Palabras: Película, Cámara de fotos, Asesino, Campeonato, Bosque
|Continuación de Verde
malaquita y Azul
indignado|
Marta se sumergía en ese bosque de
gente que eran las calles de Barcelona, haciendo lo posible por retener sus
lágrimas. Todo el esfuerzo malgastado en encontrarlo había sido en balde, todo
por culpa de una ilusión estúpida propia de una película de Disney. Chocó
contra un hombre que caminaba a toda prisa hacia ella, y se agacharon los dos
para recoger la carpeta que había caído de sus manos. Él le pidió disculpas,
pero ella no fue capaz de articular palabra ninguna a cambio. Una fotografía se
había caído de su carpeta, y unos indignados ojos azules le devolvían la
mirada, enmudeciéndola por completo.
Esos mismos ojos observaban horas
después con curiosidad el jabalí estampado en el paraguas que acababa de
encontrar junto a la puerta de su casa. Carlos se dispuso a coger su teléfono
para llamar al número que había en la etiqueta, pero se lo pensó dos veces.
Estaba hambriento, no le apetecía nada hablar con un desconocido en ese
momento. Quizás al día siguiente.
Marta estaba tumbada sobre su cama,
boca arriba, sosteniendo con delicadeza la fotografía, intentando establecer
una conexión con esos ojos azules. No sabía por qué, quizás podría sentir
alguna especie de cierre, una despedida. Suspiró. Menuda patraña, quizás veía
demasiado la tele. Intentó dormir, pero no fue capaz. Sólo quería encontrarse
de nuevo con esa familia feliz de ojos verdes y azules que habitaba en sus
sueños, nada más. Lo necesitaba. Pero todo lo que consiguió fueron horas de
vueltas en la cama, sudor y miles de pensamientos paseándose por su mente.
A varios kilómetros de allí, la
noche de Carlos no era muy distinta. No entendía qué pasaba, nunca tenía
problema para dormirse, sumergirse en sus recuerdos y encontrarse con ese par
de ojos verdes de verano. Sentía ganas de llorar, de gritar, de arañar las
paredes. Sólo quería verla, era lo único que tenía en su vida, no podían
arrebatárselo. Se sentía como si alguien hubiese sido el asesino de sus sueños,
alguien que había cometido el crimen perfecto y a quién jamás podría hacérselo
pagar.
Marta se levantó con el sonido de
la vajilla desde la cocina. No había dormido nada, pero sabía que a su tía no
le haría ninguna gracia que se pasase la mañana en la cama. La mujer, después
de observar asustada sus enormes ojeras, le preguntó dónde había dejado el
paraguas de Olivia. ¿Qué paraguas? Oh, mierda… Recordaba dejar el paraguas y la
carpeta mientras timbraba donde creía que vivía Carlos, y al ver que no contestaba,
sólo había recogido la carpeta…
Al mismo tiempo, Carlos escribía en
su teléfono el número que había encontrado en la etiqueta del paraguas con el
jabalí estampado. Nada, no cogía nadie. Probaría en un rato.
Mientras Marta prometía a su tía
que volvería con el paraguas, que recordaba dónde lo había dejado, las dos
escucharon como sonaba el teléfono. La mujer fue a cogerlo, pero llegó
demasiado tarde. Número desconocido le dijo a su sobrina. Quizás debería
devolver la llamada, podría ser algo importante. Marta le aconsejó que no lo
hiciese, si era importante volverían a llamar. Se puso los auriculares y se
sumergió de nuevo en el bosque barcelonés, camino a un lugar al que habría
preferido no volver nunca.
Carlos volvió a llamar unos minutos
después, y esta vez una mujer cogió el teléfono. Se ofreció a ir ella misma a
buscar el paraguas, pero tras preguntarle su dirección se ofreció a llevárselo
el mismo. No le apetecía mucho, pero le quedaba de camino para ir a la tienda
de móviles que necesitaba.
Marta caminaba con los ojos fijos
en el suelo, juzgando los zapatos de la gente, mientras se sentía embriagada
por la música que escuchaba. Hasta que, de repente, Somebody Told Me se detuvo para dejar sonar el tono predeterminado
de su teléfono. Su tía. Suspiró. Querría recordarle que por la tarde tenía que
ir al campeonato de patinaje de Olivia. Qué pesada llevaba toda la semana con
el tema, por dios, no se le iba olvidar. Colgó, no le apetecía que le lo
repitiese por milésima vez. Si preguntaba luego, le diría que estaba ocupada y pista.
Carlos estaba nervioso mientras
subía las escaleras de ese edificio desconocido. Podría ser una tontería, pero
no le gustaba nada tratar con desconocidos. Aunque fuesen un par de palabras.
Se sorprendió a si mismo incluso, por haberse ofrecido a ir hasta allí. Pero
bueno, ya no había marcha atrás. Le esperaba una puerta entreabierta, pero aun
así la golpeó con los nudillos. Ni de coña iba a meterse sólo en una casa
desconocida.
