefactos paramédicos y bomberos para reunirse con su hermano. Era el único
que podría acompañarla en su dolor, el único que podía entender todo lo que
pasaba por su cabeza en ese momento. Pero todo lo que hizo fue gritarle. ¿Por
qué ella había sobrevivido y ellos no? Todo era culpa suya. ¿Cómo un ser humano
podía estar perfectamente después de haber sido quemado en vida? Habían
adoptado a un monstruo, un monstruo que había llevado la desgracia a la
familia. Y entonces Eve hizo lo único que un monstruo adolescente asustado
podía hacer en una situación como esa. Huir. Escapar lo más lejos posible de las ruinas
que habían sido su hogar, del joven del alma destrozada que había sido su
hermano.
Y allí estaba ahora, en un piso de
mierda que poco tenía que envidiar a aquellas ruinas postapocalípticas, y sola.
Completa y terriblemente sola. Acompañada únicamente por esa piel dura como el diamante que la había salvado de la muerte y, al mismo tiempo, le recordaba que nunca había
formado parte de la familia que había perdido, que era distinta a
ellos y a todos, que era un monstruo que solamente salvaba a personas en peligro para
tener una excusa para no quitarse la vida.
El día siguiente amaneció con un
titular. “Salvation strikes back”. Salvation. Así la había bautizado la prensa
londinense un par de años atrás, en una de las primeras ocasiones que su nombre salía en
las noticias. La gente a la que rescataba no era capaz de asegurar si la mujer
era una experta en artes marciales o si tenía asombrosos poderes, solo lograban
ponerse de acuerdo en una cosa. Era su salvadora.
A Eve le hacía gracia ese nombre.
Le recordaba a los alias de los que hacían gala los superhéroes de los cómics
que leía de pequeña. Quizás entre las páginas de papel una piel sobrehumana, un
trágico pasado y unas cuantas clases de judo y de krav maga convertían a una
chica asustada en una altruista e invencible superheroína. Pero en la vida real no era así.
Simplemente era una chica que había detenido a un par de decenas de ladrones, violadores
y agresores, pero no por el bien común, sino por sí misma, por tener algo por lo que vivir.
Esa noche empezó como otra
cualquiera. Bueno, quizás acudió a su ronda nocturna con más entusiasmo, como
cada vez que veía noticias con su nombre. Al fin y al cabo, salvar a una
persona alegraba a cualquiera, por muy traumática que fuese su vida. Pero
enseguida fue consciente de que esa noche cambiaría su vida para siempre.
Porque nada más torcer la primera calle, estaba allí. Hacía años que no lo veía, pero reconocería perfectamente a su hermano en cualquier momento. Era él, Oliver.
Eve se sobresaltó, pero intentó
parecer impasible. Era de noche y llevaba un antifaz y una peluca. Parecía
tanto una superheroína como una prostituta, pero para nada esa delicada adolescente rubia que él recordaba. Le daba igual que la reconociese
como Salvation, pero no podía saber que era ella. Pronto fue consciente de que no tenía sentido ocultarse. Oliver corrió a sus brazos, la apretó con fuerza y se
disculpó. Sabía que era ella, lo había sabido desde la primera noticia encontrada en las profundidades del periódico, y la había estado buscando desde entonces. Por
favor, tenía que perdonarle. Y lo más importante, por favor, no podía dejarle
solo otra vez.
Cuando Eve Drumont era una niña
pequeña, solía jugar con las muñecas que confeccionaba su madre adoptiva en sus ratos libres. Su
hermano Oliver acostumbraba a meterse con ella, algo tan fácil de romper no podía ser un
juguete. Un día había querido demostrárselo, y una de ellas había acabado hecha
añicos. Oliver prometió culpar a su hermana, no quería líos, y cualquiera le
creería, era ella quien se pasaba el día con las frágiles muñecas.
Eve había llorado y llorado. Si su
madre se enteraba no le dejaría jugar con ellas nunca más. Pero aun así,
mientras ella le gritaba enfurecida no había dicho nada. Había mirado al suelo
y se había callado. Y entonces había llegado Oliver, había contado la verdad, y
había recibido un castigo aún mayor. Cuando Eve se acercó a él para preguntarle
por qué había cambiado de idea, él se había limitado a echarle la lengua, hacer
una mueca y a marcharse corriendo. Hermanos, así es como funciona la sangre, incluso cuando no es la misma.
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"Ningún amigo como un hermano, ningún enemigo como un hermano."
"Ningún amigo como un hermano, ningún enemigo como un hermano."
Proverbio indio
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