Palabras: Sueño, Vértigo, Miedo, Constancia, Talento
Que veías todo París, decían. Que
te embargaba el amor, decían después. Que nunca podrías disfrutar de unas
vistas más hermosas, solían añadir. Pues no era por llevar la contraria, pero todo lo
que veía Étienne era un cúmulo borroso y un mundo que no paraba de dar vueltas.
La ciudad se desdibujaba ante sus ojos, las pequeñas luces se convertían en faros
gobernados por la amorfía, todos sus músculos temblaban y el suelo no paraba de
moverse, intentando arrojarlo hacia su muerte. Y lo más importante de todo, no
había manera de que su cuerpo se uniese con el de esa indistinguible joven morena
que se encontraba ante él.
Lo único que era capaz de ver podía
ser tanto su amada Yvette como una escoba vieja con un vestido desgastado
apoyada contra la barandilla de la Torre Eiffel. Los oídos de Étienne se veían
ensordecidos por los inaudibles murmullos que eran para él las palabras de la
mujer. Él intentó hacerle caso, de verdad que lo intentó, pero sus sentidos no
se lo permitían. Sintió como su delicada mano se apoyaba sobre su hombro,
intentando reconfortarlo, pero lo único que consiguió fue que sus pies
trastabillasen y lo hiciesen caerse de espaldas sobre el famoso monumento de
hierro.
Si pudiese ser consciente del mundo
que lo rodeaba habría sentido una inmensa vergüenza, pero todo lo que sentía
eran sus sienes palpitantes amenazando con desprenderse de su cabeza. Nunca le
había pasado nada igual. Las palabras de Yvette se convirtieron en gritos, que
en los tímpanos de Étienne se transformaban en el Tamborilero del Bruch
asustando a los franceses en lo más profundo de los Pirineos.
Horas después, Étienne se hallaba
en su cama de hotel, escondiéndose entre las sábanas para intentar olvidar lo
sucedido. Yvette había tenido que cargar con él sola hasta allí, hecha un
manojo de preocupaciones, y lo había dejado en la habitación mientras buscaba
algo que le asentase el cuerpo. No sabía qué decirle, ni siquiera cómo mirarla, tras el
bochornoso espectáculo que había dado. El plan era llevar a su novia a lo alto
de la Torre Eiffel, ya que ella, al ser marsellesa, nunca había tenido
oportunidad de verla, y allí decirle esas palabras mágicas, y dejar que el romanticismo desbordase sus poros. Después irían a la
habitación de hotel que habían alquilado, y la disfrutarían de una manera que en
sus casas familiares no podían permitirse. Pero todo se había ido a la mierda.
Cuándo escuchó abrirse la puerta,
Étienne ocultó su cara contra la mullida almohada, incapaz de mirar a Yvette
sin sentirse conquistado por la vergüenza. Pero enseguida sus caricias y su
risueña voz lograron hacerlo salir de su escondite, desalojar ese estúpido miedo
de su mente. Y todo fue a peor. Ni siquiera tuvo tiempo de atisbar esos labios
pícaros que eran como imanes para él antes de que el universo volviese a
desenfocarse de sus retinas.
La cama se convirtió en un barco
zozobrante en medio de un temporal, las paredes de la habitación se fundían con
el mobiliario y la joven volvió a convertirse en esa escoba con un vestido
raído. Sus manos se agarraron con fuerza contra el colchón, intentando combatir
el miedo a caerse hacia el abismo. No había ningún abismo, lo sabía, pero su
cerebro no quería comprenderlo. De nuevo, el Bruch volvió a emerger de aquellos
sedosos labios, y no pudo hacer nada por hacerlo callar.
Étienne no sabía qué hacer. Habían
pasado semanas desde aquella infame jornada sobre la Torre Eiffel, y cada vez que
veía a Yvette el vértigo volvía a apoderarse de sus sentidos. Había acudido a
médicos, a psicólogos, y nadie había podido ayudarle. Incluso se había dejado
las rodillas rezando a un dios en el que en su vida había creído, pidiéndole que no fuese más que un enrevesado sueño. Pero no lo era. Y nunca había estado tan asustado. No podía siquiera ver a la mujer que amaba, no
podía oírla, lo único que sentía cuando estaba cerca de ella era un miedo atroz
que se apoderaba de todo su ser.
Le pidió que lo dejase, que él no
era capaz de hacerlo, pero no podía darle esa mierda de vida. La amaba
demasiado. Tenían que comunicarse con mensajes y llamadas, no podían verse,
oírse, tocarse, sentirse. No, simplemente no podía hacerle eso. Yvette se
negaba, una y otra vez. No quería rendirse, no tenía miedo. Étienne no sabía si
esa chica era tonta o estaba loca, pero no podía quererla más. Y por eso se
decidió. Tenía que afrontar sus miedos, tenía que dejarla vivir su vida, no
podía permitir que sufriese por su culpa. Pero la quería demasiado.
Seguían pasando los meses, y lo
siguieron intentando. En el peor de los casos, Étienne acababa llorando sobre
el retrete, a punto de perder el sentido, mientras escuchaba como Yvette
cerraba la puerta, dispuesta a volver a intentarlo, una y otra vez. Y en el
mejor de los casos, para ser sinceros, pasaba exactamente lo mismo.
