Temática: Hombre y naturaleza
Palabras: Planta, Arena, Parásito
Takahiro miró hacia atrás, cansado.
Apenas se podían vislumbrar ya sus profundas pisadas, engullidas ansiosamente
por la fina arena. Sus ojos le dolían, atacados por el sol, al igual que su
piel, seca por el calor, y que sus huesos, desgastados por la edad. Sí, todo le
dolía, pero no iba a salir una sola queja de su boca. Ese dolor era parte de
él, y lo había aceptado hacía tiempo ya. Además, estaba convencido de que
estaba llegando a su destino por fin, así que no importaba. Ya casi estaba.
Además, a pesar de todo, se sentía
fuerte. Estaba bastante seguro de que muy pocos septuagenarios podrían presumir
de hacer lo que él. Mientras ellos estaban postrados en sus camas de hospital,
reuniendo todas sus fuerzas para corretear tras sus nietos, podando sus bonsáis
o echando silenciosas partidas de shōgi. ¿Y él? Él estaba en otro continente,
viviendo la última aventura de su vida en el desierto del Sáhara. Y no sólo
eso, sino que estaba ofreciendo su vida a algo que para él era un propósito
mayor que él mismo, y no podía ser más feliz.
Efectivamente, no podía ser más
feliz mientras carraspeaba para aliviar su reseca garganta, mientras los granos
de arena se paseaban por las partes más íntimas de su cuerpo o mientras sus
articulaciones sufrían como si les estuviesen pegando la paliza de su vida. Qué
más daba, seguía pensando. Para lo que quedaba… Sintió entonces unos
retortijones en el estómago. Los pequeños tenían hambre. Bueno, a ellos tampoco
les quedaba mucho, así que tendrían que aguantarse.
Horas después, Takahiro empezaba a
arrepentirse. No llegaba a su destino, y esos movimientos en su tracto
digestivo no le dejaban en paz. Sólo quería que se acabase todo de una vez. En
parte se sentía mal porque no estaba tomando una decisión solamente para sí
mismo, sino también para sus pequeños huéspedes intestinales. Pero no podían
quejarse, había dedicado los últimos años de su vida a ellos sin pedir nada a
cambio. Todo lo contrario realmente.
Sus hijas habían estado totalmente
en contra. Normal, si lo pensaba bien. Si Momoko o Ryōko le dijesen que se iban
a… Una nube de arena naciendo en el horizonte le impidió decidir qué pasaría.
Llevaba tiempo suficiente en el desierto como para saber que no era natural, y
para darse cuenta que se dirigía hacia él. Estaba seguro de que no eran quienes
podían estar buscándole, así que lo más inteligente sería posar su cansando
trasero en el mullido suelo y esperar.
En apenas unos minutos ya estaban
ante él. Takahiro siempre había pensado que los tuareg iban acompañados de una
majestuosidad que nadie esperaría encontrar en el desierto, y al verlos tan de
cerca lo confirmaba. Era un grupo de una docena de hombres con sus respectivos
dromedarios, ataviados con un turbante azul que apenas poco más que sus ojos. Uno de ellos, el que parecía el líder de la partida, descendió con
agilidad de su montura y se acercó al anciano.
Confundido seguramente porque el
nipón llevaba un ropaje similar al suyo, le saludó en su idioma. Al comprobar
que no le entendía, probó con el francés, y Takahiro negó con la cabeza.
Entonces vio como el tuareg hacía un gesto al grupo, y de entre ellos emergía
una menuda figura. Hasta que se encontraba a un par de metros de él y vio que llevaba la cara descubierta, no se dio
cuenta de que era una mujer, la única que parecía encontrarse entre ellos.
Ella le habló en un simple inglés
adornado con su exótico acento, y Takahiro asintió. Sí, la entendía. La joven
se lo comunicó a los hombres, y recibió unas órdenes que enseguida transmitió
al cansado anciano. Que se descubriese la cara. Vale, querían comprobar cuánto
tenía de extranjero. Y en cuanto lo descubriesen… Pero bueno, tenía que
obedecer.
