Temática: Nuevas experiencias
Palabras: Viajar, Desconocido, Comida
“No estoy en mi cama”. Eso fue lo
primero que pensó Damião al despertare. No se atrevió a abrir los ojos, pero
podía sentir el agua en su piel, la arena húmeda visitando las partes más
recónditas de su cuerpo, la ropa mojada y pesada pegada a sus extremidades,
sabor a sal, tierra, bilis y óxido en la lengua. Se atrevió a abrirlos. Necesitó
unos segundos para adaptarse a la luz del sol, y entonces vio dónde estaba.
Mierda, no había sido un sueño…
Se irguió, y su mirada recorrió con
rapidez la pequeña cala en la que había naufragado. Había otros tres cuerpos
tirados sobre la arena. Corrió hacia ellos. Por favor, que no fuese el único
superviviente. No era más que el cocinero del barco, no podría aguantar mucho
tiempo sólo. No sabía qué hacer, ni siquiera sabía dónde estaban. Los
necesitaba.
El primero estaba muerto. Necesitó
comprobarle el pulso diez veces y un par de sacudidas y bofetadas para
convencerse. Entonces se fijó en que un marinero, Lopo da Gama, se había
levantado por su propio pie y estaba arrodillado junto al otro cuerpo. Se
acercó a ellos. Se trataba de un joven comerciante, inconsciente. Estaba
malherido, pero sobreviviría. O no. La verdad, no tenía ni idea de qué hacer,
de cómo tratar esa herida. Cuanto más se fijaba, peor pinta tenía. ¿No era
normal que tuviese esa costra amarilla, no? Lopo lo hizo salir de dudas. Le
dijo en un susurro que no podían hacer nada por él, se giró y le aplastó el
cráneo con una roca.
Dos días pasaron sin que los dos
naufragados se moviesen de la playa. Esperaban señales de algún otro
superviviente, pero si las hubo no fueron capaces de distinguirlas. Finalmente,
Lopo decidió que lo mejor era explorar la isla. Damião habría preferido no
hacerlo, pero cada vez que pensaba en protestar recordaba la muerte del
comerciante malherido y… Y bueno, le gustaba su cabeza tal como estaba. Sangre,
hueso y sesos bañando la blanca y fina arena era una visión que no iba a
olvidar en su vida.
Durante su inmersión en la húmeda y
frondosa jungla apenas intercambiaron palabra. Damião se limitaba a seguir al
marinero con la cabeza baja. Dios mío, iba a morir. Estaba cada vez más
convencido. Del barco no quedaba ni rastro, y ni siquiera sabía dónde estaban. Su
embarcación se dirigía al reino de la Sonda, a comprar pimienta para venderla
en Europa, y sólo sabía que estaban a punto de llegar cuando un terrible tifón había
aparecido de la nada. Y allí estaban ahora, en alguna de los cientos de islas
de las especias que aún no habían sido colonizadas, solos. Terriblemente solos.
No tardó en descubrir que eso
último no era cierto. Una lanza de madera emergió con un silbido de entre la
vegetación y atravesó la garganta de Lopo. Damião apenas tuvo tiempo de tirarse
al suelo antes de sentir otra pasando sobre él. Se quedó acostado contra la
fría tierra, sin saber si hacerse el muerto o escapar. Lo único que tenía a la
vista eran los últimos segundos del marinero, con la sangre manando de su boca
como si fuese un volcán. Escuchó como unas voces en un idioma ininteligible se
acercaban a él. Se hizo un ovillo. Por favor, que no le matasen.
Y así había sido. Les había
parecido inofensivo, o les había dado pena, le daba igual. Lo que importaba es
que seguía con vida. Sus captoras resultaron ser un grupo de bajas y robustas
indígenas, vestidas apenas con unas raídas faldas y adornos en brazos y pelo.
No parecerían muy intimidantes si no fuese porque todas ellas iban armadas con
lanzas y arcos. No había un solo hombre en el grupo, lo cual aterrorizaba a Damião.
Por favor, que no fuesen unas deborahombres o algo así, que no se los comiesen.
Había oído leyendas de tribus antropófagas en el archipiélago, y quizás habrían
caído en las manos de una de ellas. El hecho de que no hubiesen recogido el cadáver
de Lopo como su cena le hacía sentirse más seguro. Pero solo un poco.
Una de las mujeres, la que parecía
la más joven, intentara comunicarse con él, pero no fue capaz. Ella no tenía
idea de portugués, ni castellano ni nada parecido, y él apenas sabía un par de
palabras en malayo, que la chica tampoco comprendía. Damião solo entendió que
se referían a él como “teu dikenal”, pero no tenía idea de qué quería decir.
Hombre blanco o algo así, imaginaba.
El grupo lo llevó hasta su pequeño
poblado, compuesto de un par de docenas de destartaladas chozas de madera
distribuidas a ambos lados de un pequeño riachuelo. Según lo atravesaban, los
habitantes iban asomándose con curiosidad, siguiéndolos de cerca. Nunca habrían
visto a alguien como él. Y entonces se dio cuenta de una cosa. La inmensa
mayoría de la población estaba compuesta por mujeres, excepto por unos pocos
niños y ancianos. ¿A qué se debería?
No le preocupó mucho tampoco.
