Palabras: Fragancia,
Inestabilidad, Metamorfosis, Ilusión, Rueda
Otoño de 1937. Cercanías de Mataperdices, una pequeña aldea
de las afueras de Soria. Lo que viene siendo lo más profundo de la España
profunda.
Realmente, Carmela no tenía muy claro donde estaba. Ella simplemente se guiaba por las que seguramente fuesen las últimas palabras que oiría de la boca de su madre.
“Cariño, por favor, pedalea. Pedalea y no mires atrás.” Y eso había hecho.
Llevaba tantas horas en la bicicleta que había perdido la cuenta. El reloj
había dejado de funcionar en la huida, y lo único que le guiaba era el sol.
Amanecía cuando empezó, y se estaba poniendo ya. Necesitaba parar en
algún lugar, no podía seguir el camino de noche. Quien sabría lo que le esperaría
si lo hacía. Alimañas, malhechores, soldados, el peligro acechaba en cada
esquina.
Entonces se topó con una destartalada señal. A diez
kilómetros se encontraba la ciudad de Soria. Venga, sólo un poquito más, tenía pinta de ser mucho más confortable que Mataperdices. Pero la suerte no estaba de su
parte. Notó como una de las ruedas dejaba de girar como tenía que hacerlo, y la
bicicleta perdió estabilidad tan rápido que no le dio tiempo a reaccionar. La
muchacha cayó de lado sobre el camino de arenisca, sintiendo como la piel de
su brazo ardía al despellejarse. No pudo evitar soltar un aullido de dolor, e
inmediatamente se tapó la boca. A saber quién podría estar escuchándola. Tenía
que andarse con cuidado.
-¿Estás bien? – dijo una susurrante y aguda voz a sus
espaldas, en tono asustado.
Carmela se levantó y giró tan rápido que estuvo a punto de
torcerse los dos tobillos. Sus piernas estaban preparadas para echarse a correr, pero se
relajó al ver quién había preguntado. Ante ella se encontraba la mujer más
hermosa que había visto nunca. Una figura pequeña y esbelta, rodeada por un
puro y ligero vestido blanco, con un lazo del mismo color manteniendo en el
sitio a su larga cabellera anaranjada. La piel pálida y pecosa de su cara se
sonrojó de inmediato, al tiempo que sus ojos azules miraban con preocupación la
sangre que manaba del brazo y las rodillas de la sorprendida Carmela.
-¿Quién eres?
La desconocida necesitó unos segundos para recomponerse y
responder. Se llamaba Joaquina, y vivía en Mataperdices, apenas a unos cinco
minutos de donde se encontraban. Si quería podría ayudarle a curar esas
heridas, tenía el material necesario en casa. Carmela asintió. No podía decirle
que no a esa chica. Había algo en ella que… No sabría cómo explicarlo. Pero
tenía que ir con ella. Sabía que su madre le habría dicho que no confiase en
extraños, pero todos sus sentidos le aseguraban a gritos que Joaquina no iba a
hacerle mal ninguno.
La hermosa muchacha se acercó a ella y la ayudó a limpiarse
la herida. El contacto de sus manos frías con su cuerpo le puso la piel de
gallina. Cada movimiento de su cabeza provocaba que un olor inconfundible se
desprendiese de su roja cabellera. Nunca podría olvidar esa atrayente fragancia
de azahar, ese aroma que le erizaba los pelos de la nuca. Cuando Joaquina
terminó con ella y le dijo que ya estaban listas para ir a casa, se percató de
otra cosa. La mujer llevaba colgada, a modo de bolso, una pequeña cajita de
cartón cubierta de encaje blanco, con unos pequeños orificios adornando la
superficie.
-¿Qué tienes ahí?
Joaquina respondió abriendo la caja. Unas diminutas orugas
blancas se retorcían sobre sí mismas, al tiempo que devoraban las pequeñas
hojas de morera. Gusanos de la seda. Se los acababa de regalar una vecina del
pueblo, sabedora que le recordarían a su padre, que estaba trabajando en una
sastrería de Córdoba.
En apenas un par de suspiros, Carmela pudo dejarse caer sobre
una cama por fin. Lo único que quería era dormir, pero la tímida voz de
Joaquina acompañada de ese aroma a azahar se lo impidió. Cuanto antes le
hiciese la cura mejor, lo sabía, así que se dejó tratar. Además, era una buena
excusa para sentir a la muchacha tan cerca. Podría sonar extraño, pero el dolor
que sentía durante las curas era compensado con creces por el placer de la
presencia de la joven. Ésta parecía haber nacido para ayudar a la gente, y sus
manos pasaban ágiles de una herida a otra sin apenas ser percibidas.
Cada roce, cada caricia, cada respiro provocaban agradables sensaciones
que recorrían todo el cuerpo de Carmela. Nacían en la humedad de su entrepierna,
y causaban tanto una inundación de saliva en su boca como el encogimiento de
los dedos de sus pies. En cuanto acabó, Joaquina le recomendó que descansase,
que ella tenía que alimentar a sus gusanos de la seda. Pero ahora ya no quería
dormir, sólo había ya un pensamiento en su cabeza. Así que se levantó, agarró
su delgado brazo, la giró y la besó apasionadamente. Los labios de Joaquina en
un primer momento se mantuvieron cerrados, como si de una muralla de carne
sonrosada se tratase, pero dos latidos fue todo lo que hizo falta para
derrumbarla.
Los siguientes días fueron los más felices en la vida de
Carmela. En parte se odiaba por ello, la sombra de lo que ocurriera a su
familia seguía posada en todo su ser. Pero Joaquina era la luz que necesitaba para
mantenerla controlada. Tenían una casa enorme para ellas solas, y su única
ocupación era cuidar de esas blancas orugas como si de sus hijos se tratasen.