En las suaves teclas de su piano
era el único lugar en el que Étienne encontraba su refugio. Era el único
talento que tenía, y lo único que lo reconfortaba. La tranquilidad que le
otorgaban esas sinfonías centenarias conseguía aplacar sus miedos, sus dudas,
echar de su cabeza esas voces que discutían entre sí. Unas querían que siguiese
intentándolo, otras que reuniese valor y que convenciese a Yvette de que no
sería feliz sin él, y otras que era un tremendo imbécil por dejarse conquistar
por ese vértigo imposible.
Y quizás fuese porque la música
acallaba esas voces, o quizás no tenía nada que ver, pero fue entre los si
bemoles y las sonatas de Bach dónde por fin, tras incontables jornadas de
locuras, pudo escuchar la voz que antaño derretía todas sus emociones. Y seguía
haciéndolo. Étienne alzó los ojos hacia el frente, y allí estaba, esa cabellera
oscura, esos ojos castaños, aquellos deliciosos labios que reclamaban su
presencia. No podía creérselo. Por fin había pasado. El miedo ya no estaba, el
vértigo había desaparecido.
Los dos cruzaron una brillante
mirada, y Étienne soltó las teclas y se incorporó como si no hubiese un mañana,
dispuesto a darle todo el amor que llevaba meses intentando salir de su
interior. Y en cuanto la última nota se desvaneció en el aire, volvió a estar
solo en un remolino de inconsistencia, impotencia y el más absoluto pavor,
acompañados por el dolor de huesos rompiéndose cuando su brazo se vio atrapado
entre ochenta kilos de francés y el parqué del suelo.
Con una escayola en el brazo y el
miedo nublando sus neuronas, Étienne por fin llegó a una solución. Pidió a
Yvette que lo esperase en su casa, tenía que decirle algo. No podía perder el
valor ahora, debía hacer lo correcto. Tenía que abandonar ese reducto de
felicidad que era la joven para que ella pudiese ser feliz.
En cuanto entró en su casa cerró
los ojos, sabiendo lo que pasaría si la veía. Ya le había pedido que no le
hablase al llegar, que solo escuchase, para impedir que el temible vértigo le
impidiese hacer lo que tenía que hacer. La llamó por su nombre, esperando que
con algún ruido le indicase donde se encontraba, y lo que respondió le
sorprendió como nada lo había hecho en toda su vida. Era Claro de Luna, su
sonata favorita de Beethoven. O eso parecía.
Étienne se acercó poco a poco al
piano, sin atreverse a abrir los ojos. Quizás Yvette no tuviese talento musical
ninguno, pero la torpeza de la sonata era sólo un añadido más que hacía que se
humedeciesen sus ojos. Jamás había estado tan enamorado. ¿Cómo podía hacerle
esto ahora? Le pidió que parase, que solo se lo estaba poniendo más difícil.
Pero ella lo ignoró. Se lo repitió, y se lo volvió a repetir. No quería
hacerlo, pero se lo gritó. Y Claro de Luna seguía sonando, a su hermosa manera.
No pudo más. Abrió los ojos, y con
todo el valor que pudo reunir, le gritó que dejase de hacer el estúpido. Y
entonces se dio cuenta. Ojos castaños, sonrisa deliciosa, cabellera oscura.
Estaba todo ahí. Y no había señales del vértigo. No había miedo, ni temblores,
ni el Tamborilero del Bruch espantando a las tropas napoleónicas. Solo estaba ella, esa joven que le sonreía con un amor incalculable
a pesar de que acababa de llamarla estúpida. Esa mujer que en vez de
abandonarlo había preferido ser una constante en su vida, valiente y testaruda,
que no se había resignado a rendirse.
Esa tranquilizante música reactivó
el imán que era Yvette para él, y Étienne se acercó a ella con calma, temiendo
que todo fuese una falsa alarma y que el mundo se volvería a desmoronar bajo
sus pies. No podía creérselo, no podía asimilar que por fin la estaba viendo,
que por fin estaba escuchando esa risa nerviosa otra vez. Que por fin las yemas
de sus dedos podían recorrer su suave y fría piel, notando como se erizaba con
el mero contacto mientras se paseaban desde sus hombros hasta el dorso de sus manos.
Tenían que hacerlo juntos, estaba
seguro. Era la única forma de averiguarlo. Pero el miedo seguía ahí. El miedo a
que en cuanto se desvaneciese la música, el vértigo volvería a derrumbar su felicidad. Pero Yvette no podía estar postrada ante
ese piano eternamente. Así que entrelazó los dedos con los suyos, y con suma
ternura apartaron las manos de las teclas de marfil, y comprobaron como un
instante se convertía eterno. Pero la eternidad también tenía fin, y lo que la
sucedió, bueno, digamos que lo único que importa es que no fue el vértigo.
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"Adiós al vértigo de vernos coincidiendo en el espacio."
Mikel Izal
Si queréis saber que algo sobre la familia de Yvette, leed Carne de vitela de primeira calidade!
Mikel Izal
Si queréis saber que algo sobre la familia de Yvette, leed Carne de vitela de primeira calidade!
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