Estaba más pendiente de sí mismo. No tenía ni idea de qué iba a pasar, las
costumbres de esas gentes podían ser muy… Mejor ni pensarlo. Finalmente se
detuvieron. Con un gesto, una de ellas le indicó que no se moviese y entró en
la vivienda más cercana. Unos segundos después salió acompañada por una mujer
enorme, con unos brazos que podían romper piedras de un puñetazo, unos pechos
caídos casi hasta la cintura y una gran corona de flores que se sostenía en un
equilibrio imposible sobre su cabeza. Se acercó a él, lo miró de arriba abajo,
lo tocó de arriba abajo. Damião intentó mantenerse inmóvil y sereno, pero no
pudo evitar soltar un gemido cuando la mujer palpó con fuerza su miembro.
Entonces lo miró a los ojos y sus labios se abrieron para dejar a la vista una
sonrisa sin dientes.
Nunca se le había ocurrido pensar que
estaría tan cómodo allí. Se había convertido en cocinero de a bordo por la
búsqueda de nuevas experiencias, y había cumplido y con creces. Él se esperaba
algo más como visitar el palacio del rey de la Sonda, montar en elefante,
conocer a esas exóticas mujeres de bronce… Y ahora aprendía a cazar extraños
animales con sus propias manos, a fabricar armas con madera de árboles caídos,
a bailar danzas tribales que lo dejaban agotado pero extrañamente satisfecho al
mismo tiempo…
Aunque le había costado un tiempo
adaptarse, las mujeres no tardaron en darse cuenta de que tenía una mano
especial con la cocina, y le habían enseñado todo lo que sabían. Y había
descubierto sabores increíbles, sabores que su paladar tardó tiempo en aceptar.
Y tampoco podía olvidar la parte de las exóticas mujeres de bronce.
Quizás no
fuesen tan perfectas cono creyera en su momento, quizás sus pechos colgantes no
fuesen tan tersos, sus cinturas tan delgadas ni sus dentaduras tan perfectas
como había imaginado. Quizás su piel estaba cubierta de cicatrices y sus manos
de callos. Pero se debía a que eran mujeres fuertes e independientes, capaces
de sobrevivir en una situación en la que cualquier hombre europeo habría muerto
sin siquiera ser capaz de intentarlo. Y eso lo excitaba. Siempre había necesitado
sentirse protegido, y eso era algo imposible con la mayor parte de las mujeres
de su tierra. ¿Pero con ellas? Era imposible no estarlo.
Sobre todo teniendo a Ananka, esa
pequeña belleza de ojos profundos que le había dejado entrar en su choza, en su
brazos y en su interior. La mujer que le hacía sentirse seguro todas y cada una
de las noches. La miró con una sonrisa mientras despellejaba la comida del día
y la besó, primero en los labios y luego en el vientre. Sus padres insistiendo
en que no se embarcase, que así no podría montar una familia nunca. Ojalá
pudiesen verlo ahora.
Ella era la única persona que le
llamaba por su nombre, para el resto de mujeres seguía siendo teu dikenal.
Había aprendido bastante de su idioma durante el tiempo que llevaba allí, lo
suficiente para poder comunicarse con ellas sin problema. Pero seguía sin saber
qué significaba esa expresión, sólo la escuchaba cuando se referían a él. Y
cuando llegó el día en que lo descubrió, deseó no haberlo sabido jamás.
-¡Teu dikenal! ¡Teu dikenal! –
gritaban varias mujeres de la tribu.
Damião salió corriendo de su choza,
pensando que lo llamaban a él, pero enseguida se percató de que no era así. Las
mujeres gritaban sin parar, entrando en las viviendas a avisar a las demás, escondiendo
a niños y ancianos y recogiendo sus armas. Se estaban preparando para
defenderse de algo. ¿Pero de qué? No vivía nadie más allí, estaba muy seguro. Y
los animales más grandes que había no le llegaban siquiera a la altura de las
rodillas, así que no podía tratarse de alguna temible fiera.
Ananka apareció tras él, con una
barriga ya evidente. En cuanto vio el arco y las flechas en sus manos, el
cocinero intentó convencerla de que se quedase en casa, pero le ignoró. Le dijo
algo sobre que era cuestión de vida o muerte, todas eran necesarias. ¿Pero qué
estaba pasando? Entonces escuchó unas voces. Era la primera vez que oía su
idioma materno desde la muerte de Lopo. Y poco después llegaron los gritos.
Un grupo de hombres portugueses y
españoles aparecieron en el poblado, y sin dar tiempo a ningún tipo de diálogo,
el lugar se convirtió en un campo de batalla. El terror se apoderó de Damião,
que no supo qué hacer. Las lanzas de madera no tenían nada qué hacer contra las
espadas de acero. Una a una, las valientes y fuertes mujeres fueron cayendo,
masacradas. El hombre no fue capaz de moverse hasta que vislumbró a Ananka,
defendiéndose a duras penas de dos hombres que la agarraban a la vez. Pero no
intentaban, matarla, no estaban haciendo eso. No era una espada con lo que
pretendían atravesarla.
Fue corriendo hacia ella, recogiendo
una lanza por el camino, pero apenas dio un par de pasos cuando los portugueses
se cansaron y, de un solo movimiento, le cortaron la cabeza. La ira se apoderó
de Damião. Esas mujeres le habían salvado la vida, lo habían cuidado, lo habían
protegido, lo habían aceptado. Y ahora las estaba dejando morir solas. Había
perdido a su amor y a su futuro hijo. No podía salvarlas, y no habría
podido hacerlo aunque hubiese reaccionado a tiempo. No era lo suficientemente
fuerte. Pero sí que podría honrarlas aún. Podía morir como ellas. Así que
agarró con fuerza el arma y se lanzó contra el hombre que había asesinado a
Ananka. Sabía que la muerte le esperaba entre las manos de aquel teu dikenal,
de aquel desconocido. Y la recibió con un grito de guerra.
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Henry Miller
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