Nunca había estado tan cómoda con una persona. Sentía como si
la inestabilidad de aquella rueda, la aparatosa caída de esa bicicleta, la
primera vez que esa fragancia de azahar entraba en sus pulmones, hubiese
ocurrido eras atrás. Recordaba ese momento claro cómo la nieve pero lejano como
su primer día en el mundo terrenal. El amor las hizo olvidar lo mal que estaba todo
ahí fuera, y no había nada que desease más en ese momento. Olvidar la guerra,
la muerte, el hambre y la penuria, y concentrarse solamente en esa bendición
pelirroja y aquellas frágiles criaturillas
que vivían en su hogar de encaje y cartón.
Hasta que llegó un momento que pensó que todo iba a cambiar.
Carmela despidió con una mirada cariñosa a esas sedosas crisálidas que
habían rodeado los frágiles cuerpecitos de los gusanos de seda, y salió a tomar
el aire. Como muchas otras mañanas, Joaquina la había dejado sola un par de
horas que ella empleaba para hacerse con provisiones en la ciudad. Los pies de
Carmela la guiaron, despistados, hasta una habitación de la casa que siempre
había tenido la puerta cerrada hasta ese momento. La verdad, nunca se había
fijado en su existencia, no debería haber nada importante en ella.
Iba a cerrarla como si nada, pero su instinto la incitó a
entrar. Y lo que se encontró no fue más que un austero despacho, con un par de
estantes a rebosar de libros y un viejo escritorio en el centro. Estaba a punto
de darse la vuelta cuando se percató de la presencia de una pequeña hoja de
papel sobre el mismo. Ni siquiera pensó en que quizás no debería leerlo. Lo
primero en lo que se fijó fue en que olía a ella, a azahar. Debía de haberla cogido
ese mismo día. Y entonces la leyó. Era una carta escrita casi un año atrás por
una mujer cuyo nombre no pudo reconocer, escondido por las lágrimas ya secas
derramadas sobre ella. Su padre no estaba en Córdoba. Su madre no estaba
cuidando de su tía enferma. Sus hermanos no se habían casado ni viajado a la
capital. No, nada de eso. Ojalá hubiese sido así. Pobre Joaquina.
Pero no podía evitar pensarlo. Le había mentido. Le había
mentido y mucho. La estable, fuerte y sensible mujer de la que se había
enamorado no era tal. No era más que una chica asustada y sola, abrumada por la
muerte de su familia, que prefería negar antes que sobrellevarla. Quizás lo
mejor sería escapar de allí, no podía estar enamorada de una persona tan
inestable, a saber qué podría hacer. Pero ni su corazón ni su cerebro opinaban
lo mismo. Más tarde no sabría de dónde habrían surgido esas ideas. ¿De su estúpido
bazo, quizás? No es que fuese un órgano al que hacer mucho caso.
¿Qué podía decir? Cada uno sobrellevaba ese nuevo mundo como
podía. ¿Qué Joaquina fingía que su familia no había muerto, que solamente se
había ido de viaje? Bueno, ella misma prefería olvidar a la suya, prefería
dejar que esa sombra de tristeza se apagase poco a poco en vez de enfrentarse a
ella. No eran tan distintas. Las dos eran chicas asustadas e inestables. ¿Cómo
iban a ser? Una maldita guerra transformaba el país a su alrededor. Pero no
estaban solas. Ya no. Se tenían la una y la otra. Y si le había ocultado todo
eso, por algo sería. No era quién de juzgarla. Así que dejó la carta en su
sitio, cerró la puerta y nunca le dijo nada.
Pero no existían finales felices. No en aquella época. No en
aquel lugar. La calma era solamente el paso de una tormenta a un huracán. Unos
días después, Carmela esperaba de nuevo la llegada de Joaquina. Tenía grandes
noticias esta vez. Las pupas habían empezado a abrirse, pronto sus pequeños serían libres y saldrían volando de ahí. No podía esperar a ver la ilusión en la cara de Joaquina al
enterarse. Sin embargo, no pudo ser así.
Comenzó a sospechar que algo malo ocurría cuando vio a la
joven acercarse corriendo a toda prisa, sin la compra del día. Carmela salió a
recibirla, preocupada, y Joaquina se lanzó a sus brazos gobernada por las
lágrimas. Tenía que irse. Un par de guardias civiles habían llegado a Mataperdices,
y estaban preguntando por ella. Tenía que marcharse. No podía seguir allí, no
podía. No podía dejar que la atrapasen, no podía dejar que la hiciesen desaparecer.
“Cariño, por favor, pedalea. Pedalea y no mires atrás.” Y eso
hizo de nuevo. No existía un lugar seguro, no existía la felicidad ya para
ella. No fuera más que una ilusa enamorada de una ilusión y viviendo en otra. Solamente le quedaba
vivir, vivir sin mirar atrás. Pero de repente, una pequeña mariposa blanca
revoloteó a su alrededor. Su aleteo revivió la fragancia adherida a su piel, fruto de una húmeda despedida. Azahar. Se dio cuenta de que, de nuevo, estaba
equivocada. Porque de ilusiones también se vive. Pedalearía, sí, sin mirar
atrás. Pero volvería. Pasase lo que pasase, se prometió que volvería.
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A todo escritor español le llega el momento de escribir algo ambientado durante la Guerra Civil, e non era sen tempo. Gracias por hacerlo pousible con esas elecciones tan raras, fijo que no te esperabas esta temática para nada
PD: antes de que alguien lo busque, no, Mataperdices no existe. O por lo menos, no que yo sepa.
PD: antes de que alguien lo busque, no, Mataperdices no existe. O por lo menos, no que yo sepa.
Emily Brontë
Awesome Fabio, awesome.
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