En cuanto se destapó, pudo sentir
los doce pares de ojos recorriendo sus evidentes trazos asiáticos. Y como poco
a poco asimilaban la información. La traductora dio un par de pasos hacia
atrás, y el líder en cambio se adelantó de golpe. A Takahiro ya le habían
contado como iba el asunto, así que no se resistió, y permitió que el hombre lo
inmovilizase, lo descalzase bruscamente y que examinase su planta del pie. Ni siquiera
se molestó en ocultar su expresión de asco, pero no pasa nada. Lo entendía. Era
difícil de comprender. El hombre lo soltó enseguida, le lanzó una cantimplora y
se dio la vuelta para montarse de nuevo en su dromedario. En unos minutos se
habían convertido de nuevo en poco más que una nube de arena.
Antes de calzarse, Takahiro no pudo
evitar mirarse la planta del pie. Hacía tiempo que no se fijaba, la verdad,
pero ahí seguía estando. Una alargada y fina cicatriz que la recorría
diagonalmente casi por completo. La marca que lo identificaba como un loco para
la mayor parte de la población. Y es que, ¿qué podía decir? Si hace años le
hubiesen dicho de dejarse infectar por unos parásitos para salvarlos de la
extinción, habría preferido mil veces pasar la vejez podando sus bonsáis.
Pero con la muerte de su amada
Miyuki… Podía decirse que su percepción de la vida y la muerte, de la
naturaleza misma y su responsabilidad sobre ella, había cambiado por completo. Su
esposa había pasado años regentando un refugio de animales de forma
completamente gratuita, y jamás la había comprendido. Hasta el momento en que
la vio allí, tendida sobre el hielo seco en ese frío ataúd, con sus muertos
dedos buscando un apretón que jamás iba a recibir… Algo había hecho click en su
interior, y lo había comprendido. Demasiado tarde, quizás, pero a tiempo para
perpetuar su legado.
Con ayuda de sus hijas había
mantenido el refugio, pero pronto se le antojó insuficiente. Necesitaba hacer más,
mucho más. Pero su trabajo como un chupatintas más de una oficina cualquiera de Osaka le impedía hacer todo lo que el querría. Hasta el momento en que llegó su
jubilación. Había buscado mil formas de colaborar, pero su pensión tampoco era
nada del otro mundo. Hasta que lo había encontrado. Solamente necesitaba pagar un
billete hasta Rabat, y a partir de allí la organización se haría cargo. En
aquel momento le había parecido la mejor forma de honrar a Miyuki. ¿Sacrificar
su integridad física por mantener con vida a una especie? No le habría
extrañado nada que ella le hubiese ido con esas.
Y allí llevaba diez años,
conviviendo con un grupo de locos, como los llamaban sus hijas, y unas pequeñas
criaturas en su interior, en un poblado al sur del Sáhara. Estarían locos pero
no eran tontos. Esos frágiles parásitos eran incapaces de infectar a nadie bajo
un ambiente tan seco, así que allí no había riesgo de que entrasen en alguien
que no se hubiese ofrecido voluntario.
A lo largo de esa última década
había presenciado a docenas de personas ir y venir, dejando que aquellos
incomprendidos seres penetrasen por una apertura en su planta del pie para que
se alojasen en su tracto digestivo, y arrepintiéndose poco después. Pero él no.
Él era una de las pocas constantes en el campamento. Hasta ahora. Era demasiado
mayor, le habían dicho. Llevaba dos infartos y un fallo renal, lo mejor para él
sería olvidarse de eso, volver al mundo civilizado y despedirse de su familia.
Pero se había negado. En cuanto había llegado al desierto, ya había asumido su
destino.
Así que allí estaba, vagando, cada
vez más lentamente, por ese océano de arena. Había dejado la cantimplora atrás,
a pesar de que agradecía a los tuaregs el detalle, no necesitaba ese té para
nada. Sus huesos no podían más, pero su corazón y su cerebro se negaban a
hacerles caso.
Hasta que se topó con un pequeño
cactus, un cactus que crecía solo y sin nadie que le enseñase a ser un cactus en
medio de la nada. Se tumbó bajo su corta sombra y cerró los ojos. Sí, este
sería un buen sitio. No era más que otra solitaria criatura que necesitaba su
ayuda, y ¿qué mejor alimento que un anciano que necesitaba algo por lo que morir?
Una vocecita en su interior le llamó loco.
-Sí, seré un loco. Pero yo he
elegido ser un loco, y he elegido morir como un loco. Así que déjame dormir.
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"Tengo una pregunta que a veces me tortura: estoy yo loco o los locos son los demás."
Albert Einstein
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