Marta, cansada de pulsar una y otra
vez el mismo botón del telefonillo para de nuevo no recibir respuesta alguna, probó
con otros pisos. Un “¡Cartera comercial!” fue suficiente para que una amable
señora le abriese el portal. Subió al trote las escaleras para encontrarse con
que el paraguas ya no estaba allí. Mierda, su tía la iba a matar…
Carlos se sorprendió cuando fue
recibido por una niña de unos… ¿Siete? ¿Cinco? ¿Cuatro? Se le daba fatal
calcular edades de niños. Tartamudeando, le preguntó si estaba su madre en
casa, a lo que respondió que estaba en el baño. Bueno, daba igual, se lo podría
dar a la niña igualmente. Mejor, así se ahorraba que le tocase alguna de esas
señoras a las que les encantaba hablar. Le preguntó si le sonaba el paraguas, y
la pequeña respondió que sí, que era suyo. Y entonces se quedó pensativa,
mirándolo fijamente, y Carlos se sintió muy incómodo.
En apenas un par de días volvería a
casa. Era lo único en lo que podía pensar Marta mientras sacaba foto tras fotos
de la pequeña Olivia ansiosa por usar sus patines. ¿Pero qué haría al volver?
¿Habría espacio en la vida de Gabriel para ella? Y lo más importante, ¿de
verdad quería ella que lo hubiese? Que no hubiese encontrado al chico de sus sueños
no implicaba que sus sueños no pudiesen cambiar. Oh, era el turno de Olivia,
mejor ponerse en otro día para fotografiarla mejor.
Carlos estaba muy confuso. Aquella
extraña niña, a cambio del paraguas con el jabalí, le había entregado una
arrugada foto suya, con su dirección, y le había dicho que debería acudir esa
misma tarde a su torneo de patinaje. Debería haber esperado para hablar con su
madre del tema, para averiguar de que iba todo aquello, pero en el momento
había decidido irse. Podría haberla llamado, lo sabía, pero algo le decía que
no tenía nada que ver con aquella mujer. Y se había planteado pasar de todo,
claro, pero allí estaba, observando como un montón de niños presumían de sus
torpes dotes sobre ruedas.
A Marta estuvo a punto de caérsele
la cámara de fotos de las manos. ¿Había visto…? No podía ser. Se olvidó completamente
de su prima, y buscó la última foto sacada con la cámara. Zoom. Zoom. Más zoom.
Allí estaban. Bajo ese flequillo rizado, unos confusos ojos azules
observándola. Alzó la mirada.
Carlos no tenía ni idea de que
estaba buscando. No conocía el sitio, y nadie le resultaba familiar excepto por
la niña que acababa de salir a la pista de patinaje. Miró para todas partes, y
se quedó mirando para una chica cuya cara estaba oculta por una cámara de fotos
de esas negras tan buenas. Oye, pues no estaba mal la muchacha. A ver si podía
verle la cara. Pero ella tenía otra idea, y su melena dorada cayó sobre su
rostro cuando se agachó para comprobar algo en la cámara. Y entonces, cuando
Carlos ya iba a apartar la mirada para dejar de sentirse un acosador, ella alzó
la cabeza y sus ojos se cruzaron. No podía ser. Hacía siglos que no veía ese
color fuera de sus sueños. Verde malaquita.
Los pies de Marta se fundieron con
el suelo durante unos instantes, siendo incapaces de reaccionar. Y sus ojos no
podían enfocar nada que no fuesen los ojos azules de aquel chico, que ahora
tenía la boca abierta de la sorpresa. Supuso que la suya tendría el mismo
aspecto. Y se echó a correr. Esta vez, no había nada en ese bosque de personas
que la rodeaba que pudiese interponerse en su camino.
Carlos la vio, corriendo a toda
prisa hacia a él, pero no fue capaz de moverse. No era capaz de asimilarlo. El
asesino de sus sueños estaba ante él. Y no podía odiarlo. Era todo lo que siempre
había soñado, literalmente. Literalmente, y más.
Y allí estaba él, parado ante ella.
Y allí estaba él, parado ante ella.
Y allí estaba ella, parado ante él.
Todo pasó entre ellos como en un buen
libro, o como en una no tan buena película. Sueños de presente y futuro se habían
encontrado, y se habían asesinado entre ellos, para dejar lugar al presente. Al
único y bendito presente. Y los sueños se hicieron realidad. Y la realidad
asustó. Pero gustó. Los dos se miraron, y el verde y el azul se hicieron
indistinguibles uno del otro. Era tal como lo recordaba, y más. Era tal como la
recordaba, y más. Y eso también dio miedo.
Los dos se giraron, espalda contra
espalda. ¿Y si los sueños, sueños son? ¿Y si se había engañado? ¿Y si era mejor
la ficción que la realidad? ¿Y si no era más que el final de la primera mitad
de la película, en la que todo saldría mal? ¿Valdría la pena arriesgarse?
Quizás no, pero, ¿quién sabe? Ellos eran los guionistas, los directores y los
actores. Y a ellos les correspondía descubrirlo.
Así que, de nuevo, verde y azul se fundieron, y eso fue todo, y más.
Así que, de nuevo, verde y azul se fundieron, y eso fue todo, y más.
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"No hay realidad que no nazca de un sueño."
Autor desconocido
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